El otro día me desperté con un hombre al que creía adorar. En cuanto se levantó salió corriendo de mi preciosa casa -siempre he vivido siempre en guaridas de mala muerte, sola o compartiendo, y por fin me trasladé a la choza de mi vida- y el tío volvió con churros, huevos, zumo y pijaditas mil. Yo por la mñana soy de poco comer, y menos si ando acompañada, que me entran ganas de darle al tarro y fumar non stop, pero estaba tan contenta por la reciente mudanza y por la noche tan divertida que hasta mordisqueé unos churritos mientras observaba mi flamante terraza y miraba de reojo a mi acompañante con la desconfianza que otorgan los años, pero preguntándome, aún así, si no sería él el hombre de mi vida. Porque igual hay hombres de la vida de la gente, digo yo. El, después de zamparse los huevos, los churros, el café y una cerveza al trago, quién sabe por qué, decidió enseñarme un video de su primogénita, un pequeño lagarto de 6 años de edad. 8 minutos duraba el puto video. 8 minutos de histrionismo supino, una nena retorciéndose, cantado canciones, interpretando poemas y finalmente proclamando que era la mejor y la más guapa en medio de lo que me parecía más un ataque de histeria que cosas de la edad.
En cuanto salió de mi casa bajé a una farmacia, compré la píldora del día después, me enchufé una birra y pensé que por fin, después de tantos años, me he vuelto práctica. Ya no sufro. Más vale tarde que nunca.