En agosto de 1939, Joachim von Ribbentrop, ministro de exteriores del Reich, viajó a Moscú para ratificar un acuerdo comercial entre Alemania y la URSS, por el que el estado soviético recibiría un crédito de 200 millones de marcos a cambio de materias primas. Viacheslav Molótov propuso entonces aprovechar la visita para concluir un pacto en torno a las cuestiones de política exterior que interesaban a ambas potencias. Stalin llevaba tiempo inquieto ante la timorata política franco-británica -una inquietud sin duda exagerada por sus defensores explícitos e implícitos- y deseaba seguridades ante la guerra que se avecinaba. Sin embargo, una vez asegurada la independencia de Polonia por las potencias occidentales el 25 de abril de 1939, es difícil sostener que la postura soviética se basase sólo en la legítima defensa.
El 23 de agosto, mientras Stalin alimentaba aún la ficción de una alianza ruso-franco-británica, se firmó en el Kremlin un Pacto de No Agresión, según la moda de los años treinta, entre Alemania y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No se trataba de una alianza: en caso de agresión de una tercera potencia, el pacto sólo estipulaba la no beligerancia del signatario que no hubiese sido atacado. Sin embargo, se recogía una cierta comunidad de intereses, como atestigua, a través del fárrago diplomático, el artículo III:
Los Gobiernos de las dos Partes Contratantes se mantendrán en el futuro en contacto continuo con el fin de consultar el intercambio de información sobre problemas que afecten a sus intereses comunes.
Se sellaba así una suerte de "mercado común" de la represión totalitaria que permitió a miles de prisioneros disfrutar sucesivamente de las comodidades de los dos principales sistemas concentracionarios del mundo. Pero además, subterráneamente, el Pacto incluía un protocolo secreto para la repartición de Polonia, los Estados bálticos y Finlandia. Dicho protocolo no fue reconocido por la URSS hasta 1988, pero estaba ya en la mesa de F. D. Roosevelt ese mismo mes de agosto de 1939, gracias a la información proporcionada por un diplomático alemán. Desgraciadamente, la mesa de Roosevelt no era buen lugar para denunciar los manejos soviéticos.
El 1 de septiembre, como es bien sabido, la Wehrmacht cruzó la frontera polaca y dió comienzo a la Segunda Guerra Mundial. Dos semanas después, la URSS se unía a la rebatiña violando otro pacto de no agresión, el que había firmado con Polonia en 1932. Para entonces, los partidos comunistas europeos ya estaban al corriente de la nueva línea oficial. La estrategia kominterniana de Frente Popular con los burgueses contra el fascismo había pasado a mejor vida y los espurios intereses de partido se refugiaron bajo la siempre conveniente bandera del pacifismo frente a la “guerra imperialista” (¿nos suena esto de algo?).
El Partido Comunista Francés iba a tener una parte destacada en el festival de vilezas que se inauguraba. Al tiempo que saludaba las agresiones a la Polonia “reaccionaria” y la Finlandia “fascista” (noviembre de 1939), el PCF saboteó el propio esfuerzo de guerra francés por todos los medios a su alcance. El secretario general, Maurice Thorez, desertó y atravesó de parte a parte Alemania sin mayores contratiempos para llegar a Moscú, donde pasó el resto de la contienda. André Marty y Marcel Cachin fueron privados de la nacionalidad francesa por su actitud derrotista; una actitud impuesta a las bases y que se tradujo en deserciones e incluso actos de sabotaje contra la industria bélica. Este es el escenario que Sartre redecorará a su gusto en Les chemins de la liberté.
En junio de 1940, el clandestino L’Humanité recibe con parabienes y protestas de pacifismo y fraternidad universal a las tropas alemanas de ocupación. Unas semanas más tarde, celebra la confraternización en estos términos:
Es particularmente reconfortante, en estos tiempos de desgracias, ver a tantos trabajadores parisinos charlando amigablemente con soldados alemanes, ya sea en la calle, ya en el bistrot de la esquina. Bravo, camaradas, seguid así, incluso si le disgusta a ciertos burgueses tan estúpidos como miserables.
Mientras tanto, Maurice Tréand, dirigente recién llegado de Bruselas, había iniciado contactos con los alemanes para reanudar la publicación legal del periódico comunista, lo que puede contribuir a explicar los caudales de baba vertidos pero no reduce la ignominia ni en un mililitro. Tréand fue detenido por la policía francesa el 20 de junio con documentos de la Propagandastaffel, y liberado cinco días después merced a la intervención de las autoridades ocupantes. Ese mismo día 25, junto con Jean Catelas y Robert Froissin, otros destacados comunistas, vuelve a la carga solicitando una entrevista con Otto Abtez para tratar la legalización de L’Humanité, que nunca llegará -evitando al PCF engorros futuros.
Pues en el porvenir quedaban aún la Operación Barbarroja, el fin del idilio, la forja del mito de la Resistencia y la feroz represión de la postguerra que, según algunas estimaciones, arrojaría cifras comparables a las de los bandos contendientes en la Guerra Civil española. Pero entonces, en el verano de 1940, los partidos comunistas, y el PCF en particular, se arrimaban aún a la sombra del Pacto de No Agresión, olvidado el fervor antifascista de apenas un año antes, olvidada la Batalla de Madrid y el bombardeo de Guernica, olvidada Polonia, olvidada Finlandia, olvidados los Estados bálticos, olvidados los judíos... “Cuando se va a cenar con el diablo, hay que llevar una cuchara muy larga”, dice el refrán inglés. En la cena de nacionalsocialistas y comunistas es dudoso quién fue el diablo y quién el invitado, pero está claro que no se usaron cubiertos.