La mujer fatal.

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16 Feb 2019
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Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.

Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.

Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.

Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.

No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.

– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.

Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.

Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.

Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.

Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.

Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.

La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.

No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:

– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.

Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.

En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.

Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.
 
Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.

Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.

Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.

Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.

No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.

– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.

Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.

Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.

Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.

Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.

Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.

La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.

No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:

– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.

Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.

En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.

Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.
Menudo tocho infumable.
No he conseguido leer más de tres renglones. No engancha, aburre, te edulcoras demasiado.
Sigue practicando
 
Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.

Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.

Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.

Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.

No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.

– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.

Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.

Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.

Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.

Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.

Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.

La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.

No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:

– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.

Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.

En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.

Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.
 

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Menudo tochazo de mier.. demasiado visto o más bien un corte y pega
 
del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.


Espero que mientras escribías esa repútisima mierda llevaras un dildo metido en el culo, porque solo así podría imaginarme que alguien, por muy maricón que sea, sea capaz de escribir algo tan horrendamente recargado, cursi, pomposo y pedante
 
Última edición:
Era retrasado con catorce años, y ahora soy peor si cabe.
Un consejo, este foro no es el mejor sitio para colgar escritos, lo sé por experiencia. La verdad es que al principio pensaba que estabas copiando un pasaje de algún libro. Los humildes consejos que te voy a dar son totalmente constructivos. El texto es demasiado lirico, casi poético. Entiendo que es tu estilo y que quieres hacerlo lo mejor posible, pero menos es más. Despliegas un vocabulario muy amplio, eso es bueno, la gente piensa que escribir bien tiene mucho que ver con redactar correctamente y, en parte, llevan razón. Pero lo más importante es conseguir transmitir. Puedes tener la mejor idea del mundo pero si no sabes plasmarla en un papel de nada sirve. Intenta usar un lenguaje más llano porque si el texto ya de por si es denso, con esa lección de vocabulario que nos das se hace algo difícil de leer.

Pero lo más importante es que transmites bien ese deseo inalcanzable, esa mujer o muchacha a la que otorgas una forma carnal y etérea a la vez. Ese anhelo que desde el principio ya describes como imposible, sin esperanza... en fin que no sé que hago comentando algo tan trabajado (porque se nota que esta muy corregido) cuando deberías ser tú el que me diera clases a mi. El talento es innegable. Y mi envidia sana. Enhorabuena.
 
Pero lo más importante es que transmites bien ese deseo inalcanzable, esa mujer o muchacha a la que otorgas una forma carnal y etérea a la vez. Ese anhelo que desde el principio ya describes como imposible, sin esperanza... en fin que no sé que hago comentando algo tan trabajado (porque se nota que esta muy corregido) cuando deberías ser tú el que me diera clases a mi. El talento es innegable. Y mi envidia sana. Enhorabuena.

Lorenzo, deja de marear y ve directo, pégale un vistazo al pollo, y si te tira, mp, y a tragar a joder, babeando hasta el nacimiento pollal:

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Es ya demasiado el tiempo que llevo aguardando volver a sentirme vivo. Presupongo que es algo imposible de concebir para la mayoría. No es síndrome de Cotard, no es que tenga el convencimiento de que he muerto ni de que me corrompo y espumo en mohos, bejines o líquenes; es, más bien, un cansancio, un aprisionamiento, un no percibir el mundo como creo recordar que solía hacerlo -como sospecho que debería seguir haciéndolo- que jamás conoce remedio.
Cuando alguien, que he debido atraer con no sé qué de mis formas -pues raro es el día en que no quiera incluirme el que sea en sus planes, sin que me vea yo, por lo común, con fuerzas para corresponder a tales muestras de amistad - se inquieta al descubrir que aquellos altozanos de acidez casi vitriólica y resabiado escepticismo son en verdad antiguos santuarios que, por hastío, he ido dejando a la merced del viento y de la tierra, de la erosión y del olvido, y da inicio a su previsible interrogatorio, sólo logro contestar, si procuro ser escrupulosamente honesto: ¡Dejé de ver, dejé de oír, dejé de comprender!
Y es que yo era, por ejemplo, dibujante. Y, si bien es cierto que sólo intenté ejecutar un par de obras con seriedad -con ambición- pronto acabé asqueado, y de ahí en adelante destiné mi escaso esfuerzo a realizar retratos de hombres feos y gordos sólo por soliviantar a los muchos que conocía que, sin tener ni intuición ni conocimientos, presumían de sus obrillas de principiante cual si fueran las -merecedoras de sobrecogimiento y reverencia- magnas obras de un genio.
¿Por qué prefería trazar mis líneas en el peor papel con el más barato de los bolígrafos -aún mejor si lo había hallado en el suelo de la calle- y bosquejar rostros horrendos o dinosaurios deprimidos, coartados por la ansiedad social, en lugar de bellas damas flotando en las tinieblas de una negrura total, como en mis inicios? Porque había dejado de ver. Porque las sombras estaban deslavadas para mí. Porque las formas eran toscas sin remedio. Porque cuando alguien se conmovía con lo que yo hubiera realizado y alababa mi sensibilidad incomparable sólo lograba sentirme como un gran farsante y un patán.
El momento culminante de mi carrera artística fue aquel en que una mujer procedente de Las Indias Occidentales (esto es un mero guiño a los que dicen que hablo en castellano antiguo [acusación que, junto a la de que era nazi y rompía escaparates de judíos -desconocía que la diáspora los hubiera traído a mi pueblo- y otras no menos disparatadas, me han dirigido muchas veces los sicofantes de esta tierra] y con el que quiero decir que no recuerdo el país concreto) quiso quedar conmigo e invitarme a lo que fuera que gustase mi gaznate, de tanto como le apasionaba mi obra (esto me había acontecido ya en múltiples ocasiones cuando hacía música, que era horrenda, nefanda, inexcusable, pero que deleitaba, váyase a saber por qué, a las féminas, hasta el punto en que viajaban desde otras comunidades por tener ocasión de conocer en persona al <<genio>> que había realizado, por ejemplo, un disco pésimo que luego se me reprochó no haber sido capaz de igualar jamás, aun a pesar de mis muchísimos intentos) y le intrigaba mi carácter.
¿Qué tuvo de especial, empero, esta cita? Pues, muy sencillo, que acabé siendo agredido por aquella mujer en mitad de una plaza muy pública de una ciudad muy poblada por ser, en sus palabras: judío -era ella indígena-, por estar entre los nequiciosos manipuladores que impedían al Agartha mostrarse, por negar entre risas que la evidencia demostrara que la tierra fuese plana, por manifestar que me preocupaba que una doctora como ella creyese en tales cosas, y por ser un farsante que, debido a su simplicidad, en modo alguno podía haber ejecutado cualesquiera de aquellas obras que ella admiraba. Esto último le dije que lo tenía por muy halagüeño, cosa que redobló la intensidad de su violencia.
Yo procuraba volver como podía a la estación de tren -puesto hasta este mismo año no he obtenido, por no habérmelo propuesto antes, el permiso de circulación de turismos-, y ella me acompañaba pegándome bolsazos y empellones mientras me gritaba que no la siguiera, pese a que yo, perplejo, aunque no poco divertido, la iba dejando atrás a cada momento con mis largas zancadas, motivo por el cual los espectadores no la creían cuando entre alaridos pedía que alguien impidiera que siguiese yo persiguiéndola.
Mas, vuelta a lo de antes, ¿por qué dejé de hacer música? ¿por qué dejé de escribir libros? ¿por qué dejé de vérmelas con mujeres? Porque nada me conmovía ya, ni siquiera el colmo del absurdo del que fue, como digo, mi momento culminante. Porque, en definitiva, ya no sentía el tirón del destino, ni lograba creer en él, ni hallaba finalidad en acción alguna.
A veces creo que yo sufrí la bendición de la locura – a la manera en cómo Dostoyevski decía sentirse agradecido de su epilepsia-, y esa demencia mía consistía en imaginar demasiado, en ser víctima de una ingenuidad sin límites, en sentir el destino, en ver la música y las letras como colores, en tener los recuerdos almacenados en escenarios repletos de actores, en una hiperestesia para la alegría; ¿por qué digo que lo sufrí, entonces? Pues, primeramente, porque lo mismo que podía resultar euforizante también se hacía muchas veces terrorífico. Por ejemplo, yo me miraba la mano izquierda en la ducha y la veía mucho más reducida que la derecha, o pasaba las noches en vela escuchando a alguien repetir mi nombre, o me desmayaba sin venir a cuento en mitad de la calle; y segundamente, porque la mayor parte de aquello ha desaparecido, y por eso digo que será inconcebible mi estado actual para la mayoría.
Por ejemplo, no han dejado de ocurrirme los extraños eventos en los que yo antes veía el destino, aquello a lo que Carl Jung -que ejemplifica contando que mientras trataba a un paciente que soñaba reiteradamente con un escarabajo dorado, escuchó tantos golpes en la ventana de su consulta que acabó por abrirla a ver qué es lo que acontecía, y entonces un escarabajo dorado, que era el que arremetía contra el cristal desde afuera, entró en la estancia y se posó sobre el paciente- definió como sincronicidades.
Uno de los más recientes es el siguiente:
A veces leo varios libros simultáneamente, si puede ser, en idiomas distintos. En español ando leyendo, muy lentamente, porque dedico la mayor parte de mi día a otras cosas, El tiempo amarillo, la autobiografía de Fernando Fernán-Gómez; en inglés, The Aesthetic Brain de Anjan Chatterjee, un libro sobre neuroestética, que, por no comprender la literatura ni la música, sino lo puramente visual, me anda dejando un tanto insatisfecho.
Bien, abrí el segundo para tener algo con lo que ocuparme mientras deponía -leo en un Kindle- y, al llegar a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman, sentí vivos deseos de cambiar de lectura, por lo que me pasé al primero, que era el que tenía más avanzado, en pocas palabras llegué a un párrafo en que se hablaba de la fascinación del autor por Ingrid Bergman. Confuso, pensé que había cometido alguna clase de error, y ya no sabía a quién leía ni cómo limpiarme el culo siquiera.
Se dirá que esto es una gran tontería, y que demuestra absolutamente nada ni puede interesar a persona alguna. Concédaseme, dada la hora que es, que termine de explayarme sobre el tema en una parte siguiente, y ya se juzgará entonces lo usual o lo inusual de lo que me acontece de continuo. Por mi parte, ya he confesado que nada de esto me conmueve, por lo que no creo que con lo que cuento se evidencie más que la enormidad de mi extravagancia, pero sé que quien me crea, y muchos a los que he contado estas historias lo hacen -aunque no otros tantos- se asombrará de mis peripecias, y no entenderá mi indiferencia ni mi escepticismo cuando narre los hechos de mi pasado.
 
Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.

Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.

Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.

Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.

No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.

– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.

Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.

Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.

Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.

Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.

Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.

La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.

No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:

– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.

Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.

En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.

Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.
Qué eres, argentino? Ciertas pedanterías sólo se le perdonan a Cortazar y un ratito. Y a las mujeres les dejan de impresionar a los 14.
 
Un consejo, este foro no es el mejor sitio para colgar escritos, lo sé por experiencia. La verdad es que al principio pensaba que estabas copiando un pasaje de algún libro. Los humildes consejos que te voy a dar son totalmente constructivos. El texto es demasiado lirico, casi poético. Entiendo que es tu estilo y que quieres hacerlo lo mejor posible, pero menos es más. Despliegas un vocabulario muy amplio, eso es bueno, la gente piensa que escribir bien tiene mucho que ver con redactar correctamente y, en parte, llevan razón. Pero lo más importante es conseguir transmitir. Puedes tener la mejor idea del mundo pero si no sabes plasmarla en un papel de nada sirve. Intenta usar un lenguaje más llano porque si el texto ya de por si es denso, con esa lección de vocabulario que nos das se hace algo difícil de leer.

Pero lo más importante es que transmites bien ese deseo inalcanzable, esa mujer o muchacha a la que otorgas una forma carnal y etérea a la vez. Ese anhelo que desde el principio ya describes como imposible, sin esperanza... en fin que no sé que hago comentando algo tan trabajado (porque se nota que esta muy corregido) cuando deberías ser tú el que me diera clases a mi. El talento es innegable. Y mi envidia sana. Enhorabuena.

Llevas mucha razón en lo que dices. Creo que es bastante más complicado el decir lo preciso que el ser barroco. A menudo tengo la impresión de no ser suficientemente inteligente como para practicar la concisión. He intentado también cultivar este otro estilo, pero tiendo a no quedar satisfecho con los resultados.
 
Han llamado de 1870, que les devuelvas el tocho y la pedantería.
 
Ban, candado y a otra cosa.
 
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