edefakiel
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Como leí en sus memorias que Fernando Fernán-Gómez había aguardado siempre a la mujer fatal que lo destruyera, me dio por recordar a aquella del color de las altas nubes en el más puro azul del invierno que bien pudo haber apresado mi corazón con sus marmóreos dedos -cuyas lúnulas habría besado aún en el paroxismo de aquella cruel tortura y locura mía- para llevarlo a la grana boca de crueles labios que, en cambio, con divertida tensión parecían besar las gélidas frases -lanzas de gélido metal o de hielo- que horadaban mi abrigo y me aterían hasta el púrpura al revelar el más hondo abominar de esa sangre mía que de mis heridas por ella y para ella manaba.
Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.
Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.
Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.
No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.
– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.
Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.
Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.
Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.
Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.
Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.
La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.
No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:
– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.
Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.
En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.
Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.
Blanca era su apropiado e irónico nombre, de blancura estaban, en efecto, constituidos su carne y sus dientes, engañosos centinelas de su voz, puesto en su interior se descubría, cuando restallaba la lengua contra el domo del paladar y contra ellos, una apatía, una indiferencia, un desprecio, una negrura, en suma, como jamás la hubiera encontrado en otra.
Tenía el imbécil sueño entonces de salvarla de sus demonios.
Era dos años mayor que yo, y parecía tener que patentizar este hecho con cada intervención, con cada gesto, con cada postura de ese cuerpo fuerte y flexible suyo, que en las clases de gimnasia con los ojos recorría yo una y otra vez, devoraba, casi extasiado, cuando por la extenuación de la carrera -pues su ímpetu en ella era tan indomeñable como su carácter-, empapaba el salado llanto de sus dolientes formas las telas que habían de protegerlo, de disimularlo, y sus contornos, sus sublimes trazos, quedaban expuestos cual vulnerable estigma al albur de las abejas de mi pasión, también indómita, particularmente en contraposición a la haraganería con que me tomaba el asunto del ejercicio.
No olvido el día, aunque sí las expresiones exactas, en que con iracundia intentó insultarme, quizá como respuesta a lo que sería alguna impertinencia mía, mas dado que no era yo corto de ingenio, con destreza retorcí sus palabras hasta volverlas contra ella misma. Así la sometí en un soplo y solté una carcajada, en parte sorprendido con mi ocurrencia, sobre todo satisfecho por la admiración que durante una fracción de segundo había creído leer en su gesto. A mi alrededor, me reían los espectadores el donaire. No cabía de contento en mí al ver que incluso, por vez primera y última, veía un rubor no fruto de la extenuación física pintar su bello lienzo.
– Sólo los gilipollas se ríen de sus propias bromas.
Salvo yo, creo que nadie más pudo escucharla, pues los demás me miraban a mí y ella habló casi en un susurro.
Una única vez siento que estuve próximo a conmoverla, una sola ocasión creo que tuve de ganarme su amistad. Solía -cuando faltaba, y no eran pocas las veces, su también lozana, si bien no en el mismo grado, y diría que única, amiga, que pertenecía a otra clase, pero con quien sí me había congraciado, siempre con vistas a aproximarme a ella- permanecer Blanca durante los recreos en el aula. Para mi sorpresa, pese a que todos decían admirar su belleza, dado lo corrosivo de su carácter, nadie salvo un hombre ya en ruinas, es decir, yo, tenía el denuedo de enfrentar sus denuestos e intentar intimar con ella. Ni aun ahora, he vuelto a ver todavía que se temiera tanto a una dama como a ella se la temía; tal era la inseguridad que suscitaba en mis compañeros, que los recuerdo examinándose los pies cuando ella articulaba una de sus breves intervenciones con esa prosodia atonal, exenta de casi cualquier emoción, salvo de, en ocasiones, la irritación más exasperada.
Tengo la impresión, aunque a la vez considero que he de engañarme, que ni aún cuando en los ejercicios de la mañana desfogaba su ferocidad salvaje y se presentaba como una Bía, como una Dafne, y como una Afrodita: salvaje, intocable y, de una manera sólo insinuada, jamás hecha explícita, desaforadamente procaz, se atrevía alguien a observarla, de puro horror que causaba tanta hermosura reunida en una sola carne.
Parecía, con la actitud indolente que adoptaba la mayor parte del tiempo, levitar sobre el resto, ser intocable, saberlo y conocerlo todo; y, al mismo tiempo, dar a entender que nada de lo que había precisamente en aquel todo que los bisoños, los ingenuos, los torpes nos desvivíamos por desentrañar, merecía la pena en el fondo o rozar podía siquiera su alma. Pero yo distinguía la pasión que no había logrado apaciguar por entero, descubría sutilísimas expresiones de debilidad, de esperanza incluso, tras la inmóvil máscara con la que nos extraviaba; o, cuanto menos, vivía desesperado por hacerlo.
Así pues, digo, me vi una única vez próximo a resolver el misterio que la envolvía. Había apreciado desde muy temprano la ausencia de su amiga y, previendo que nuevamente aguardaría sola el consumirse del tiempo de asueto que dividía en dos nuestra mañana, dediqué las primeras horas del día a redactar en una cuartilla de papel un poema que he olvidado, pero que, a través de la descripción de su más sublime rasgo, aún no mencionado, elucubraba sobre las bestias y prodigios de su dédalo.
La llamaba yo en él dríade y le mentaba los bosques, la llamaba nereida y le traía el pulso del mar que por Ignacio Sánchez Mejías había muerto y por ella ya nuevamente murmuraba y rompía; le hablaba de derramar lágrimas que no había visto que tuviera, le explicaba sueños y esperanzas que jamás me había confesado; la inventaba a mi forma y la cincelaba, pero con una delicadeza, con un afecto, como una admiración como nunca había sentido. Y si buscaba herirla, como se hiere a la piedra con el martillo, lo hacía sólo por volverla más perfecta.
No sé con qué desparpajo me atreví a aguardar a que todos se marcharan, con qué valentía me aproximé a ella y le entregué el ave de papiroflexia en que había convertido, quizá ocultado, mi obra:
– En su interior, hay algo escrito para ti. Pero sólo podrás leerlo a cambio de destruir lo que hay ahora.
Irreflexivamente, deshizo a la pequeña ánade. Leyó las letras. Calló. Volteó el papel. Nada encontró a la vuelta. De nuevo comenzó. De nuevo terminó. Guardó silencio. Elevó entonces la vista y sus ojos verdes, brillantes, herpéticos, frondosos, vivos, primaverales, euforizantes, jaspeados, fríos, se clavaron en los marrones míos durante un largo rato, y sus finos labios rosados abandonaron su crueldad e invitaron al beso que, por mi imperdonable cobardía, jamás se produjo.
En aquel momento me percaté de que yo sólo había besado a niñas, jamás a una mujer.
Volví a encontrármela en una estación mucho tiempo más tarde. Por aquel entonces, yo me tenía, pobre sandio, por experto en los placeres y los sufrimientos, por conocedor del vino de la muerte y el agua de la vida. No obstante, ni siquiera tuve en esa otra ocasión el atrevimiento requerido para dirigirle la palabra. Por tres veces me giré, conforme avanzaba hacia mi destino. Por tres veces la hallé siguiéndome con la mirada.