ILG también es el más cobarde

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Cerrado para nuevas respuestas.
Creo que Pugachev es un chungo de cojones. Parece que es el hijo menor de la Carmela, una matriarca del polígamo. Mucho ojo.
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Quién es el mejor luchador del foro? Por si cada uno puede escoger un telonero.

@Argail tenía pinta decente pero igual le da por suicidarse a medio combate. Y @Spawner tiene horchata en las vena y se irá cabizbajo si ve mujeres.

En cualquier caso @Rhodium hijo de puta, aumenta el límite de tags, por hilo y por usuario/hilo o te reto a muerte
¿A quién hay que matar?
 
Y el recuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadie hablaba, pero que latían por la tierra, debajo de la casa. La lágrima de la cabra, de los ojos a la boca. La cara ablandada del mulato sobre la que caía la lluvia; la lluvia ablandando la cara de los pecadores, dejando una noche de grosero rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela se enrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoar se levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido, para cerrar cien veces las ventanas.

(...)

El Coronel, sentado en una pequeña mesa, con su esposa y sus dos hijos, sorbía el refresco que llevaba también el nombre del café La Berta, donde la pólvora del tequila estaba húmeda por la compañía de la menta verde. —Debería llamarse a esta bebida, cotorrina —dijo—. La plaza de Taxco se llenaba de enmascarados que interjeccionaban sus laberintos verbales, y otras veces lanzaban con sus pequeños cuchillos, feroces puñaladas a un aire reseco, como si innumerables narices hubiesen acudido a soplar a una jarra, que concentrase aquel aliento como una pasta. Uno de los enmascarados se acercó a la mesa del Coronel. Para despertar confianza lo habían enmascarado de jutía; los trazos negros salían fingiendo la cargazón nerviosa del animal. Ante la negativa con que fue recibido, insistía señalando para un grupo formado de súbito en torno a un enmascarado de coyote, silabeando con miedo, como si sintiese la distancia que mediaba entre el Coronel y él. El jefe movía la cabeza, negándose a las insurrecciones; no obstante, procuraba oír, pues la voz le parecía cubana y oída anteriormente, sin darle excesiva importancia. El coyote deslizaba frases de conspiración mal hilvanadas, parecía un falso conspirador o como si él mismo temblase ante la encomienda. Parecía que lo habían utilizado por la supuesta relación que decía tener con el Coronel. Este le ordenó que se desenmascarase, con la misma seguridad que un descansen de las ordenanzas. Le temblaban las manos, y esto hacía que se fuesen quitando la careta con lentitud, no por solemnizar el acto convencido de su trascendencia. Vivo era el disfrazado de coyote. El Coronel lo contempló jocosamente perplejo, al tiempo que Vivo iba retrocediendo a la entrada de una platería, donde una cortina que hacía las veces de puerta lo levantó y transportó.

(...)

Prepara en una copa, extremadamente facetada, el zoon o célula animal viva. En realidad, es clara de huevo, sonriendo las delicias de Cennino Cennini. Rasgueos del diablo en el lecho: Osculum fine spina dorsalis. Mientras los cuatro diversionistas almirantean detrás de los agujeros en la yagua rechupada, la sirena de cola que esconde las astillas de madera y los fríos resortes de níquel plateado, extrae las yemas de su impedimento de crecimiento en la infinitud. Con la clara de huevo, propensa a las cristalizaciones humillantes, embadurnará sus entrepiernas. Cuando despierte le dirá, tristona fingida en el impedimento de lo imposible, que cuando ella salió a omeletear unos camarones, el malvado serióte se atrevió a la compañía del diablo, con el mismo signo que lo descubre, en el lecho abandonado por la sirena, que apareciendo de resguardo, está acordada con todas las burlas de los tres para embromar al serióte. Usted tronará, se irá al cuchillo, lanzará botellas de sidra con el tapón de bazoka. Cuando se vaya a la garganta del serio, que se muestra parnasiano en medio de una escenografía que desconoce de veras, aparecerán las tres sabandijas, como en un vodevil marsellés que suma la crápula bizantina, resbalando la misma loción por sus entrepiernas. Con eso, creerán desfacer el entuerto del sabbat.

(...)

¿Lo lograba el dibujante amigo de su padre? Las risitas cortadas por reojos y subrayados disimulos, revelaban que había hecho más visible lo que intentaba ocultar, como si aquello ocultado fuera el acorde esencial de su carácter. Se acercaba luego a los más enfurruñados y modorros, silenciosos en la amarga densidad que había depositado en ellos el ancestro almacenista, y les decía enseñándoles sus zapatos: —Pensar que un antílope vendría a morir a mis pies—. Y mientras uno de ellos esbozaba una puñalada, él se alejaba con desprecio de los «brutos», como decía con fingida virilidad.

(...)

«Hay camino que al hombre parece derecho; empero su fin son caminos de muerte». Por eso tal vez haya relación entre aquella Venus Urania, de que hablaba Diotima, y la vuelta al Padre de los católicos. De la frase del Eclesiastés derivamos que hay caminos derechos, que esos caminos tienen una finalidad, y no obstante, son caminos para la muerte. En el problema sexual me parece que hay algo dentro de su finalidad, bien una reminiscencia, o bien por los sentidos transfigurados la irrupción de una desemejanza que no ha logrado dominar, que ha hecho que el hombre se abandone a un error que la costumbre ha hecho llevadero o tal vez que el hombre permanece en ese camino de muerte porque ignora cuál es el otro.

—Pero si se abandona a un posible error por la costumbre, es también cierto que igualmente se abandona al otro error, por una costumbre extraña, por una especie de costumbre perseguida que se amolda a su extrañeza. Que en cualquier momento, en materia sexual, el hombre
puede cambiar de rumbo, lo revelan ciertas teorías sobre la fecundación, capaces de hacer variar la suerte del género humano. El gameto, o sea el órgano reproductor femenino, no necesita de ningún complementario, sino una temperatura que motive la escisión del gameto. El argumento contrario también puede ser válido, es decir, por arborescencia que brota en la hibernación, ya del falo o de las clavículas como en la extraña tribu de los idumeos, un desprendimiento de la semilla que al contacto del aire, o de la temperatura subterránea, despierta la nueva criatura. Así como la glándula pineal parece haberse atrofiado, el sexo parece que tomó un camino, o se mantuvo en la costumbre de un camino que por huir del espacio, se apoyó en el primer punto, los sexos, que encontró en su errancia.

—La aparición de la mujer en el séptimo día, dándole a la palabra día la aceptación temporal que le da San Jerónimo, revela un estado androginal previo. Cuando después se alude que en el día del Juicio Final las mujeres embarazadas y las que están lactando serán pasadas a cuchillo, se nos revela una situación muy rara en relación con la mujer, en los principios de la no existencia apocalíptica, y al final, su destrucción. En el Génesis, cada día de la creación va acompañado de las distintas especies de animales que van surgiendo e inmediatamente se ocupa de su fecundación. Llega el día quinto en que el hombre es creado, lo creó hombre y mujer, le dice también lo que ha dicho a todas las especies: crece y multiplícate. Pero cómo va a ser su reproducción, si tiene que esperar al día siete para que surja la mujer. El enigma de los comienzos ha continuado por la secularidad, pues aun surgiendo la mujer para la pareja, el tema que nos punza será eterno. ¿Y si no hubiera surgido la mujer, o si se llegase a extinguir?, ¿cuál sería el remedio? Todo lo que hoy nos parece desvío sexual, surge en una reminiscencia, o en algo que yo me atrevería a llamar, sin temor a ninguna pedantería, una hipertelia de la inmortalidad, o sea una busca de la creación, de la sucesión de la criatura, más allá de toda causalidad de la sangre y aún del espíritu, la creación de algo hecho por el hombre, totalmente desconocido aún por la especie. La nueva especie justificaría toda hipertelia de la inmortalidad.

(...)

—En esa extensión que media entre el día del Juicio Final —intervino Cemí, aprovechándose de la pausa forzada por el cansancio de Fronesis—, cuando la tenebrosa frase de Jesús: Ay de las mujeres lactantes y de las embarazadas porque serán pasadas a cuchillo , y el banquete final que se dará en Jerusalén, después de la extinción del género humano, en que Cristo convocará a las alimañas y a las bestias del bosque, habrá tiempo para que el demonio prepare una de sus tretas.

(...)

—Es la primera alegría que he tenido en estos últimos días —comenzó su respuesta Ricardo, con agilidad que se hizo imperceptiblemente
alegre—, el ver que todavía mi padre es peligroso en una discusión, que salta con garbo el desierto de un regaño. Pero en nuestros días, todos los padres se creen un poco Abraham, a quien su hijo lleva a lo alto de la colina para ejercitar su cuchillo, en aquella época en que los padres tenían más fe en Dios que en sus hijos, pero ahora los hijos tienen más fe en una tembladera que en sus padres. Los hijos vivieron durante muchos siglos in antiquium documentum , en el Antiguo Testamento, con el temor de que iban a ser sacrificados a un Dios desconocido. Pero no tema, padre, que yo no tiraré la manta por su reverso, si oigo alguna voz que en secreto me ordena que lo sacrifique, creeré que es la voz del diablo.

(...)

Los tres amigos se levantaron para irse, después del incidental jeroglífico, pues todo había sucedido como entrecortado por cuchillos
giradores. Para prepararse su probable ausencia en el recodo, Fronesis invitó a Cemí a que los acompañase, para así mitigar la tensión de la espera y la desazón de la ausencia en un amigo como Foción, siempre rodeado de sierpes y de fantasmas descifradores de ecos rodados.

(...)

Mientras Foción preparaba el coñac, se fijó en la pared: vio un animal extraño. El pelirrojo había alzado la mano con un cuchillo; la sombra
dejaba en la pared la rotundidad de la muerte con brazo de cemento. El cuchillo alzado parecía una cuña que penetraba en la pared, agrietándola, pero dejando intacto el silencio. El cuchillo entrando en la pared, como una sombra alimentada de cal, entonces comenzó a oír:

—Ya yo sabía que hoy era el día en que tendría que matar a alguien. Estaba señalado. Desde el día que mi madre dejó de acariciarme la
frente, porque me huí de mi casa, sólo me he encontrado con viciosos y miserables. Desde el canalla que llegó a mi pueblo, organizando grupos de jugadores de pelota, con el que vine para La Habana, que no se demoró mucho en mostrarme sus asquerosas pretensiones, a pesar de que se pasaba el día diciendo que era mi amigo y que me quería ayudar.

Después dormí en los parques, en el muro del Malecón, vendí periódicos, y siempre esos malvados detrás de uno, diciéndole que lo
querían ayudar, ya yo no les contestaba y los miraba fijamente, y poco después la invitación a la misma cosa, «a pasar un rato» y después, con el que usted me vio en el café, con una maleta llena de medallas antiguas, pero ése yo creo que era un idiota, sin dejar de ser un vicioso.

Me llamaba Arcàngeli, que según él había matado a un sabio alemán de otras épocas. Ganas tenía de matarlo yo a él, pero me limité a coger el cepillo chino y a salir corriendo para no matarlo. Pero ya yo sabía que este día no terminaría sin que yo matase a alguien. ¿Por qué no van a buscar mujeres, vampiros, viciosos y degenerados? Y después usted, debajo del farol, dándome conversación, para empezar la misma historia que ya yo me sé de memoria. Haciéndose los buenos —mientras Foción oía al pelirrojo, se iba quitando la camiseta, al levantarla para sacársela por la cabeza, creyó que ésa era la oportunidad para que le asestase la cuchillada, pero pasó ese momentáneo oscuro, sin que ocurriese nada—. ¿A usted qué le puede importar —siguió diciendo la voz—, que yo tenga frío, que yo pase hambre, si todos ustedes lo que tienen es una idea fija, devoradora, que los hace más hambrientos que los lobos? Tienen hambre de un alimento que desconocen, pero que necesitan más que el pan.

Foción se volvió con la mirada en los ojos del pelirrojo: —Mírame bien —le dijo, al mismo tiempo que señalaba con su índice el círculo negro que se había trazado, con la tetilla izquierda como centro. Entonces el pelirrojo tuvo que oír, con el cuchillo alzado, lo que Foción con lentitud le iba diciendo.

—Tú dices que hoy era el día que tú habías escogido para matar a alguien, pero da la casualidad que hoy es el día que yo había escogido para matarme. Ya tú ves que tenía trazado este círculo negro, para que no pudiera equivocarme en el blanco escogido. Así es que los dos hemos coincidido. No sé cómo estarán mis padres, empieza a importarme un bledo la amistad, tengo que reunirme con muchos mentecatos para tener unas cuantas pesetas en el bolsillo. La suma de los días se me hace insoportable, no tengo ya la voluntad dispuesta para perseguir ninguna finalidad, mi energía, si es que la tengo y si a eso se puede llamar energía, se me hace laberíntica, irresoluble, apenas va más allá de mi piel. La única alegría me la has dado tú al final de esta noche, sé que hay alguien dispuesto a complacerme, que estás dispuesto a matarme.

Al fin me he encontrado a alguien dispuesto a hacer algo por mí, que me dispensa de un trabajo banal, que está dispuesto a matarme —Foción al terminar de formular esa invitación, avanzó hacia el pelirrojo, agrandando en su blancura el fragmento de piel encerrado en el círculo negro—. Mátame —le dijo—, pon tu brazo en lugar del mío, hazme ese favor, que no sea yo el que tenga que matarme.

El pelirrojo con segura lentitud fue bajando el cuchillo. Foción dio la vuelta para ir a buscar los dos vasos con coñac. Vio entonces cómo el maligno se iba desnudando, y que colocaba el cuchillo debajo de las dos almohadas. De dos tragos extinguió el coñac caliente por la boca estrecha de la copa con sus entrañas muy cóncavas. La copa en sus manos lucía tan sombría como el cuchillo. El pelirrojo mostró sus espaldas. Foción no apagó la lámpara de la mesa de noche, arrastró la mesa hasta los pies de la cama, le dio la vuelta a la pantalla para evitar la excesiva curiosidad de la luz.

El rechinar súbito de los frenos puso a vuelo las cabelleras lacias por el agua matinal de los que iban en la máquina en busca de Foción, que en su esquina de espera, muy ensimismado, como para evitar que la máquina se detuviese, echó a correr para impedir que el ruido del motor echado a andar de nuevo pudiese despertar al dormido pelirrojo. Se oyó tan sólo el ruido de la portezuela, entre las cabelleras lacias por el peine clasificado frente al espejo matinal, la cabellera de Foción se excepcionaba porque el peine no había logrado distribuir lo que el retiramiento del cuchillo no había logrado unificar.

(...)

De la mano con la que el charro sostenía la guitarra, extrajo un puñal que voló hacia el centro de la mesa, ocupada un instante antes por Alberto, que no sufrió ningún daño por la rapidez con que se levantó para contestar a la copla, llena de un conjuro espantoso. Volvió Alberto rápido hacia su mesa, desclavó el cuchillo y pudo leer grabado en su hoja la respuesta a su misma copla: Te seguiré buscando. Los mozos se precipitaron para tironear a Alberto y señalarle al diablón la retirada, pero éste le daba martinetes a la guitarra como círculo de aislamiento para impedir la acometida. Los callejeros, detenidos por el guitarrero primero y por la refriega después, oscilantes como una brasilera, hicieron el ademán de penetrar al café para emprenderla con el lanzador del cuchillo. Luchaban los callejeros por asirle una manga o algún saliente del pantalón al charro, pero éste manejaba la guitarra atacante como un tirador de lazos en el oeste, hasta que tirándole del ala del sombrero, lograron enceguecerlo, prorrumpiendo el charro en tales gritos que los vecinos preparados ya para saltar a la cama y los esquineros se aunaron al coro de los peregrinos callejeros para suspenderse en el perplejo. Sonaron las sirenas de las perseguidoras, se apearon los policías con sus pisajos ordenancistas. Dos de ellos redujeron al mexicano, y otros dos fueron a buscar a Alberto. Salió el dueño del café y habló en voz baja con el que parecía jefe de los patrulleros.

(...)

Cuando estábamos en presencia de Fronesis, su punto errante no dejaba de acecharlo, de avivarle su ámbito. Hacía recordar aquella frase de Kandinsky, que nos afirma «que un punto vale más en pintura que una figura humana», pero Fronesis mantenía una perpetua relación
favorable entre su figura y su punto. Mientras su figura estaba, el punto, recorriendo todas las mansiones del castillo de su ámbito, le daba una presencia de hechizo, semejante al consagrado por los maestros iluministas, los Fouquet, los Limbourg, cuando la lejanía y la placa de la escarcha se unen para lograr un punto errante que logra reemplazar la presencia del castillo rocoso y la inmensa extensión de la blancura.

Su reducción a un punto avivaba en tal forma su ámbito, que quizá el coro de muchachas y amigos no hubiera alcanzado nunca esa presencia de calidad si no estuviese a su lado escuchándolo, disfrutando de esa llaneza en la luz siempre despierta, pues lo inundaba una especie de cuña de esclarecimiento que donde quiera penetraba como una astilla capaz de comunicar una salud y un esplendor que se iban propagando como el ser substancial que transmite un procesional. En su ausencia el punto retornaba, más que su figura, siguiendo ese consejo del mismo Kandinsky, de que la punta del cuchillo al actuar sobre la placa negra del grabado engendra un punto que rompe su contorno. Y así era la ausencia de Fronesis, cuando el punto empezaba a actuar en el recuerdo, se deshacía como una gárgola en su ámbito, la araña dejaba su tela para abultarse con la sangre de todas las criaturas adheridas, y era entonces un punto inexorable que engendraba el acecho y la tensión en el más inesperado sitio de un cuadrado. Las clases eran tediosas y banales, se explicaban asignaturas abiertas en grandes cuadros simplificadores, ni siquiera se ofrecía un extenso material cuantitativo, donde un estudioso pudiese extraer un conocer funcional que cubriese la real y satisficiese metas inmediatas.

Al final de las explicaciones, los obligados a remar en aquellas galeras levantaban como una aleluya al llegar a las nuevas arenas de su liberación y salían al patio. En esas arenas era donde los esperaba Ricardo Fronesis. Don Quijote había salido del aula cargado de escudetes contingentes: la obra empezaba de esa manera porque Cervantes había estado en prisiones, argumento y desarrollos tomados de un romance carolingio. Le daban la explicación de una obra finista, Don Quijote era el fin de la escolástica, del Amadís y la novela medieval, del héroe que entraba en la región donde el hechizo es la misma costumbre. No señalaban lo que hay de acto participante en el mundo del Oriente, de un espíritu acumulativo instalado en un ambiente romano durante años de su juventud, que con todas las seguridades del Mediterráneo Adriático, se abre a los fabularios orientales. Don Quijote seguía siendo explicado rodeado de contingencias finistas, crítico esqueleto sobre un rucio que va partiendo los ángulos pedregosos de la llanura. Esqueleto critico con una mandíbula de cartón y un pararrayo de hojalata.

—Me parece insensato opinar como el vulgacho profesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conocidas frases que lo hace por
haber estado preso, no debía el Quijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su prisión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vida en que le importaba una higa el denuesto o el elogio, pues como él dice: «me llegan de todas partes avisos de que me apresure». En mi opinión, Don Quijote es un Simbad que al carecer de circunstancia mágica del ave rok que lo transportaba, se vuelve grotesco. Como
Simbad hace salidas, el ave rok puede transportar un elefante, pero si tiene que levantar un esqueleto y dejarlo caer sobre una peladura de roca, el resultado es un grotesco sin movilidad, se muere mientras va ovillando su hilo, pero como no tiene centro umbilical, se trata de un esqueleto, va formando como centro sustitutivo un rosetón de arena en una llanura de polvo. El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l’autre monde , pero Sancho y su rucio gravitan sobre Don Quijote y lo siguen en sus magulladuras, pruebas de su caída icárica.

—En la cárcel real —continuó diciendo Fronesis, sin que se notase cansancio al oírlo, después de una hora de clase—, se encuentra con
Mateo Alemán, que ya tiene escrita la primera parte de Guzmán de Alfarache. Desde sus comienzos se alude en esa obra a un ambiente de
prisión «escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo». Razón de más para que Cervantes no comenzase con la misma alusión. El caso de Mateo Alemán es extraordinariamente laberíntico y triste en relación con su reclusión; está desde niño en una prisión donde su padre es médico, en su madurez tiene que volver a la cárcel como sancionado. Mientras Cervantes va escribiendo el Quijote, a su lado Mateo Alemán está escribiendo la vida de un santo, Antonio de Padua, que lucha contra el dragón, multiplicado en innumerables espejos diabólicos para su tentación. Si Cervantes hubiese querido escribir contra los libros de caballería, y esa es una de las tonterías que le hemos oído al profesor esta mañana, hubiese escrito una novela picaresca, pero no, lo que hace es un San Antonio de Padua grotesco, que ni siquiera conoce los bultos que lo tientan. Esa mezcla de Simbad sin circunstancia mágica y de San Antonio de Padua sin tentaciones, desenvolviéndose en el desierto castellano, donde la hagiografía falta de circunstancia concupiscible para pecar y de la lloviznita de la gracia para mojar los sentidos, se hace un esqueleto, una lanza a caballo.

En ese respiro, Cemí se aprovechó para colocar una banderilla. —La crítica ha sido muy burda en nuestro idioma. Al espíritu especioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda sílaba.

(...)

Vino al recuerdo de Cemí su lectura de Suetonio la noche anterior y precisó que el diálogo de Foción había sido una situación enteramente
neroniana. Conocía a su interlocutor, la dolencia que lo exacerbaba; mientras éste estaba indefenso en su poder, él podía permanecer
incólume. Podía juzgar, mientras la otra persona se irritaba en su enfermedad. Utilizaba su superioridad intelectual, no para ensanchar el
mundo de las personas con quienes hablaba, sino para dejar la marca de su persona y de sus caprichos. Despedazaba la más nimia intención de los demás de penetrar en su persona, así cuando el librero creyó halagarlo, riéndose de la gracia, lo rechazó con una gravedad que desconcertó al adulón. Cruelmente borraba el rostro de su persona y de sus palabras, para desconcertar a los que intentaban seguirlo. Partía siempre de su innata superioridad, si se le aceptaba esa superioridad reaccionaba con sutiles descargas de ironía, si por el contrario se la negaban, mostraba entonces una indiferencia de caracol, tan peligrosa como su ironía. Hería con su puñal de dos puntas, ironía e indiferencia, y él siempre permanecía en su centro, lanzando una elegante bocanada de humo. Era el árbitro de las situaciones neronianas.

(...)

Apenas se había extinguido el crepúsculo, cuando toda la hechicería de la Tesalia comenzó a silbar, a desprender de los árboles extrañas túnicas, a movilizar aéreos bultos arenosos con rostros de lechuza. A veces golpeaba tan sólo el silbo huracanado, dejando el rostro de los legionarios cortado por carámbanos como cuchillos. Caballos de humo transparentes entraban por los batallones romanos, abriendo remolinos que espantaban a los arqueros, pues sus Hechas se anegaban en pechos de nubes, en peras de cristal ablandadas que se hacían invisibles en el aire. Firmes en sus filas, los legionarios continuaban dándole tajos al aire, lanzando piedras, traspasando con sus lanzas meras transparencias de espectros con bocaza de francachela para la muerte.

(...)

La esposa se sintió acorralada por el anuncio de la visita, le pareció como si todos los años que ella había vencido, tomasen de pronto un
tridente y marchasen a pincharla. ¿Qué hacer? Como había problematizado en su enajenación, la solución vendría de la propia enajenación. Empezó por destaponar al crítico, con el cuchillo paleta de la mantequilla fue raspando la cera, aplicó la mano en sentido traslativo
en torno al cuello y en particular de la carótida. Roció el cuerpo con limón y naranja agria y llegó a la violenta rotativa con sus manos en los centros neurálgicos. Viejas botellas pintadas sirvieron de recipiente a un agua muy férvida que se volcaba sobre los pies del durmiente. Recordó con cierto sentimentalismo que su esposo, tierna pedantería reminiscente de su niñez latinista, en el almuerzo reclamaba frigidae aquae, y al asomarse al baño crepuscular probaba la fervidae aquae. Le vino el recuerdo cómo su esposo a la manera de un voluptuoso
contemporáneo de Petronio se acercaba al agua tibia, después de quitarse las sandalias y con no disimulado temblor, moviendo los pies introducidos en la bañera, con la alegría de la trucha, comprobaba si el agua tenía las condiciones térmicas que su cuerpo requería para librarse de impurezas.

(...)

Otro error nietzscheano fue ese rechazo del sufrimiento para aceptar lo que él llama los valores nobles. Creyó que esos valores se expresaban en el Renacimiento, en César Borgia, ni siquiera derivó de su Montaigne, de quien confiesa más de una vez que lo leía con fervor, el culto de Julio César, «el más grande milagro de la naturaleza», según declaraba el voluptuoso del Perigord. Desde el punto de vista de la descarga energética, del golpe seco halconero, no se detiene en César, sino en un jefe pandillero, en el sutilizador de los venenos; toda esa caterva de puñalitos grabados le interesaron más que la romanidad de Hispania, Galia o Bretaña. Un secuestro con brocados por Olivareto da Fermo le interesaba más que la Europa en marcha para reconquistar el sepulcro del Resucitado. En una miniatura del siglo XV, con tema de venatoria el júbilo es circular y radiante, desde los perros que saltan hasta los que lamen las piernas de los lanceros, las parejas de enamorados sobre una blanca hacanea, los halcones que huyen de los canes después de haberse abatido sobre una perdiz de vuelo corto. Al fondo se ve una lagunilla, donde sin oír las provocaciones del cuerno de caza o de la parábola de los halcones, unos pescadores en el junio de las truchas, sin perder su ensimismamiento, se ríen con el pez fuera del agua. Pero esa alegría, esos valores notables, no los encontramos tan sólo en las arrogancias de una venatoria, podemos repasar las miniaturas del duque de Berry, donde vemos un campesino que parece abombar el pecho como para entonar una romanza, sacudir un gajo de bellotas para provocar la complacencia de una piara de cerdos. El perro al lado del jubiloso campesino mira con ternura la glotonería de los inmundos. El anchuroso pecho del porquero, alegre frente a la voracidad de su rebaño, está en la miniatura bajo el signo de escorpión y el sagitario. El escorpión que le muerde el sexo y el sagitario que sobre su hombro se enemista con una constelación. Su gesto al sacudir el gajo de bellotas a sus puercos, tiene la misma arrogancia de un rey jurando el trono. Ese porquerizo está en la gran tradición clásica; al repartir las bellotas tiene también la alegría de Eumeo, el divinal porquerizo, al reconocer a Odiseo antes de que éste dé sus terribles pruebas en la sala de los pretendientes.

(...)

La puerta de uno de aquellos bares se abrió empujada por un grupo de aquellos marineros, seis de ellos llevaban cargado a otro marinero
sueco, manándole sangre del pecho; tenía allí clavado un puñal con una empuñadura muy labrada, como si hubiese sido elaborada en Bagdad por plateros que conservasen la gran tradición del califato. El paseante de la medianoche se acercó al marinero hasta verle las sierpes tatuadas que se le enroscaban en el cuello. La sangre cubría aquellas sierpes, como si hubiesen sido picoteadas por águilas al descubrirles sus nidos. El barco sueco estaba anclado en Tallapiedra, por la escalerilla de uno de sus costados condujeron el apuñalado, que sin quejarse lucía los ojos entornados. Los perros portuarios comenzaron a lamer los coágulos de sangre, desde la salida del bar hasta el primer peldaño de la escalerilla del barco. Eran perros sin amo, perros de luna portuaria, que retornaban a la sangre.

El paseante siguió por la Aduana, donde un gran cargamento de cebolla, tapado con una lona húmeda, le hizo pensar en la corteza lunar y en la porcelana china llamada cáscara de cebolla. Llegó hasta donde estaban atracados los veleros; por el humo que desprendía la cocina, parecía que habían comenzado a preparar el desayuno, aunque todavía no asomaba la claridad de la mañana. Miró en tomo para iniciar el regreso. Al pasar frente al bar de donde habían sacado el marinero apuñalado, vio que conversaban los mismos hombres que habían subido al herido por la escalerilla. Un marinero sueco, dando grandes zancadas por la misma escalerilla, salió dirigiéndose al grupo que estaba frente al bar. Ya cerca de ellos les dijo: —Aún no ha comenzado a confesarse con el pastor. Ya yo les contaré—. Dio media vuelta y entró de nuevo en el barco.

(...)

Oscilaba entre las risotadas sin motivación y el ruido entrecortado de las armas improvisadas: bandejas afiladas como guillotinas; patas de mesa rococó convertidas en clavas de rápidos molinetes; espejos venecianos espolvoreados para cegar; sillas de Virginia convertidas en escafandra para aturdir y obligar al traspiés pellizcado por la puñalada. Entraron los sansculottes en la casa vacía del barón Rothschild y ellos mismos se fueron aturdiendo, cayeron en laberíntica flaccidez estival y se fueron extendiendo por las piezas, como si quisieran destruir la casa inundándola, intuyendo que cuando la casa estuviese llena de asaltantes querulosos, se cerrarían las compuertas y morirían abrazados a los objetos que iban a robar. Las turbas se fueron estirando, desapareciendo, cuando Licario solo en la casa de cerámica, tiró de una banqueta tafileteada de verde y se sentó frente a una vitrina vacía, donde rezaba la misteriosa inscripción: Piezas de la vajilla de trifolia de cerezos, de la familia imperial del Japón, desaparecida en vida del barón.

(...)

Después de la degollación, el venerable osciló colgado de un ramo de tamarindo. Su hijo, con el guardián a su lado, designado por Atrio Flaminio, retuvo su satisfactoria nariz de romano clásico. Pero el padre degollador perdió su nariz, por el cuchillo de las heladas en la corrupción de sus humores. Para liberarlo de la voluntaria trampa del cordel, un íncubo lo incluyó en la degollina. Tuvo que entrar en el valle de Proserpina con la mano abierta en mitad de la cara. Es ahora que el hijo, en la garganta de las sombras, cuando pasa al lado de su padre, no lo reconoce, y el padre gime al ver el cuello dolorido, aunque la nariz del hijo le impide que la visión lo transfigure en el abrazo. Cuando llegó la noticia del sucedido al agonizante jefe supremo de las tropas, éste se emocionó al sentir que cualquier destino que se fabrique para reemplazar la muerte en una batalla, no sólo crea el oprobio entre los vivientes, sino que logra que las sombras de los allegados no se reconozcan en el infierno.
No sé si darte un Me Lol o un Hijodeputa. :lol:
 
Y el recuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadie hablaba, pero que latían por la tierra, debajo de la casa. La lágrima de la cabra, de los ojos a la boca. La cara ablandada del mulato sobre la que caía la lluvia; la lluvia ablandando la cara de los pecadores, dejando una noche de grosero rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela se enrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoar se levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido, para cerrar cien veces las ventanas.

(...)

El Coronel, sentado en una pequeña mesa, con su esposa y sus dos hijos, sorbía el refresco que llevaba también el nombre del café La Berta, donde la pólvora del tequila estaba húmeda por la compañía de la menta verde. —Debería llamarse a esta bebida, cotorrina —dijo—. La plaza de Taxco se llenaba de enmascarados que interjeccionaban sus laberintos verbales, y otras veces lanzaban con sus pequeños cuchillos, feroces puñaladas a un aire reseco, como si innumerables narices hubiesen acudido a soplar a una jarra, que concentrase aquel aliento como una pasta. Uno de los enmascarados se acercó a la mesa del Coronel. Para despertar confianza lo habían enmascarado de jutía; los trazos negros salían fingiendo la cargazón nerviosa del animal. Ante la negativa con que fue recibido, insistía señalando para un grupo formado de súbito en torno a un enmascarado de coyote, silabeando con miedo, como si sintiese la distancia que mediaba entre el Coronel y él. El jefe movía la cabeza, negándose a las insurrecciones; no obstante, procuraba oír, pues la voz le parecía cubana y oída anteriormente, sin darle excesiva importancia. El coyote deslizaba frases de conspiración mal hilvanadas, parecía un falso conspirador o como si él mismo temblase ante la encomienda. Parecía que lo habían utilizado por la supuesta relación que decía tener con el Coronel. Este le ordenó que se desenmascarase, con la misma seguridad que un descansen de las ordenanzas. Le temblaban las manos, y esto hacía que se fuesen quitando la careta con lentitud, no por solemnizar el acto convencido de su trascendencia. Vivo era el disfrazado de coyote. El Coronel lo contempló jocosamente perplejo, al tiempo que Vivo iba retrocediendo a la entrada de una platería, donde una cortina que hacía las veces de puerta lo levantó y transportó.

(...)

Prepara en una copa, extremadamente facetada, el zoon o célula animal viva. En realidad, es clara de huevo, sonriendo las delicias de Cennino Cennini. Rasgueos del diablo en el lecho: Osculum fine spina dorsalis. Mientras los cuatro diversionistas almirantean detrás de los agujeros en la yagua rechupada, la sirena de cola que esconde las astillas de madera y los fríos resortes de níquel plateado, extrae las yemas de su impedimento de crecimiento en la infinitud. Con la clara de huevo, propensa a las cristalizaciones humillantes, embadurnará sus entrepiernas. Cuando despierte le dirá, tristona fingida en el impedimento de lo imposible, que cuando ella salió a omeletear unos camarones, el malvado serióte se atrevió a la compañía del diablo, con el mismo signo que lo descubre, en el lecho abandonado por la sirena, que apareciendo de resguardo, está acordada con todas las burlas de los tres para embromar al serióte. Usted tronará, se irá al cuchillo, lanzará botellas de sidra con el tapón de bazoka. Cuando se vaya a la garganta del serio, que se muestra parnasiano en medio de una escenografía que desconoce de veras, aparecerán las tres sabandijas, como en un vodevil marsellés que suma la crápula bizantina, resbalando la misma loción por sus entrepiernas. Con eso, creerán desfacer el entuerto del sabbat.

(...)

¿Lo lograba el dibujante amigo de su padre? Las risitas cortadas por reojos y subrayados disimulos, revelaban que había hecho más visible lo que intentaba ocultar, como si aquello ocultado fuera el acorde esencial de su carácter. Se acercaba luego a los más enfurruñados y modorros, silenciosos en la amarga densidad que había depositado en ellos el ancestro almacenista, y les decía enseñándoles sus zapatos: —Pensar que un antílope vendría a morir a mis pies—. Y mientras uno de ellos esbozaba una puñalada, él se alejaba con desprecio de los «brutos», como decía con fingida virilidad.

(...)

«Hay camino que al hombre parece derecho; empero su fin son caminos de muerte». Por eso tal vez haya relación entre aquella Venus Urania, de que hablaba Diotima, y la vuelta al Padre de los católicos. De la frase del Eclesiastés derivamos que hay caminos derechos, que esos caminos tienen una finalidad, y no obstante, son caminos para la muerte. En el problema sexual me parece que hay algo dentro de su finalidad, bien una reminiscencia, o bien por los sentidos transfigurados la irrupción de una desemejanza que no ha logrado dominar, que ha hecho que el hombre se abandone a un error que la costumbre ha hecho llevadero o tal vez que el hombre permanece en ese camino de muerte porque ignora cuál es el otro.

—Pero si se abandona a un posible error por la costumbre, es también cierto que igualmente se abandona al otro error, por una costumbre extraña, por una especie de costumbre perseguida que se amolda a su extrañeza. Que en cualquier momento, en materia sexual, el hombre
puede cambiar de rumbo, lo revelan ciertas teorías sobre la fecundación, capaces de hacer variar la suerte del género humano. El gameto, o sea el órgano reproductor femenino, no necesita de ningún complementario, sino una temperatura que motive la escisión del gameto. El argumento contrario también puede ser válido, es decir, por arborescencia que brota en la hibernación, ya del falo o de las clavículas como en la extraña tribu de los idumeos, un desprendimiento de la semilla que al contacto del aire, o de la temperatura subterránea, despierta la nueva criatura. Así como la glándula pineal parece haberse atrofiado, el sexo parece que tomó un camino, o se mantuvo en la costumbre de un camino que por huir del espacio, se apoyó en el primer punto, los sexos, que encontró en su errancia.

—La aparición de la mujer en el séptimo día, dándole a la palabra día la aceptación temporal que le da San Jerónimo, revela un estado androginal previo. Cuando después se alude que en el día del Juicio Final las mujeres embarazadas y las que están lactando serán pasadas a cuchillo, se nos revela una situación muy rara en relación con la mujer, en los principios de la no existencia apocalíptica, y al final, su destrucción. En el Génesis, cada día de la creación va acompañado de las distintas especies de animales que van surgiendo e inmediatamente se ocupa de su fecundación. Llega el día quinto en que el hombre es creado, lo creó hombre y mujer, le dice también lo que ha dicho a todas las especies: crece y multiplícate. Pero cómo va a ser su reproducción, si tiene que esperar al día siete para que surja la mujer. El enigma de los comienzos ha continuado por la secularidad, pues aun surgiendo la mujer para la pareja, el tema que nos punza será eterno. ¿Y si no hubiera surgido la mujer, o si se llegase a extinguir?, ¿cuál sería el remedio? Todo lo que hoy nos parece desvío sexual, surge en una reminiscencia, o en algo que yo me atrevería a llamar, sin temor a ninguna pedantería, una hipertelia de la inmortalidad, o sea una busca de la creación, de la sucesión de la criatura, más allá de toda causalidad de la sangre y aún del espíritu, la creación de algo hecho por el hombre, totalmente desconocido aún por la especie. La nueva especie justificaría toda hipertelia de la inmortalidad.

(...)

—En esa extensión que media entre el día del Juicio Final —intervino Cemí, aprovechándose de la pausa forzada por el cansancio de Fronesis—, cuando la tenebrosa frase de Jesús: Ay de las mujeres lactantes y de las embarazadas porque serán pasadas a cuchillo , y el banquete final que se dará en Jerusalén, después de la extinción del género humano, en que Cristo convocará a las alimañas y a las bestias del bosque, habrá tiempo para que el demonio prepare una de sus tretas.

(...)

—Es la primera alegría que he tenido en estos últimos días —comenzó su respuesta Ricardo, con agilidad que se hizo imperceptiblemente
alegre—, el ver que todavía mi padre es peligroso en una discusión, que salta con garbo el desierto de un regaño. Pero en nuestros días, todos los padres se creen un poco Abraham, a quien su hijo lleva a lo alto de la colina para ejercitar su cuchillo, en aquella época en que los padres tenían más fe en Dios que en sus hijos, pero ahora los hijos tienen más fe en una tembladera que en sus padres. Los hijos vivieron durante muchos siglos in antiquium documentum , en el Antiguo Testamento, con el temor de que iban a ser sacrificados a un Dios desconocido. Pero no tema, padre, que yo no tiraré la manta por su reverso, si oigo alguna voz que en secreto me ordena que lo sacrifique, creeré que es la voz del diablo.

(...)

Los tres amigos se levantaron para irse, después del incidental jeroglífico, pues todo había sucedido como entrecortado por cuchillos
giradores. Para prepararse su probable ausencia en el recodo, Fronesis invitó a Cemí a que los acompañase, para así mitigar la tensión de la espera y la desazón de la ausencia en un amigo como Foción, siempre rodeado de sierpes y de fantasmas descifradores de ecos rodados.

(...)

Mientras Foción preparaba el coñac, se fijó en la pared: vio un animal extraño. El pelirrojo había alzado la mano con un cuchillo; la sombra
dejaba en la pared la rotundidad de la muerte con brazo de cemento. El cuchillo alzado parecía una cuña que penetraba en la pared, agrietándola, pero dejando intacto el silencio. El cuchillo entrando en la pared, como una sombra alimentada de cal, entonces comenzó a oír:

—Ya yo sabía que hoy era el día en que tendría que matar a alguien. Estaba señalado. Desde el día que mi madre dejó de acariciarme la
frente, porque me huí de mi casa, sólo me he encontrado con viciosos y miserables. Desde el canalla que llegó a mi pueblo, organizando grupos de jugadores de pelota, con el que vine para La Habana, que no se demoró mucho en mostrarme sus asquerosas pretensiones, a pesar de que se pasaba el día diciendo que era mi amigo y que me quería ayudar.

Después dormí en los parques, en el muro del Malecón, vendí periódicos, y siempre esos malvados detrás de uno, diciéndole que lo
querían ayudar, ya yo no les contestaba y los miraba fijamente, y poco después la invitación a la misma cosa, «a pasar un rato» y después, con el que usted me vio en el café, con una maleta llena de medallas antiguas, pero ése yo creo que era un idiota, sin dejar de ser un vicioso.

Me llamaba Arcàngeli, que según él había matado a un sabio alemán de otras épocas. Ganas tenía de matarlo yo a él, pero me limité a coger el cepillo chino y a salir corriendo para no matarlo. Pero ya yo sabía que este día no terminaría sin que yo matase a alguien. ¿Por qué no van a buscar mujeres, vampiros, viciosos y degenerados? Y después usted, debajo del farol, dándome conversación, para empezar la misma historia que ya yo me sé de memoria. Haciéndose los buenos —mientras Foción oía al pelirrojo, se iba quitando la camiseta, al levantarla para sacársela por la cabeza, creyó que ésa era la oportunidad para que le asestase la cuchillada, pero pasó ese momentáneo oscuro, sin que ocurriese nada—. ¿A usted qué le puede importar —siguió diciendo la voz—, que yo tenga frío, que yo pase hambre, si todos ustedes lo que tienen es una idea fija, devoradora, que los hace más hambrientos que los lobos? Tienen hambre de un alimento que desconocen, pero que necesitan más que el pan.

Foción se volvió con la mirada en los ojos del pelirrojo: —Mírame bien —le dijo, al mismo tiempo que señalaba con su índice el círculo negro que se había trazado, con la tetilla izquierda como centro. Entonces el pelirrojo tuvo que oír, con el cuchillo alzado, lo que Foción con lentitud le iba diciendo.

—Tú dices que hoy era el día que tú habías escogido para matar a alguien, pero da la casualidad que hoy es el día que yo había escogido para matarme. Ya tú ves que tenía trazado este círculo negro, para que no pudiera equivocarme en el blanco escogido. Así es que los dos hemos coincidido. No sé cómo estarán mis padres, empieza a importarme un bledo la amistad, tengo que reunirme con muchos mentecatos para tener unas cuantas pesetas en el bolsillo. La suma de los días se me hace insoportable, no tengo ya la voluntad dispuesta para perseguir ninguna finalidad, mi energía, si es que la tengo y si a eso se puede llamar energía, se me hace laberíntica, irresoluble, apenas va más allá de mi piel. La única alegría me la has dado tú al final de esta noche, sé que hay alguien dispuesto a complacerme, que estás dispuesto a matarme.

Al fin me he encontrado a alguien dispuesto a hacer algo por mí, que me dispensa de un trabajo banal, que está dispuesto a matarme —Foción al terminar de formular esa invitación, avanzó hacia el pelirrojo, agrandando en su blancura el fragmento de piel encerrado en el círculo negro—. Mátame —le dijo—, pon tu brazo en lugar del mío, hazme ese favor, que no sea yo el que tenga que matarme.

El pelirrojo con segura lentitud fue bajando el cuchillo. Foción dio la vuelta para ir a buscar los dos vasos con coñac. Vio entonces cómo el maligno se iba desnudando, y que colocaba el cuchillo debajo de las dos almohadas. De dos tragos extinguió el coñac caliente por la boca estrecha de la copa con sus entrañas muy cóncavas. La copa en sus manos lucía tan sombría como el cuchillo. El pelirrojo mostró sus espaldas. Foción no apagó la lámpara de la mesa de noche, arrastró la mesa hasta los pies de la cama, le dio la vuelta a la pantalla para evitar la excesiva curiosidad de la luz.

El rechinar súbito de los frenos puso a vuelo las cabelleras lacias por el agua matinal de los que iban en la máquina en busca de Foción, que en su esquina de espera, muy ensimismado, como para evitar que la máquina se detuviese, echó a correr para impedir que el ruido del motor echado a andar de nuevo pudiese despertar al dormido pelirrojo. Se oyó tan sólo el ruido de la portezuela, entre las cabelleras lacias por el peine clasificado frente al espejo matinal, la cabellera de Foción se excepcionaba porque el peine no había logrado distribuir lo que el retiramiento del cuchillo no había logrado unificar.

(...)

De la mano con la que el charro sostenía la guitarra, extrajo un puñal que voló hacia el centro de la mesa, ocupada un instante antes por Alberto, que no sufrió ningún daño por la rapidez con que se levantó para contestar a la copla, llena de un conjuro espantoso. Volvió Alberto rápido hacia su mesa, desclavó el cuchillo y pudo leer grabado en su hoja la respuesta a su misma copla: Te seguiré buscando. Los mozos se precipitaron para tironear a Alberto y señalarle al diablón la retirada, pero éste le daba martinetes a la guitarra como círculo de aislamiento para impedir la acometida. Los callejeros, detenidos por el guitarrero primero y por la refriega después, oscilantes como una brasilera, hicieron el ademán de penetrar al café para emprenderla con el lanzador del cuchillo. Luchaban los callejeros por asirle una manga o algún saliente del pantalón al charro, pero éste manejaba la guitarra atacante como un tirador de lazos en el oeste, hasta que tirándole del ala del sombrero, lograron enceguecerlo, prorrumpiendo el charro en tales gritos que los vecinos preparados ya para saltar a la cama y los esquineros se aunaron al coro de los peregrinos callejeros para suspenderse en el perplejo. Sonaron las sirenas de las perseguidoras, se apearon los policías con sus pisajos ordenancistas. Dos de ellos redujeron al mexicano, y otros dos fueron a buscar a Alberto. Salió el dueño del café y habló en voz baja con el que parecía jefe de los patrulleros.

(...)

Cuando estábamos en presencia de Fronesis, su punto errante no dejaba de acecharlo, de avivarle su ámbito. Hacía recordar aquella frase de Kandinsky, que nos afirma «que un punto vale más en pintura que una figura humana», pero Fronesis mantenía una perpetua relación
favorable entre su figura y su punto. Mientras su figura estaba, el punto, recorriendo todas las mansiones del castillo de su ámbito, le daba una presencia de hechizo, semejante al consagrado por los maestros iluministas, los Fouquet, los Limbourg, cuando la lejanía y la placa de la escarcha se unen para lograr un punto errante que logra reemplazar la presencia del castillo rocoso y la inmensa extensión de la blancura.

Su reducción a un punto avivaba en tal forma su ámbito, que quizá el coro de muchachas y amigos no hubiera alcanzado nunca esa presencia de calidad si no estuviese a su lado escuchándolo, disfrutando de esa llaneza en la luz siempre despierta, pues lo inundaba una especie de cuña de esclarecimiento que donde quiera penetraba como una astilla capaz de comunicar una salud y un esplendor que se iban propagando como el ser substancial que transmite un procesional. En su ausencia el punto retornaba, más que su figura, siguiendo ese consejo del mismo Kandinsky, de que la punta del cuchillo al actuar sobre la placa negra del grabado engendra un punto que rompe su contorno. Y así era la ausencia de Fronesis, cuando el punto empezaba a actuar en el recuerdo, se deshacía como una gárgola en su ámbito, la araña dejaba su tela para abultarse con la sangre de todas las criaturas adheridas, y era entonces un punto inexorable que engendraba el acecho y la tensión en el más inesperado sitio de un cuadrado. Las clases eran tediosas y banales, se explicaban asignaturas abiertas en grandes cuadros simplificadores, ni siquiera se ofrecía un extenso material cuantitativo, donde un estudioso pudiese extraer un conocer funcional que cubriese la real y satisficiese metas inmediatas.

Al final de las explicaciones, los obligados a remar en aquellas galeras levantaban como una aleluya al llegar a las nuevas arenas de su liberación y salían al patio. En esas arenas era donde los esperaba Ricardo Fronesis. Don Quijote había salido del aula cargado de escudetes contingentes: la obra empezaba de esa manera porque Cervantes había estado en prisiones, argumento y desarrollos tomados de un romance carolingio. Le daban la explicación de una obra finista, Don Quijote era el fin de la escolástica, del Amadís y la novela medieval, del héroe que entraba en la región donde el hechizo es la misma costumbre. No señalaban lo que hay de acto participante en el mundo del Oriente, de un espíritu acumulativo instalado en un ambiente romano durante años de su juventud, que con todas las seguridades del Mediterráneo Adriático, se abre a los fabularios orientales. Don Quijote seguía siendo explicado rodeado de contingencias finistas, crítico esqueleto sobre un rucio que va partiendo los ángulos pedregosos de la llanura. Esqueleto critico con una mandíbula de cartón y un pararrayo de hojalata.

—Me parece insensato opinar como el vulgacho profesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conocidas frases que lo hace por
haber estado preso, no debía el Quijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su prisión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vida en que le importaba una higa el denuesto o el elogio, pues como él dice: «me llegan de todas partes avisos de que me apresure». En mi opinión, Don Quijote es un Simbad que al carecer de circunstancia mágica del ave rok que lo transportaba, se vuelve grotesco. Como
Simbad hace salidas, el ave rok puede transportar un elefante, pero si tiene que levantar un esqueleto y dejarlo caer sobre una peladura de roca, el resultado es un grotesco sin movilidad, se muere mientras va ovillando su hilo, pero como no tiene centro umbilical, se trata de un esqueleto, va formando como centro sustitutivo un rosetón de arena en una llanura de polvo. El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l’autre monde , pero Sancho y su rucio gravitan sobre Don Quijote y lo siguen en sus magulladuras, pruebas de su caída icárica.

—En la cárcel real —continuó diciendo Fronesis, sin que se notase cansancio al oírlo, después de una hora de clase—, se encuentra con
Mateo Alemán, que ya tiene escrita la primera parte de Guzmán de Alfarache. Desde sus comienzos se alude en esa obra a un ambiente de
prisión «escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo». Razón de más para que Cervantes no comenzase con la misma alusión. El caso de Mateo Alemán es extraordinariamente laberíntico y triste en relación con su reclusión; está desde niño en una prisión donde su padre es médico, en su madurez tiene que volver a la cárcel como sancionado. Mientras Cervantes va escribiendo el Quijote, a su lado Mateo Alemán está escribiendo la vida de un santo, Antonio de Padua, que lucha contra el dragón, multiplicado en innumerables espejos diabólicos para su tentación. Si Cervantes hubiese querido escribir contra los libros de caballería, y esa es una de las tonterías que le hemos oído al profesor esta mañana, hubiese escrito una novela picaresca, pero no, lo que hace es un San Antonio de Padua grotesco, que ni siquiera conoce los bultos que lo tientan. Esa mezcla de Simbad sin circunstancia mágica y de San Antonio de Padua sin tentaciones, desenvolviéndose en el desierto castellano, donde la hagiografía falta de circunstancia concupiscible para pecar y de la lloviznita de la gracia para mojar los sentidos, se hace un esqueleto, una lanza a caballo.

En ese respiro, Cemí se aprovechó para colocar una banderilla. —La crítica ha sido muy burda en nuestro idioma. Al espíritu especioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda sílaba.

(...)

Vino al recuerdo de Cemí su lectura de Suetonio la noche anterior y precisó que el diálogo de Foción había sido una situación enteramente
neroniana. Conocía a su interlocutor, la dolencia que lo exacerbaba; mientras éste estaba indefenso en su poder, él podía permanecer
incólume. Podía juzgar, mientras la otra persona se irritaba en su enfermedad. Utilizaba su superioridad intelectual, no para ensanchar el
mundo de las personas con quienes hablaba, sino para dejar la marca de su persona y de sus caprichos. Despedazaba la más nimia intención de los demás de penetrar en su persona, así cuando el librero creyó halagarlo, riéndose de la gracia, lo rechazó con una gravedad que desconcertó al adulón. Cruelmente borraba el rostro de su persona y de sus palabras, para desconcertar a los que intentaban seguirlo. Partía siempre de su innata superioridad, si se le aceptaba esa superioridad reaccionaba con sutiles descargas de ironía, si por el contrario se la negaban, mostraba entonces una indiferencia de caracol, tan peligrosa como su ironía. Hería con su puñal de dos puntas, ironía e indiferencia, y él siempre permanecía en su centro, lanzando una elegante bocanada de humo. Era el árbitro de las situaciones neronianas.

(...)

Apenas se había extinguido el crepúsculo, cuando toda la hechicería de la Tesalia comenzó a silbar, a desprender de los árboles extrañas túnicas, a movilizar aéreos bultos arenosos con rostros de lechuza. A veces golpeaba tan sólo el silbo huracanado, dejando el rostro de los legionarios cortado por carámbanos como cuchillos. Caballos de humo transparentes entraban por los batallones romanos, abriendo remolinos que espantaban a los arqueros, pues sus Hechas se anegaban en pechos de nubes, en peras de cristal ablandadas que se hacían invisibles en el aire. Firmes en sus filas, los legionarios continuaban dándole tajos al aire, lanzando piedras, traspasando con sus lanzas meras transparencias de espectros con bocaza de francachela para la muerte.

(...)

La esposa se sintió acorralada por el anuncio de la visita, le pareció como si todos los años que ella había vencido, tomasen de pronto un
tridente y marchasen a pincharla. ¿Qué hacer? Como había problematizado en su enajenación, la solución vendría de la propia enajenación. Empezó por destaponar al crítico, con el cuchillo paleta de la mantequilla fue raspando la cera, aplicó la mano en sentido traslativo
en torno al cuello y en particular de la carótida. Roció el cuerpo con limón y naranja agria y llegó a la violenta rotativa con sus manos en los centros neurálgicos. Viejas botellas pintadas sirvieron de recipiente a un agua muy férvida que se volcaba sobre los pies del durmiente. Recordó con cierto sentimentalismo que su esposo, tierna pedantería reminiscente de su niñez latinista, en el almuerzo reclamaba frigidae aquae, y al asomarse al baño crepuscular probaba la fervidae aquae. Le vino el recuerdo cómo su esposo a la manera de un voluptuoso
contemporáneo de Petronio se acercaba al agua tibia, después de quitarse las sandalias y con no disimulado temblor, moviendo los pies introducidos en la bañera, con la alegría de la trucha, comprobaba si el agua tenía las condiciones térmicas que su cuerpo requería para librarse de impurezas.

(...)

Otro error nietzscheano fue ese rechazo del sufrimiento para aceptar lo que él llama los valores nobles. Creyó que esos valores se expresaban en el Renacimiento, en César Borgia, ni siquiera derivó de su Montaigne, de quien confiesa más de una vez que lo leía con fervor, el culto de Julio César, «el más grande milagro de la naturaleza», según declaraba el voluptuoso del Perigord. Desde el punto de vista de la descarga energética, del golpe seco halconero, no se detiene en César, sino en un jefe pandillero, en el sutilizador de los venenos; toda esa caterva de puñalitos grabados le interesaron más que la romanidad de Hispania, Galia o Bretaña. Un secuestro con brocados por Olivareto da Fermo le interesaba más que la Europa en marcha para reconquistar el sepulcro del Resucitado. En una miniatura del siglo XV, con tema de venatoria el júbilo es circular y radiante, desde los perros que saltan hasta los que lamen las piernas de los lanceros, las parejas de enamorados sobre una blanca hacanea, los halcones que huyen de los canes después de haberse abatido sobre una perdiz de vuelo corto. Al fondo se ve una lagunilla, donde sin oír las provocaciones del cuerno de caza o de la parábola de los halcones, unos pescadores en el junio de las truchas, sin perder su ensimismamiento, se ríen con el pez fuera del agua. Pero esa alegría, esos valores notables, no los encontramos tan sólo en las arrogancias de una venatoria, podemos repasar las miniaturas del duque de Berry, donde vemos un campesino que parece abombar el pecho como para entonar una romanza, sacudir un gajo de bellotas para provocar la complacencia de una piara de cerdos. El perro al lado del jubiloso campesino mira con ternura la glotonería de los inmundos. El anchuroso pecho del porquero, alegre frente a la voracidad de su rebaño, está en la miniatura bajo el signo de escorpión y el sagitario. El escorpión que le muerde el sexo y el sagitario que sobre su hombro se enemista con una constelación. Su gesto al sacudir el gajo de bellotas a sus puercos, tiene la misma arrogancia de un rey jurando el trono. Ese porquerizo está en la gran tradición clásica; al repartir las bellotas tiene también la alegría de Eumeo, el divinal porquerizo, al reconocer a Odiseo antes de que éste dé sus terribles pruebas en la sala de los pretendientes.

(...)

La puerta de uno de aquellos bares se abrió empujada por un grupo de aquellos marineros, seis de ellos llevaban cargado a otro marinero
sueco, manándole sangre del pecho; tenía allí clavado un puñal con una empuñadura muy labrada, como si hubiese sido elaborada en Bagdad por plateros que conservasen la gran tradición del califato. El paseante de la medianoche se acercó al marinero hasta verle las sierpes tatuadas que se le enroscaban en el cuello. La sangre cubría aquellas sierpes, como si hubiesen sido picoteadas por águilas al descubrirles sus nidos. El barco sueco estaba anclado en Tallapiedra, por la escalerilla de uno de sus costados condujeron el apuñalado, que sin quejarse lucía los ojos entornados. Los perros portuarios comenzaron a lamer los coágulos de sangre, desde la salida del bar hasta el primer peldaño de la escalerilla del barco. Eran perros sin amo, perros de luna portuaria, que retornaban a la sangre.

El paseante siguió por la Aduana, donde un gran cargamento de cebolla, tapado con una lona húmeda, le hizo pensar en la corteza lunar y en la porcelana china llamada cáscara de cebolla. Llegó hasta donde estaban atracados los veleros; por el humo que desprendía la cocina, parecía que habían comenzado a preparar el desayuno, aunque todavía no asomaba la claridad de la mañana. Miró en tomo para iniciar el regreso. Al pasar frente al bar de donde habían sacado el marinero apuñalado, vio que conversaban los mismos hombres que habían subido al herido por la escalerilla. Un marinero sueco, dando grandes zancadas por la misma escalerilla, salió dirigiéndose al grupo que estaba frente al bar. Ya cerca de ellos les dijo: —Aún no ha comenzado a confesarse con el pastor. Ya yo les contaré—. Dio media vuelta y entró de nuevo en el barco.

(...)

Oscilaba entre las risotadas sin motivación y el ruido entrecortado de las armas improvisadas: bandejas afiladas como guillotinas; patas de mesa rococó convertidas en clavas de rápidos molinetes; espejos venecianos espolvoreados para cegar; sillas de Virginia convertidas en escafandra para aturdir y obligar al traspiés pellizcado por la puñalada. Entraron los sansculottes en la casa vacía del barón Rothschild y ellos mismos se fueron aturdiendo, cayeron en laberíntica flaccidez estival y se fueron extendiendo por las piezas, como si quisieran destruir la casa inundándola, intuyendo que cuando la casa estuviese llena de asaltantes querulosos, se cerrarían las compuertas y morirían abrazados a los objetos que iban a robar. Las turbas se fueron estirando, desapareciendo, cuando Licario solo en la casa de cerámica, tiró de una banqueta tafileteada de verde y se sentó frente a una vitrina vacía, donde rezaba la misteriosa inscripción: Piezas de la vajilla de trifolia de cerezos, de la familia imperial del Japón, desaparecida en vida del barón.

(...)

Después de la degollación, el venerable osciló colgado de un ramo de tamarindo. Su hijo, con el guardián a su lado, designado por Atrio Flaminio, retuvo su satisfactoria nariz de romano clásico. Pero el padre degollador perdió su nariz, por el cuchillo de las heladas en la corrupción de sus humores. Para liberarlo de la voluntaria trampa del cordel, un íncubo lo incluyó en la degollina. Tuvo que entrar en el valle de Proserpina con la mano abierta en mitad de la cara. Es ahora que el hijo, en la garganta de las sombras, cuando pasa al lado de su padre, no lo reconoce, y el padre gime al ver el cuello dolorido, aunque la nariz del hijo le impide que la visión lo transfigure en el abrazo. Cuando llegó la noticia del sucedido al agonizante jefe supremo de las tropas, éste se emocionó al sentir que cualquier destino que se fabrique para reemplazar la muerte en una batalla, no sólo crea el oprobio entre los vivientes, sino que logra que las sombras de los allegados no se reconozcan en el infierno.
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Y el recuerdo de aquellos sucesos desagradables, de los que nadie hablaba, pero que latían por la tierra, debajo de la casa. La lágrima de la cabra, de los ojos a la boca. La cara ablandada del mulato sobre la que caía la lluvia; la lluvia ablandando la cara de los pecadores, dejando una noche de grosero rocío que enfriaba el cuchillo, haciendo que el centinela se enrollase toda la noche en sus mantas, o que el gallego Zoar se levantase cuando el mismo frío le exacerbaba el olvido, para cerrar cien veces las ventanas.

(...)

El Coronel, sentado en una pequeña mesa, con su esposa y sus dos hijos, sorbía el refresco que llevaba también el nombre del café La Berta, donde la pólvora del tequila estaba húmeda por la compañía de la menta verde. —Debería llamarse a esta bebida, cotorrina —dijo—. La plaza de Taxco se llenaba de enmascarados que interjeccionaban sus laberintos verbales, y otras veces lanzaban con sus pequeños cuchillos, feroces puñaladas a un aire reseco, como si innumerables narices hubiesen acudido a soplar a una jarra, que concentrase aquel aliento como una pasta. Uno de los enmascarados se acercó a la mesa del Coronel. Para despertar confianza lo habían enmascarado de jutía; los trazos negros salían fingiendo la cargazón nerviosa del animal. Ante la negativa con que fue recibido, insistía señalando para un grupo formado de súbito en torno a un enmascarado de coyote, silabeando con miedo, como si sintiese la distancia que mediaba entre el Coronel y él. El jefe movía la cabeza, negándose a las insurrecciones; no obstante, procuraba oír, pues la voz le parecía cubana y oída anteriormente, sin darle excesiva importancia. El coyote deslizaba frases de conspiración mal hilvanadas, parecía un falso conspirador o como si él mismo temblase ante la encomienda. Parecía que lo habían utilizado por la supuesta relación que decía tener con el Coronel. Este le ordenó que se desenmascarase, con la misma seguridad que un descansen de las ordenanzas. Le temblaban las manos, y esto hacía que se fuesen quitando la careta con lentitud, no por solemnizar el acto convencido de su trascendencia. Vivo era el disfrazado de coyote. El Coronel lo contempló jocosamente perplejo, al tiempo que Vivo iba retrocediendo a la entrada de una platería, donde una cortina que hacía las veces de puerta lo levantó y transportó.

(...)

Prepara en una copa, extremadamente facetada, el zoon o célula animal viva. En realidad, es clara de huevo, sonriendo las delicias de Cennino Cennini. Rasgueos del diablo en el lecho: Osculum fine spina dorsalis. Mientras los cuatro diversionistas almirantean detrás de los agujeros en la yagua rechupada, la sirena de cola que esconde las astillas de madera y los fríos resortes de níquel plateado, extrae las yemas de su impedimento de crecimiento en la infinitud. Con la clara de huevo, propensa a las cristalizaciones humillantes, embadurnará sus entrepiernas. Cuando despierte le dirá, tristona fingida en el impedimento de lo imposible, que cuando ella salió a omeletear unos camarones, el malvado serióte se atrevió a la compañía del diablo, con el mismo signo que lo descubre, en el lecho abandonado por la sirena, que apareciendo de resguardo, está acordada con todas las burlas de los tres para embromar al serióte. Usted tronará, se irá al cuchillo, lanzará botellas de sidra con el tapón de bazoka. Cuando se vaya a la garganta del serio, que se muestra parnasiano en medio de una escenografía que desconoce de veras, aparecerán las tres sabandijas, como en un vodevil marsellés que suma la crápula bizantina, resbalando la misma loción por sus entrepiernas. Con eso, creerán desfacer el entuerto del sabbat.

(...)

¿Lo lograba el dibujante amigo de su padre? Las risitas cortadas por reojos y subrayados disimulos, revelaban que había hecho más visible lo que intentaba ocultar, como si aquello ocultado fuera el acorde esencial de su carácter. Se acercaba luego a los más enfurruñados y modorros, silenciosos en la amarga densidad que había depositado en ellos el ancestro almacenista, y les decía enseñándoles sus zapatos: —Pensar que un antílope vendría a morir a mis pies—. Y mientras uno de ellos esbozaba una puñalada, él se alejaba con desprecio de los «brutos», como decía con fingida virilidad.

(...)

«Hay camino que al hombre parece derecho; empero su fin son caminos de muerte». Por eso tal vez haya relación entre aquella Venus Urania, de que hablaba Diotima, y la vuelta al Padre de los católicos. De la frase del Eclesiastés derivamos que hay caminos derechos, que esos caminos tienen una finalidad, y no obstante, son caminos para la muerte. En el problema sexual me parece que hay algo dentro de su finalidad, bien una reminiscencia, o bien por los sentidos transfigurados la irrupción de una desemejanza que no ha logrado dominar, que ha hecho que el hombre se abandone a un error que la costumbre ha hecho llevadero o tal vez que el hombre permanece en ese camino de muerte porque ignora cuál es el otro.

—Pero si se abandona a un posible error por la costumbre, es también cierto que igualmente se abandona al otro error, por una costumbre extraña, por una especie de costumbre perseguida que se amolda a su extrañeza. Que en cualquier momento, en materia sexual, el hombre
puede cambiar de rumbo, lo revelan ciertas teorías sobre la fecundación, capaces de hacer variar la suerte del género humano. El gameto, o sea el órgano reproductor femenino, no necesita de ningún complementario, sino una temperatura que motive la escisión del gameto. El argumento contrario también puede ser válido, es decir, por arborescencia que brota en la hibernación, ya del falo o de las clavículas como en la extraña tribu de los idumeos, un desprendimiento de la semilla que al contacto del aire, o de la temperatura subterránea, despierta la nueva criatura. Así como la glándula pineal parece haberse atrofiado, el sexo parece que tomó un camino, o se mantuvo en la costumbre de un camino que por huir del espacio, se apoyó en el primer punto, los sexos, que encontró en su errancia.

—La aparición de la mujer en el séptimo día, dándole a la palabra día la aceptación temporal que le da San Jerónimo, revela un estado androginal previo. Cuando después se alude que en el día del Juicio Final las mujeres embarazadas y las que están lactando serán pasadas a cuchillo, se nos revela una situación muy rara en relación con la mujer, en los principios de la no existencia apocalíptica, y al final, su destrucción. En el Génesis, cada día de la creación va acompañado de las distintas especies de animales que van surgiendo e inmediatamente se ocupa de su fecundación. Llega el día quinto en que el hombre es creado, lo creó hombre y mujer, le dice también lo que ha dicho a todas las especies: crece y multiplícate. Pero cómo va a ser su reproducción, si tiene que esperar al día siete para que surja la mujer. El enigma de los comienzos ha continuado por la secularidad, pues aun surgiendo la mujer para la pareja, el tema que nos punza será eterno. ¿Y si no hubiera surgido la mujer, o si se llegase a extinguir?, ¿cuál sería el remedio? Todo lo que hoy nos parece desvío sexual, surge en una reminiscencia, o en algo que yo me atrevería a llamar, sin temor a ninguna pedantería, una hipertelia de la inmortalidad, o sea una busca de la creación, de la sucesión de la criatura, más allá de toda causalidad de la sangre y aún del espíritu, la creación de algo hecho por el hombre, totalmente desconocido aún por la especie. La nueva especie justificaría toda hipertelia de la inmortalidad.

(...)

—En esa extensión que media entre el día del Juicio Final —intervino Cemí, aprovechándose de la pausa forzada por el cansancio de Fronesis—, cuando la tenebrosa frase de Jesús: Ay de las mujeres lactantes y de las embarazadas porque serán pasadas a cuchillo , y el banquete final que se dará en Jerusalén, después de la extinción del género humano, en que Cristo convocará a las alimañas y a las bestias del bosque, habrá tiempo para que el demonio prepare una de sus tretas.

(...)

—Es la primera alegría que he tenido en estos últimos días —comenzó su respuesta Ricardo, con agilidad que se hizo imperceptiblemente
alegre—, el ver que todavía mi padre es peligroso en una discusión, que salta con garbo el desierto de un regaño. Pero en nuestros días, todos los padres se creen un poco Abraham, a quien su hijo lleva a lo alto de la colina para ejercitar su cuchillo, en aquella época en que los padres tenían más fe en Dios que en sus hijos, pero ahora los hijos tienen más fe en una tembladera que en sus padres. Los hijos vivieron durante muchos siglos in antiquium documentum , en el Antiguo Testamento, con el temor de que iban a ser sacrificados a un Dios desconocido. Pero no tema, padre, que yo no tiraré la manta por su reverso, si oigo alguna voz que en secreto me ordena que lo sacrifique, creeré que es la voz del diablo.

(...)

Los tres amigos se levantaron para irse, después del incidental jeroglífico, pues todo había sucedido como entrecortado por cuchillos
giradores. Para prepararse su probable ausencia en el recodo, Fronesis invitó a Cemí a que los acompañase, para así mitigar la tensión de la espera y la desazón de la ausencia en un amigo como Foción, siempre rodeado de sierpes y de fantasmas descifradores de ecos rodados.

(...)

Mientras Foción preparaba el coñac, se fijó en la pared: vio un animal extraño. El pelirrojo había alzado la mano con un cuchillo; la sombra
dejaba en la pared la rotundidad de la muerte con brazo de cemento. El cuchillo alzado parecía una cuña que penetraba en la pared, agrietándola, pero dejando intacto el silencio. El cuchillo entrando en la pared, como una sombra alimentada de cal, entonces comenzó a oír:

—Ya yo sabía que hoy era el día en que tendría que matar a alguien. Estaba señalado. Desde el día que mi madre dejó de acariciarme la
frente, porque me huí de mi casa, sólo me he encontrado con viciosos y miserables. Desde el canalla que llegó a mi pueblo, organizando grupos de jugadores de pelota, con el que vine para La Habana, que no se demoró mucho en mostrarme sus asquerosas pretensiones, a pesar de que se pasaba el día diciendo que era mi amigo y que me quería ayudar.

Después dormí en los parques, en el muro del Malecón, vendí periódicos, y siempre esos malvados detrás de uno, diciéndole que lo
querían ayudar, ya yo no les contestaba y los miraba fijamente, y poco después la invitación a la misma cosa, «a pasar un rato» y después, con el que usted me vio en el café, con una maleta llena de medallas antiguas, pero ése yo creo que era un idiota, sin dejar de ser un vicioso.

Me llamaba Arcàngeli, que según él había matado a un sabio alemán de otras épocas. Ganas tenía de matarlo yo a él, pero me limité a coger el cepillo chino y a salir corriendo para no matarlo. Pero ya yo sabía que este día no terminaría sin que yo matase a alguien. ¿Por qué no van a buscar mujeres, vampiros, viciosos y degenerados? Y después usted, debajo del farol, dándome conversación, para empezar la misma historia que ya yo me sé de memoria. Haciéndose los buenos —mientras Foción oía al pelirrojo, se iba quitando la camiseta, al levantarla para sacársela por la cabeza, creyó que ésa era la oportunidad para que le asestase la cuchillada, pero pasó ese momentáneo oscuro, sin que ocurriese nada—. ¿A usted qué le puede importar —siguió diciendo la voz—, que yo tenga frío, que yo pase hambre, si todos ustedes lo que tienen es una idea fija, devoradora, que los hace más hambrientos que los lobos? Tienen hambre de un alimento que desconocen, pero que necesitan más que el pan.

Foción se volvió con la mirada en los ojos del pelirrojo: —Mírame bien —le dijo, al mismo tiempo que señalaba con su índice el círculo negro que se había trazado, con la tetilla izquierda como centro. Entonces el pelirrojo tuvo que oír, con el cuchillo alzado, lo que Foción con lentitud le iba diciendo.

—Tú dices que hoy era el día que tú habías escogido para matar a alguien, pero da la casualidad que hoy es el día que yo había escogido para matarme. Ya tú ves que tenía trazado este círculo negro, para que no pudiera equivocarme en el blanco escogido. Así es que los dos hemos coincidido. No sé cómo estarán mis padres, empieza a importarme un bledo la amistad, tengo que reunirme con muchos mentecatos para tener unas cuantas pesetas en el bolsillo. La suma de los días se me hace insoportable, no tengo ya la voluntad dispuesta para perseguir ninguna finalidad, mi energía, si es que la tengo y si a eso se puede llamar energía, se me hace laberíntica, irresoluble, apenas va más allá de mi piel. La única alegría me la has dado tú al final de esta noche, sé que hay alguien dispuesto a complacerme, que estás dispuesto a matarme.

Al fin me he encontrado a alguien dispuesto a hacer algo por mí, que me dispensa de un trabajo banal, que está dispuesto a matarme —Foción al terminar de formular esa invitación, avanzó hacia el pelirrojo, agrandando en su blancura el fragmento de piel encerrado en el círculo negro—. Mátame —le dijo—, pon tu brazo en lugar del mío, hazme ese favor, que no sea yo el que tenga que matarme.

El pelirrojo con segura lentitud fue bajando el cuchillo. Foción dio la vuelta para ir a buscar los dos vasos con coñac. Vio entonces cómo el maligno se iba desnudando, y que colocaba el cuchillo debajo de las dos almohadas. De dos tragos extinguió el coñac caliente por la boca estrecha de la copa con sus entrañas muy cóncavas. La copa en sus manos lucía tan sombría como el cuchillo. El pelirrojo mostró sus espaldas. Foción no apagó la lámpara de la mesa de noche, arrastró la mesa hasta los pies de la cama, le dio la vuelta a la pantalla para evitar la excesiva curiosidad de la luz.

El rechinar súbito de los frenos puso a vuelo las cabelleras lacias por el agua matinal de los que iban en la máquina en busca de Foción, que en su esquina de espera, muy ensimismado, como para evitar que la máquina se detuviese, echó a correr para impedir que el ruido del motor echado a andar de nuevo pudiese despertar al dormido pelirrojo. Se oyó tan sólo el ruido de la portezuela, entre las cabelleras lacias por el peine clasificado frente al espejo matinal, la cabellera de Foción se excepcionaba porque el peine no había logrado distribuir lo que el retiramiento del cuchillo no había logrado unificar.

(...)

De la mano con la que el charro sostenía la guitarra, extrajo un puñal que voló hacia el centro de la mesa, ocupada un instante antes por Alberto, que no sufrió ningún daño por la rapidez con que se levantó para contestar a la copla, llena de un conjuro espantoso. Volvió Alberto rápido hacia su mesa, desclavó el cuchillo y pudo leer grabado en su hoja la respuesta a su misma copla: Te seguiré buscando. Los mozos se precipitaron para tironear a Alberto y señalarle al diablón la retirada, pero éste le daba martinetes a la guitarra como círculo de aislamiento para impedir la acometida. Los callejeros, detenidos por el guitarrero primero y por la refriega después, oscilantes como una brasilera, hicieron el ademán de penetrar al café para emprenderla con el lanzador del cuchillo. Luchaban los callejeros por asirle una manga o algún saliente del pantalón al charro, pero éste manejaba la guitarra atacante como un tirador de lazos en el oeste, hasta que tirándole del ala del sombrero, lograron enceguecerlo, prorrumpiendo el charro en tales gritos que los vecinos preparados ya para saltar a la cama y los esquineros se aunaron al coro de los peregrinos callejeros para suspenderse en el perplejo. Sonaron las sirenas de las perseguidoras, se apearon los policías con sus pisajos ordenancistas. Dos de ellos redujeron al mexicano, y otros dos fueron a buscar a Alberto. Salió el dueño del café y habló en voz baja con el que parecía jefe de los patrulleros.

(...)

Cuando estábamos en presencia de Fronesis, su punto errante no dejaba de acecharlo, de avivarle su ámbito. Hacía recordar aquella frase de Kandinsky, que nos afirma «que un punto vale más en pintura que una figura humana», pero Fronesis mantenía una perpetua relación
favorable entre su figura y su punto. Mientras su figura estaba, el punto, recorriendo todas las mansiones del castillo de su ámbito, le daba una presencia de hechizo, semejante al consagrado por los maestros iluministas, los Fouquet, los Limbourg, cuando la lejanía y la placa de la escarcha se unen para lograr un punto errante que logra reemplazar la presencia del castillo rocoso y la inmensa extensión de la blancura.

Su reducción a un punto avivaba en tal forma su ámbito, que quizá el coro de muchachas y amigos no hubiera alcanzado nunca esa presencia de calidad si no estuviese a su lado escuchándolo, disfrutando de esa llaneza en la luz siempre despierta, pues lo inundaba una especie de cuña de esclarecimiento que donde quiera penetraba como una astilla capaz de comunicar una salud y un esplendor que se iban propagando como el ser substancial que transmite un procesional. En su ausencia el punto retornaba, más que su figura, siguiendo ese consejo del mismo Kandinsky, de que la punta del cuchillo al actuar sobre la placa negra del grabado engendra un punto que rompe su contorno. Y así era la ausencia de Fronesis, cuando el punto empezaba a actuar en el recuerdo, se deshacía como una gárgola en su ámbito, la araña dejaba su tela para abultarse con la sangre de todas las criaturas adheridas, y era entonces un punto inexorable que engendraba el acecho y la tensión en el más inesperado sitio de un cuadrado. Las clases eran tediosas y banales, se explicaban asignaturas abiertas en grandes cuadros simplificadores, ni siquiera se ofrecía un extenso material cuantitativo, donde un estudioso pudiese extraer un conocer funcional que cubriese la real y satisficiese metas inmediatas.

Al final de las explicaciones, los obligados a remar en aquellas galeras levantaban como una aleluya al llegar a las nuevas arenas de su liberación y salían al patio. En esas arenas era donde los esperaba Ricardo Fronesis. Don Quijote había salido del aula cargado de escudetes contingentes: la obra empezaba de esa manera porque Cervantes había estado en prisiones, argumento y desarrollos tomados de un romance carolingio. Le daban la explicación de una obra finista, Don Quijote era el fin de la escolástica, del Amadís y la novela medieval, del héroe que entraba en la región donde el hechizo es la misma costumbre. No señalaban lo que hay de acto participante en el mundo del Oriente, de un espíritu acumulativo instalado en un ambiente romano durante años de su juventud, que con todas las seguridades del Mediterráneo Adriático, se abre a los fabularios orientales. Don Quijote seguía siendo explicado rodeado de contingencias finistas, crítico esqueleto sobre un rucio que va partiendo los ángulos pedregosos de la llanura. Esqueleto critico con una mandíbula de cartón y un pararrayo de hojalata.

—Me parece insensato opinar como el vulgacho profesoral, que Cervantes comienza el Quijote con las conocidas frases que lo hace por
haber estado preso, no debía el Quijote comenzar como lo hace, y no por ocultar su prisión, ya Cervantes había llegado a un momento de su vida en que le importaba una higa el denuesto o el elogio, pues como él dice: «me llegan de todas partes avisos de que me apresure». En mi opinión, Don Quijote es un Simbad que al carecer de circunstancia mágica del ave rok que lo transportaba, se vuelve grotesco. Como
Simbad hace salidas, el ave rok puede transportar un elefante, pero si tiene que levantar un esqueleto y dejarlo caer sobre una peladura de roca, el resultado es un grotesco sin movilidad, se muere mientras va ovillando su hilo, pero como no tiene centro umbilical, se trata de un esqueleto, va formando como centro sustitutivo un rosetón de arena en una llanura de polvo. El ave rok levita a Simbad y lo lleva a l’autre monde , pero Sancho y su rucio gravitan sobre Don Quijote y lo siguen en sus magulladuras, pruebas de su caída icárica.

—En la cárcel real —continuó diciendo Fronesis, sin que se notase cansancio al oírlo, después de una hora de clase—, se encuentra con
Mateo Alemán, que ya tiene escrita la primera parte de Guzmán de Alfarache. Desde sus comienzos se alude en esa obra a un ambiente de
prisión «escribe su vida desde las galeras, donde queda forzado al remo». Razón de más para que Cervantes no comenzase con la misma alusión. El caso de Mateo Alemán es extraordinariamente laberíntico y triste en relación con su reclusión; está desde niño en una prisión donde su padre es médico, en su madurez tiene que volver a la cárcel como sancionado. Mientras Cervantes va escribiendo el Quijote, a su lado Mateo Alemán está escribiendo la vida de un santo, Antonio de Padua, que lucha contra el dragón, multiplicado en innumerables espejos diabólicos para su tentación. Si Cervantes hubiese querido escribir contra los libros de caballería, y esa es una de las tonterías que le hemos oído al profesor esta mañana, hubiese escrito una novela picaresca, pero no, lo que hace es un San Antonio de Padua grotesco, que ni siquiera conoce los bultos que lo tientan. Esa mezcla de Simbad sin circunstancia mágica y de San Antonio de Padua sin tentaciones, desenvolviéndose en el desierto castellano, donde la hagiografía falta de circunstancia concupiscible para pecar y de la lloviznita de la gracia para mojar los sentidos, se hace un esqueleto, una lanza a caballo.

En ese respiro, Cemí se aprovechó para colocar una banderilla. —La crítica ha sido muy burda en nuestro idioma. Al espíritu especioso de Menéndez y Pelayo, brocha gorda que desconoció siempre el barroco, que es lo que interesa de España y de España en América, es para él un tema ordalía, una prueba de arsénico y de frecuente descaro. De ahí hemos pasado a la influencia del seminario alemán de filología. Cogen desprevenido a uno de nuestros clásicos y estudian en él las cláusulas trimembres acentuadas en la segunda sílaba.

(...)

Vino al recuerdo de Cemí su lectura de Suetonio la noche anterior y precisó que el diálogo de Foción había sido una situación enteramente
neroniana. Conocía a su interlocutor, la dolencia que lo exacerbaba; mientras éste estaba indefenso en su poder, él podía permanecer
incólume. Podía juzgar, mientras la otra persona se irritaba en su enfermedad. Utilizaba su superioridad intelectual, no para ensanchar el
mundo de las personas con quienes hablaba, sino para dejar la marca de su persona y de sus caprichos. Despedazaba la más nimia intención de los demás de penetrar en su persona, así cuando el librero creyó halagarlo, riéndose de la gracia, lo rechazó con una gravedad que desconcertó al adulón. Cruelmente borraba el rostro de su persona y de sus palabras, para desconcertar a los que intentaban seguirlo. Partía siempre de su innata superioridad, si se le aceptaba esa superioridad reaccionaba con sutiles descargas de ironía, si por el contrario se la negaban, mostraba entonces una indiferencia de caracol, tan peligrosa como su ironía. Hería con su puñal de dos puntas, ironía e indiferencia, y él siempre permanecía en su centro, lanzando una elegante bocanada de humo. Era el árbitro de las situaciones neronianas.

(...)

Apenas se había extinguido el crepúsculo, cuando toda la hechicería de la Tesalia comenzó a silbar, a desprender de los árboles extrañas túnicas, a movilizar aéreos bultos arenosos con rostros de lechuza. A veces golpeaba tan sólo el silbo huracanado, dejando el rostro de los legionarios cortado por carámbanos como cuchillos. Caballos de humo transparentes entraban por los batallones romanos, abriendo remolinos que espantaban a los arqueros, pues sus Hechas se anegaban en pechos de nubes, en peras de cristal ablandadas que se hacían invisibles en el aire. Firmes en sus filas, los legionarios continuaban dándole tajos al aire, lanzando piedras, traspasando con sus lanzas meras transparencias de espectros con bocaza de francachela para la muerte.

(...)

La esposa se sintió acorralada por el anuncio de la visita, le pareció como si todos los años que ella había vencido, tomasen de pronto un
tridente y marchasen a pincharla. ¿Qué hacer? Como había problematizado en su enajenación, la solución vendría de la propia enajenación. Empezó por destaponar al crítico, con el cuchillo paleta de la mantequilla fue raspando la cera, aplicó la mano en sentido traslativo
en torno al cuello y en particular de la carótida. Roció el cuerpo con limón y naranja agria y llegó a la violenta rotativa con sus manos en los centros neurálgicos. Viejas botellas pintadas sirvieron de recipiente a un agua muy férvida que se volcaba sobre los pies del durmiente. Recordó con cierto sentimentalismo que su esposo, tierna pedantería reminiscente de su niñez latinista, en el almuerzo reclamaba frigidae aquae, y al asomarse al baño crepuscular probaba la fervidae aquae. Le vino el recuerdo cómo su esposo a la manera de un voluptuoso
contemporáneo de Petronio se acercaba al agua tibia, después de quitarse las sandalias y con no disimulado temblor, moviendo los pies introducidos en la bañera, con la alegría de la trucha, comprobaba si el agua tenía las condiciones térmicas que su cuerpo requería para librarse de impurezas.

(...)

Otro error nietzscheano fue ese rechazo del sufrimiento para aceptar lo que él llama los valores nobles. Creyó que esos valores se expresaban en el Renacimiento, en César Borgia, ni siquiera derivó de su Montaigne, de quien confiesa más de una vez que lo leía con fervor, el culto de Julio César, «el más grande milagro de la naturaleza», según declaraba el voluptuoso del Perigord. Desde el punto de vista de la descarga energética, del golpe seco halconero, no se detiene en César, sino en un jefe pandillero, en el sutilizador de los venenos; toda esa caterva de puñalitos grabados le interesaron más que la romanidad de Hispania, Galia o Bretaña. Un secuestro con brocados por Olivareto da Fermo le interesaba más que la Europa en marcha para reconquistar el sepulcro del Resucitado. En una miniatura del siglo XV, con tema de venatoria el júbilo es circular y radiante, desde los perros que saltan hasta los que lamen las piernas de los lanceros, las parejas de enamorados sobre una blanca hacanea, los halcones que huyen de los canes después de haberse abatido sobre una perdiz de vuelo corto. Al fondo se ve una lagunilla, donde sin oír las provocaciones del cuerno de caza o de la parábola de los halcones, unos pescadores en el junio de las truchas, sin perder su ensimismamiento, se ríen con el pez fuera del agua. Pero esa alegría, esos valores notables, no los encontramos tan sólo en las arrogancias de una venatoria, podemos repasar las miniaturas del duque de Berry, donde vemos un campesino que parece abombar el pecho como para entonar una romanza, sacudir un gajo de bellotas para provocar la complacencia de una piara de cerdos. El perro al lado del jubiloso campesino mira con ternura la glotonería de los inmundos. El anchuroso pecho del porquero, alegre frente a la voracidad de su rebaño, está en la miniatura bajo el signo de escorpión y el sagitario. El escorpión que le muerde el sexo y el sagitario que sobre su hombro se enemista con una constelación. Su gesto al sacudir el gajo de bellotas a sus puercos, tiene la misma arrogancia de un rey jurando el trono. Ese porquerizo está en la gran tradición clásica; al repartir las bellotas tiene también la alegría de Eumeo, el divinal porquerizo, al reconocer a Odiseo antes de que éste dé sus terribles pruebas en la sala de los pretendientes.

(...)

La puerta de uno de aquellos bares se abrió empujada por un grupo de aquellos marineros, seis de ellos llevaban cargado a otro marinero
sueco, manándole sangre del pecho; tenía allí clavado un puñal con una empuñadura muy labrada, como si hubiese sido elaborada en Bagdad por plateros que conservasen la gran tradición del califato. El paseante de la medianoche se acercó al marinero hasta verle las sierpes tatuadas que se le enroscaban en el cuello. La sangre cubría aquellas sierpes, como si hubiesen sido picoteadas por águilas al descubrirles sus nidos. El barco sueco estaba anclado en Tallapiedra, por la escalerilla de uno de sus costados condujeron el apuñalado, que sin quejarse lucía los ojos entornados. Los perros portuarios comenzaron a lamer los coágulos de sangre, desde la salida del bar hasta el primer peldaño de la escalerilla del barco. Eran perros sin amo, perros de luna portuaria, que retornaban a la sangre.

El paseante siguió por la Aduana, donde un gran cargamento de cebolla, tapado con una lona húmeda, le hizo pensar en la corteza lunar y en la porcelana china llamada cáscara de cebolla. Llegó hasta donde estaban atracados los veleros; por el humo que desprendía la cocina, parecía que habían comenzado a preparar el desayuno, aunque todavía no asomaba la claridad de la mañana. Miró en tomo para iniciar el regreso. Al pasar frente al bar de donde habían sacado el marinero apuñalado, vio que conversaban los mismos hombres que habían subido al herido por la escalerilla. Un marinero sueco, dando grandes zancadas por la misma escalerilla, salió dirigiéndose al grupo que estaba frente al bar. Ya cerca de ellos les dijo: —Aún no ha comenzado a confesarse con el pastor. Ya yo les contaré—. Dio media vuelta y entró de nuevo en el barco.

(...)

Oscilaba entre las risotadas sin motivación y el ruido entrecortado de las armas improvisadas: bandejas afiladas como guillotinas; patas de mesa rococó convertidas en clavas de rápidos molinetes; espejos venecianos espolvoreados para cegar; sillas de Virginia convertidas en escafandra para aturdir y obligar al traspiés pellizcado por la puñalada. Entraron los sansculottes en la casa vacía del barón Rothschild y ellos mismos se fueron aturdiendo, cayeron en laberíntica flaccidez estival y se fueron extendiendo por las piezas, como si quisieran destruir la casa inundándola, intuyendo que cuando la casa estuviese llena de asaltantes querulosos, se cerrarían las compuertas y morirían abrazados a los objetos que iban a robar. Las turbas se fueron estirando, desapareciendo, cuando Licario solo en la casa de cerámica, tiró de una banqueta tafileteada de verde y se sentó frente a una vitrina vacía, donde rezaba la misteriosa inscripción: Piezas de la vajilla de trifolia de cerezos, de la familia imperial del Japón, desaparecida en vida del barón.

(...)

Después de la degollación, el venerable osciló colgado de un ramo de tamarindo. Su hijo, con el guardián a su lado, designado por Atrio Flaminio, retuvo su satisfactoria nariz de romano clásico. Pero el padre degollador perdió su nariz, por el cuchillo de las heladas en la corrupción de sus humores. Para liberarlo de la voluntaria trampa del cordel, un íncubo lo incluyó en la degollina. Tuvo que entrar en el valle de Proserpina con la mano abierta en mitad de la cara. Es ahora que el hijo, en la garganta de las sombras, cuando pasa al lado de su padre, no lo reconoce, y el padre gime al ver el cuello dolorido, aunque la nariz del hijo le impide que la visión lo transfigure en el abrazo. Cuando llegó la noticia del sucedido al agonizante jefe supremo de las tropas, éste se emocionó al sentir que cualquier destino que se fabrique para reemplazar la muerte en una batalla, no sólo crea el oprobio entre los vivientes, sino que logra que las sombras de los allegados no se reconozcan en el infierno.
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Por dónde empezar. Si no tienes información sobre mi mapa neuronal es bastante complicado inferir lo que tratas de insinuar en ese masuno. Pero es que aunque lo tuvieses, tendrías que ser capaz de procesar esa información que te da la topología de mi red neuronal y la actividad de neuronas con dinámica temporal de una manera adecuada para demostrar la correlación que acabas de sugerir con tu hipótesis, lo cual es una tarea para nada trivial incluso en gusanos, e.g. C. elegans, los cuales tienen poco más que cien neuronas. Por lo tanto, con el simple ratio que sugieres, que aún no está claro cuál es, no puedes predecir lo que a ti te sugieren mis masunos, que supongo que es que soy deficiente. En cualquier caso, esto lo digo porque intuyo lo que sugieres con esa información, pero es que si nos atenemos únicamente a lo que has escrito, la frase como tal no tiene ningún sentido. Principalmente porque no especificas el ratio de variables de interés, sólo dices “igual que tus neuronas”, ¿igual que qué?, ¿y qué ratio propones, aunque sea inútil?, y además ningún observable neuronal se puede medir en el ratio que yo he escrito previamente, altura/peso. En fin, nada tiene sentido en tu post. La próxima vez te sugiero que seas más rigurosa y específica en tus afirmaciones, porque ante todo, foro PL es un foro de rigor, y aquí estas mierdas no nos gustan un pelo.
Mater dei semejante post que hace sangrar los hogos y ni un me gusta.
Te cito por pena.
 
Joll.
Me he perdido este hilazo.
Oigan , ustedes que están al día.
¿ El pana @Pugachev es de León ó algo ?

K☺rma y gente del baile.
 
Siempre podéis llevaros a alguien con mala leche que pelee por vosotros, alguien tipo el enano turco con mala ostia

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