Victor I
Freak
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Resumen: Nah, una gracieta innecesaria. Dedo, scroll y a otra cosa.
Ha muerto Antonio Alcántara. Ni el hombre, ni el actor, ni el personaje. Parece que todos gozan de buena salud y seguirán oxidando sus células y sus guiones en los siguientes lustros. La tragedia es interminable y desmedida. La muerte alcanza territorios espirituales, agosta la esencia luminiscente y ejemplar de un mito. Porque es el mito el que ha muerto, el León del Sagrillas, el Garañón monógamo de San Genaro, ejemplo de masculinidad y valores. Un español de oro, un padre sin mácula de cuatro cachorros, un marido que diginificaba la profesión y la penitencia de la institución. Ha compartido el sacrosanto tálamo con otra hembra, ha coronado a su Milano con lanceolada cornamenta. Este Antonio, este Antoñito y Antoñete, no es el espejo de virtud cuya imagen hemos querido ver reflejada en nuestro cristal de azogue. Antonio ha dado un tropezón y con él cae el imperio desnortado de todos sus prosélitos.
¿Que brújula guiará ahora estas naves? ¡Oh Capitán, mi Capitán! En ti pusimos nuestra fe, tu fuiste el báculo que dio soporte a nuestras dudas, tu rendiste con tu intachable fidelidad el azote de la carne y la lujuria. ¿Por que nos devuelves ahora "esta maraña de espinas"? No podremos alegar jamás, a partir de esta furia lasciva a la que has sucumbido, maldito y procaz sátiro, el artículo primero de nuestro evangelio alcantariano. "Antonio nunca lo haría" Pero ya no es así, Antonio ha pecado y este pecado es la muerte y la desintegración del mayor héroe televisivo desde Sony Croquet. Eres de carne y hueso y por lo tanto uno más, imperfecto, desoladoramente humano, dentro de este rebaño que roncea sin pastor. Somos una recua maldita, sin cencerro que abra el camino entre las tinieblas de nuestras pasiones incorrectas. El abismo nos espera...¡y tú no te interpones!
Ha muerto Antonio Alcántara. Lo repito para creérmelo, para que la idea se haga sólida, maldita y eche raíces, y no quiero ni recordar lo que mis ojos vieron para no arrancármelos como hizo Edipo. Igual que Cesar ante Brutus, me planto frente a ti, con las manos y el pecho abierto, trémulo y condenado y te pregunto "¿Tu también, Antonio, hijo mío?"
Ha muerto Antonio Alcántara. Ni el hombre, ni el actor, ni el personaje. Parece que todos gozan de buena salud y seguirán oxidando sus células y sus guiones en los siguientes lustros. La tragedia es interminable y desmedida. La muerte alcanza territorios espirituales, agosta la esencia luminiscente y ejemplar de un mito. Porque es el mito el que ha muerto, el León del Sagrillas, el Garañón monógamo de San Genaro, ejemplo de masculinidad y valores. Un español de oro, un padre sin mácula de cuatro cachorros, un marido que diginificaba la profesión y la penitencia de la institución. Ha compartido el sacrosanto tálamo con otra hembra, ha coronado a su Milano con lanceolada cornamenta. Este Antonio, este Antoñito y Antoñete, no es el espejo de virtud cuya imagen hemos querido ver reflejada en nuestro cristal de azogue. Antonio ha dado un tropezón y con él cae el imperio desnortado de todos sus prosélitos.
¿Que brújula guiará ahora estas naves? ¡Oh Capitán, mi Capitán! En ti pusimos nuestra fe, tu fuiste el báculo que dio soporte a nuestras dudas, tu rendiste con tu intachable fidelidad el azote de la carne y la lujuria. ¿Por que nos devuelves ahora "esta maraña de espinas"? No podremos alegar jamás, a partir de esta furia lasciva a la que has sucumbido, maldito y procaz sátiro, el artículo primero de nuestro evangelio alcantariano. "Antonio nunca lo haría" Pero ya no es así, Antonio ha pecado y este pecado es la muerte y la desintegración del mayor héroe televisivo desde Sony Croquet. Eres de carne y hueso y por lo tanto uno más, imperfecto, desoladoramente humano, dentro de este rebaño que roncea sin pastor. Somos una recua maldita, sin cencerro que abra el camino entre las tinieblas de nuestras pasiones incorrectas. El abismo nos espera...¡y tú no te interpones!
Ha muerto Antonio Alcántara. Lo repito para creérmelo, para que la idea se haga sólida, maldita y eche raíces, y no quiero ni recordar lo que mis ojos vieron para no arrancármelos como hizo Edipo. Igual que Cesar ante Brutus, me planto frente a ti, con las manos y el pecho abierto, trémulo y condenado y te pregunto "¿Tu también, Antonio, hijo mío?"