Libros Ladrillos de nuestra vida (Fragmentos memorables y relatos breves)

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Otro trocito de Mann en boca de Settembrini:

"¡Ah, sí, la ironía! ¡Guárdese usted de la ironía que aquí prolifera, ingeniero! ¡Guárdese en general de esa actitud! Cuando no es una forma directa y clásica de la retórica, perfectamente inteligible para una mente sana, la ironía se convierte en una frivolidad, en un obstáculo para la civilización, en un sucio coqueteo con la desidia, es un vicio. Como la atmósfera en que vivimos parece ser muy favorable para el desarrollo de esa plante cenagosa, espero, o mejor dicho: me temo que usted me comprende."

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Cómo hay que vencer.-No se debe querer vencer cuando unicamente se tiene la perspectiva de sobrepasar de un cabello al adversario.La buena victoria debe poner en buen animo al vencido,debe tener algo de divino que evite la humillacion.

FRIEDRICH NIETZSCHE



A LOS LIBERTINOS
Voluptuosos de todas las edades y sexos, sólo a vosotros dedico esta obra; nutrios con sus principios, porque favorecen vuestras pasiones, y ellas —de las que os espantan los moralistas fríos y vacíos— no son sino los medios de que se sirve la naturaleza para conducir a los hombres hacia los fines que les ha asignado. Atended esas deliciosas pasiones; sólo ellas pueden conduciros a la felicidad.

Mujeres lúbricas: que la voluptuosa Saint-Ange sea vuestro modelo; despreciad, a su ejemplo, todo lo que contraríe las divinas leyes del placer que la encadenaron.

Jóvenes doncellas, durante tanto tiempo atadas por los lazos absurdos y peligrosos de una virtud imaginaria y de una religión repugnante: imitad a la ardiente Eugenia; destruid, pisotead con su misma ligereza todos los ridículos preceptos inculcados por vuestros imbéciles padres.

Y vosotros, gentiles seductores, vosotros que desde la juventud no tenéis más frenos que el del deseo, ni más leyes que las de vuestros caprichos, que el cínico Dolmancé os sirva de ejemplo; id tan lejos como él, si a su semejanza queréis recorrer los caminos de flores que os prepara la lubricidad; convenceos con su enseñanza, ya que sólo extendiendo las esteras de sus gustos y de sus fantasías, o sea sacrificando todo a la voluptuosidad, el desdichado individuo conocido con el nombre de hombre y arrojado a su pesar sobre este triste universo podrá sembrar algunas rosas sobre las espinas de la vida.

MARQUES DE SADE
 
No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando optimismo. Pero no son ellos los que me han dado la fugaz visón de esos dones prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente un sólo eslabón a tan espantosa cadena.

La llamada de Cthulhu
H.P Lovecraft
https://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/lovecraf/llamada.htm
 
SÓCRATES - Pues bien, ¿serán buenas nuestras condiciones de vida, con un cuerpo vil y corrompido?
CRITÓN - De ninguna manera.
SÓCRATES - ¿Y lo serán, si tenemos corrompido aquello que es dañado por la injusticia y favorecido por la justicia? ¿O tal vez estimemos que aquello, sea lo que fuere entre las cosas que nos pertenecen, y a lo cual afecta la injusticia y la justicia, tiene menos importancia que el cuerpo?
CRITÓN - De ningún modo.
SÓCRATES - ¿Tiene más entonces?
CRITÓN - Mucha más.
SÓCRATES - Por tanto, amigo mío, en modo alguno debemos cuidarnos tanto de qué dirá acerca de nosotros la gente; nuestra sola preocupación ha de ser qué dirá acerca de lo justo y de lo injusto el entendido, él sólo, junto con la verdad misma. Así, pues, en primer lugar, no aconsejas bien, al pretender que debemos cuidarnos de la opinión del vulgo en relación con lo justo, lo honesto, lo bueno, y sus contrarios. Mas sin duda alguna podrá alguien decir: "Pero el vulgo es capaz de darnos muerte".
CRITÓN - Claro que sí. Podrá decirlo Sócrates. Dices verdad.
SÓCRATES - Pero, chocante amigo, el razonamiento que hemos desarrollado sigue igual que antes, al menos a mi parecer. Y ahora considera si esta otra aserción continúa eb pie para nosotros o no: "no es el vivir lo que ha de ser estimado en el más alto grado, sino el vivir bien".
CRITÓN - Sí, continúa en pie.
SÓCRATES - ¿Y puedes decir lo mismo de esta otra cosa: "el vivir bien, el vivir honestamente y el vivir justamente son una misma cosa"?
CRITÓN - Así es.
SÓCRATES - Pues bien, de acuerdo con lo convenido, he aquí lo que debemos reflexionar: si es justo que yo trate de salir de aquí sin la anuencia de los atenienses, o no lo es. En el caso de que lo veamos claramente como justo, intentemos mi evasión; en caso contrario, no. En cuanto a las consideraciones que tú me haces acerca del gasto de dinero, de la opinión y de la crianza de los hijos, ten cuidado, amigo Critón, no sean como las determinaciones de los que fácilmente condenan a muerte, y resucitarían con la misma facilidad a sus víctimas, si pudieran, sin ningún fundamento; es decir, esa masa. Nosotros, ya que la razón así lo manda, no examinaremos otra cuestión que la que ahora mismo mencionábamos, es decir, si obraremos justamente pagando dinero y prodigando favores a los que me han de sacar de aquí; siendo nosotros fugitivos, amén de cómplices de la huida, o cometeremos verdaderamente injusticia, al hacer todo eso; si resulta evidente que tal conducta sería injusta, no deberemos pararnos a considerar ni si será forzoso que muramos, por permanecer aquí cruzados de brazos, ni si habremos de sufrir lo que quiera que sea, con tal de no obrar con injusticia.
CRITÓN - Me parece que son acertadas tus palabras, Sócrates. Y ahora considera qué debemos hacer.
SÓCRATES - Reflexionemos juntos, amigo mío, y si puedes de algún modo refutar mis aseveraciones, hazlo y te obedeceré. En caso contrario, deja ya, buen Critón, de repetirme una y otra vez el mismo tema, es decir, que debo salir de aquí, en contra de los deseos de los atenienses. Desde luego, estoy inclinado a no tomar una decisión sin persuadirte antes; no quiero obrar en contra de tu voluntad. Así pues, mira ahora si te parece que ha quedado bien sentado el principio de nuestra reflexión, y procura responder a mis preguntas del modo que mejor te parezca.
CRITÓN - Trataré, pues, de hacerlo.


Platón; Critón.
 
63

La administración pagaba mucho dinero a Colin, pero era demasiado tarde. Ahora, su deber era subir a casa de la gente todos los días. Le enviaban una lista y él anunciaba las desgracias un día antes de que sucedieran.

Todos lo días se desplazaba a los barrios populares o bien a los barrios elegantes. Subía montones de peldaños. Era muy mal recibido. Le arrojaban a la cabeza objetos pesados y que hacían daño, palabras duras y puntiagudas, y lo ponían en la puerta. Por eso cobraba dinero y daba satisfacción. Pensaba conservar el trabajo. Lo único que sabía hacer era eso, que le pusieran en la calle.

La fatiga lo atenazaba, le soldaba las rodillas, le hundía la cara. Sus ojos no veían más que la fealdad de la gente. Sin cesar, anunciaba las desdichas que iban a ocurrir. Sin cesar le echaban fuera, con golpes, gritos, lágrimas, insultos.

Subió los dos escalones, continuó por el pasillo y llamó, retrocediendo inmediatamente un paso. En cuanto la gente veia su gorra negra, sabían de que se trataba y le maltrataban, pero Colin no tenía por que decir nada; le pagaban por ese trabajo. La puerta se abrió. Él dio la noticia y se marchó. Un pesado taco de madera le alcanzó la espalda.

Buscó en la lista el nombre siguiente y vio que era el suyo.
Arrojo entonces la gorra y marchó por la calle y su corazón era de plomo, porque sabía que, al día siguiente, Chloé moriría.
 
-Apellido. Nombre. Fecha de nacimiento. Lugar. Domicilio...
-Todo eso está en las actas. Le basta con leerlas.
-Se lo estoy preguntando a usted.
Otra vez ese sadismo. Estoy a punto de levantarme de un salto, pero Rudolf Amesmeier me retiene en el banco del acusado.
-Pues bien. Soy el señor Fulano. Nacido el tantos de tantos. En el pueblucho tal. Con domicilio en la calle tal...
-¿Estado civil?
-¿Y eso qué es?
-¿Está casado? ¿Soltero? ¿Divorciado?
-Divorciado.
-¿Cuándo contrajo matrimonio?
-No me acuerdo.
-¡Debería darle vergüenza!
-¿Qué tiene que ver todo esto con mi Cadillac?
-¡Aquí el que pregunta soy yo! ¿Tiene antecedentes?
Me giro hacia Amesmeier.
-¿Tengo antecedentes?
-Sí.
-Sí.
-¿Por qué motivo?
Me giro hacia Amesmeier.
-¿Por qué motivo?
-Por ofensa a un funcionario de policía y resistencia a la autoridad -dice Amesmeier.
-Por ofensa a un funcionario de policía y resistencia a la autoridad.
-¡Ajá!
-¿Qué quiere decir ajá?
-¡Si vuelve a hablar sin que le pregunte, le impongo la multa máxima!
-Oiga, ¿yo qué delito he cometido? Al camionero no le pasó nada. Los daños del camión los paga mi compañía de seguros. Mi Cadillac está hecho chatarra. ¡El único que ha salido perdiendo he sido yo!
-¡Usted es un elemento antisocial! ¡Se cree que porque hace películas y gana dinero a espuertas puede comportarse con brutalidad y arrogancia cuando concude!
-¡Si usted supiera por qué hago películas, y si supiera por qué tenía tanta prisa el día del accidente!...
-¡Si sigue poniéndose descarado, lo encierro!
Me giro hacia Amesmeier.
-¿Puede encerrarme?
-Basta de tonterías -dice Amesmeier -. Haz el favor de quedarte sentado y déjale hablar de una vez.
-¿Sabe qué le digo? Póngame la multa máxima y déjeme salir de aquí- digo, asqueado.
Amesmeier se pone colorado de la ira. Le digo que no soporto más al bocazas del juez y que, si no me pone de una vez la multa máxima y me deja salir a la calle, acabaré entre rejas.
-Señor defensor, ya ha oído usted lo que acaba de decir su cliente.
-¿El qué?
-Ha pedido él mismo la multa máxima. ¿Es eso cierto o no?
-Sí, es cierto, pero...
-Ya he acabado -le interrumpe ese supuesto juez, y recoge sus trastos.
Me pone la multa máxima. ¡100.000 marcos para las arcas del juzgado! Y eso, a cambio de quedarme sin Cadillac. ¡Si no pago la multa, me meten 300 días de cárcel!.

Klaus Kinski; Yo necesito amor.

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fragmento de conocimiento obligatorio para todo forero que se precie de serlo.......



“Gritó en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, gritó dos veces, un grito que no era más que un suspiro: ´¡Ah, el horror! ¡El horror!´”



Joseph Conrad: El corazón de las tinieblas
 
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Dificultades. Parece que Dios no existe.

1. Si de dos contrarios suponemos que uno sea infinito, éste anula totalmente su opuesto. Ahora bien, el nombre o término "Dios" significa precisamente, un bien infinito. Si, pues, hubiese Dios, no habría mal alguno. Pero hallamos que en el mundo hay mal. Luego Dios no existe.
2. Lo que pueden realizar pocos principios, no lo hacen muchos. Pues en el supuesto de que Dios no exista, pueden otros principios realizar cuanto vemos en el mundo, pues las cosas naturales se reducen a su principio, que es la naturaleza, y las libres, al suyo, que es el entendimiento y la voluntad humana. Por consiguiente, no hay necesidad de recurrir a que haya Dios.

Por otra parte, en el libro del éxodo dice Dios de sí mismo: "yo soy el que soy".

Respuesta. La existencia de Dios se puede demostrar por cinco vías.

La primera y más clara se funda en el movimiento. Es innegable, y consta por el testimonio de los sentidos, que en el mundo hay cosas que se mueven. Pues bien, todo lo que se mueve es movido por otro, ya que nada se mueve mas que en cuanto esta en potencia respecto a aquello para lo que se mueve. En cambio, mover requiere estar en acto, ya que mover no es otra cosa que hacer pasar algo de la potencia al acto, y esto no puede hacerlo más que lo que está en acto, a la manera como lo caliente en acto, v. gr., el fuego hace que un leño, que está caliente en potencia, pase a estar caliente en acto. Ahora bien, no es posible que una misma cosa esté, a la vez, en acto y en potencia respecto a lo mismo, sino respecto a cosas diversas: lo que, v. gr., es caliente en acto, no puede ser caliente en potencia, sino que en potencia es, a la vez frío. Es, pues, imposible que una cosa sea por lo mismo y de la misma manera motor y móvil, como también lo es que se mueva a sí misma. Por consiguiente, todo lo que se mueve es movido por otro. Pero, si lo que mueve a otro es, a su vez, movido, es necesario que lo mueva un tercero, ya éste otro. Mas no se puede seguir indefinidamente, porque así no habría un primer motor y, por consiguiente, no habría motor alguno, pues los motores intermedios no mueven más que en virtud del movimiento que reciben del primero, lo mismo que un bastón nada mueve si no lo impulsa la mano. Por consiguiente, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por nadie, y éste es el que todos entienden por Dios.

La segunda vía se basa en causalidad eficiente. Hallamos que en este mundo de lo sensible hay un orden determinado entre las causas eficientes; pero no hallamos que cosa alguna sea su propia causa, pues en tal caso habría de ser anterior a sí misma, y esto es imposible. Ahora bien, tampoco se puede prolongar indefinidamente la serie de las causas eficientes, porque siempre que hay causas eficientes subordinadas, la primera es causa de la intermedia, sea una o muchas, y ésta causa de la última; y puesto que, suprimida una causa, se suprime su efecto, si no existiese una que sea la primera, tampoco existiría la intermedia ni la última. Si, pues, se prolongase indefinidamente la serie de causas eficientes, no habría causa eficiente primera, y, por tanto, ni efecto último ni causa eficiente intermedia, cosa falsa a todas luces. Por consiguiente, es necesario que exista una causa eficiente primera, a la que todos llaman Dios.

La tercera vía considera el ser posible o contingente y el necesario, y puede formularse así. Hallamos en la naturaleza cosas que pueden existir o no existir, pues vemos seres que se producen y seres que se destruyen, y, por tanto, hay posibilidad de que existan y de que no existan. Ahora bien, es imposible que los seres de tal condición hayan existido siempre, ya que lo que tiene posibilidad de no ser hubo un tiempo en que no fue. Si, pues, todas las cosas tienen la posibilidad de no ser, hubo un tiempo en que ninguna existía. Pero, si esto es verdad, tampoco debiera existir ahora cosa alguna, porque lo que no existe no empieza a existir más que en virtud de lo que ya existe, y, por tanto, si nada existía, fue imposible que empezase a existir cosa alguna, y, en consecuencia, ahora no habría nada, cosa evidentemente falsa. Por consiguiente, no todos los seres son posibles o contingentes, sino que entre ellos forzosamente, ha de haber alguno que sea necesario. Pero el ser necesario o tiene la razón de su necesidad en sí mismo o no la tiene. Si su necesidad depende de otro, como no es posible, según hemos visto al tratar de las causas eficientes, aceptar una serie indefinida de cosas necesarias, es forzoso que exista algo que sea necesario por sí mismo y que no tenga fuera de sí la causa de su necesidad, sino que sea causa de la necesidad de los demás, a lo cual todos llaman Dios.

La cuarta vía considera los grados de perfección que hay en los seres. Vemos en los seres que unos son más o menos buenos, verdaderos y nobles que otros, y lo mismo sucede con las diversas cualidades. Pero el más y el menos se atribuye a las cosas Según su diversa proximidad a lo máximo, y por esto se dice lo más caliente de lo que más se aproxima al máximo calor. Por tanto, ha de existir algo que sea verísimo, nobilísimo y óptimo, y por ello ente o ser supremo; pues, como dice el Filósofo, lo que es verdad máxima es máxima entidad. Ahora bien, lo máximo en cualquier género es causa de todo lo que en aquel género existe, y así el fuego, que tiene el máximo calor, es causa del calor de todo lo caliente, según dice Aristóteles. Existe, por consiguiente, algo que es para todas las cosas causa de su ser, de su bondad y de todas sus perfecciones, y a esto llamamos Dios.

La quinta vía se toma del gobierno del mundo. Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, ya éste llamamos Dios.

Soluciones. 1. Dice San Agustín que, "Siendo Dios el bien supremo, de ningún modo permitiría que hubiese en sus obras mal alguno si no fuese tan omnipotente y bueno que del mal sacase bien". Luego pertenece a la infinita bondad de Dios permitir los males para de ellos obtener los bienes.
2. Como la naturaleza obra para conseguir un fin en virtud de la dirección de algún agente superior, en lo mismo que hace la naturaleza interviene Dios como causa primera. Asimismo, lo que se hace deliberadamente, es preciso reducirlo a una causa superior al entendimiento y voluntad humanos, porque éstos son mudables y contingentes, y lo mudable y contingente tiene su razón de ser en lo que de suyo es inmóvil y necesario, según hemos dicho.

Tomás de Aquino; Suma teológica I, c.II, p.III.
 
Según esta prelación de la horrible fealdad, aparecían a continuación, mezcladas con los fantasmas de los Dieciséis, una serie de cabezas de gorgonas. El antiguo médico de la guardia personal del conde de Artois, el engendro suizo Marat, con los pies desnudos calzados en zuecos o zapatos claveteados, era el primer en perotar, en virtud de sus indiscutibles derechos. Dominando el oficio de bufón de la corte del pueblo, exclamaba, con una fisonomía inexpresiva y esa media sonrisa de banal cortesía que la antigua educación obligaba a poner en todas las caras “¡Pueblo, tienes que cortar doscientas setenta mil cabezas!” A este Calígula de tribuna, lo seguía el cordelero ateo Chaumette. A éste, el procurador general de la horca, Camillle Desmoulins, Cicerón tartamudo, consejero público de homicidios, agotado por sus desenfrenos solitarios, frívolo republicano de retruécanos y ocurrencias, contador de chistes de cementerio, que declaró en las masacres de septiembre “todo se había hecho con orden”. Aceptaba ser espartano, con tal de que se dejara hacer el caldo negro al cocinero Méot.

Fouché, que había acudido de Juilly y de Nantes, estudiaba el desastre bajo la guía de estos doctores: en el círculo de las bestias feroces atentas al pie del púlpito, tenía la apariencia de una hiena vestida. Aspiraba ya los futuros efluvios de la sangre; inhalaba ya el incienso de las procesiones de asnos y verdugos, en espera del día en que, expulsado del club de los Jacobinos, por ladrón, ateo, asesino, fuera elegido ministro. Una vez que Marat había bajado de la tribuna, este Triboulet popular se convertía en el juguete de sus amor: le daban papirotazos, lo pisaban, lo empujaban con gritos recriminatorios, lo cual no fue óbice para que se convirtiera en la cabecilla de la multitud, subiera al reloj del Ayuntamiento, diera la señal de una masacre general y triunfara en el tribunal revolucionario.

Marat, como el Pecado de Milton, fue violado por la Muerte: Chénier escribió su apoteosis, David lo pintó en el baño tinto en sangre, se lo comparó con el divino autor del Evangelio. Le dedicaron esta oración: “¡Corazón de Jesús, corazón de Marat; oh sagrado corazón de Jesús, oh sagrado corazón de Marat!” Este corazón de Marat tuvo por copón una preciosa píxide del Guardamueble. Se podía visitar el busto, la bañera, la lámpara y el escritorio de la divinidad en un cenotafio cubierta de hierba, levantado en la place du Carrousel. Luego cambiaron los vientos: la podre, pasada de la urna de ágata a otro receptáculo, fue vaciada en un vertedero.

Memorias de Ultratumba

Libro noveno, capítulo tercero.

François-Rene de Chateaubriand
 
Chateubriand es la polla. Sus memorias de ultratumba me acompañan desde hace más de un año. Una prosa como la suya es todo cuanto yo anhelo construir en este mundo.

Aié ya Skelos yar!
 
EL PERRO MUERTO

Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.
Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
-Esto empezoña el aire -dijo uno de los presentes.
-Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo -dijo otro.
-Mirad su piel -dijo un tercero-; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
-Y sus orejas -exclamó un cuarto- son asquerosas y están llenas de sangre.
-Habrá sido ahorcado por ladrón -añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:
-¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! -dijo.
Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:
-¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podía encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto...!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, posternándose ante el Hijo de Dios.

Liev Tolstói
 
Entonces me levante de mi sillon favorito y vi que mi mujer me miro con una mueca de disgusto. El vigor de su juventud se habia agotado y sus ojos denotaban el cansancio y la vida de sufrimiento que llevaba. Sin pensarlo dos veces la agarre suavemente por la cintura y le susurre bellas palabras al oido. Ella interpreto ese gesto como una proposicion para hacer el amor. Aquella noche gozamos como conejos en una verduleria; acto seguido le di un beso en la mejilla y le dije lo que la queria. Media hora despues le dio un trombo en la arteria del cuello y murio entre gritos de dolor.

Fin
 
Ramon Llull rebuznó:
EL PERRO MUERTO

Jesús llegó una tarde a las puertas de una ciudad e hizo adelantarse a sus discípulos para preparar la cena. Él, impelido al bien y a la caridad, internose por las calles hasta la plaza del mercado.
Allí vio en un rincón algunas personas agrupadas que contemplaban un objeto en el suelo, y acercose para ver qué cosa podía llamarles la atención.
Era un perro muerto, atado al cuello por la cuerda que había servido para arrastrarle por el lodo. Jamás cosa más vil, más repugnante, más impura se había ofrecido a los ojos de los hombres.
Y todos los que estaban en el grupo miraban hacia el suelo con desagrado.
-Esto empezoña el aire -dijo uno de los presentes.
-Este animal putrefacto estorbará la vía por mucho tiempo -dijo otro.
-Mirad su piel -dijo un tercero-; no hay un solo fragmento que pudiera aprovecharse para cortar unas sandalias.
-Y sus orejas -exclamó un cuarto- son asquerosas y están llenas de sangre.
-Habrá sido ahorcado por ladrón -añadió otro.
Jesús les escuchó, y dirigiendo una mirada de compasión al animal inmundo:
-¡Sus dientes son más blancos y hermosos que las perlas! -dijo.
Entonces el pueblo, admirado, volviose hacia Él, exclamando:
-¿Quién es éste? ¿Será Jesús de Nazaret? ¡Sólo Él podía encontrar de qué condolerse y hasta algo que alabar en un perro muerto...!
Y todos, avergonzados, siguieron su camino, posternándose ante el Hijo de Dios.

Liev Tolstói

uno de mis favoritos, gracias Sr Llull
 
No piensen que mi silencio es prueba de que no lo he visto. Pero prefiero ser intuido a advertido, como sombra fantasmal que se desliza o pegajosa neblina que se cuela en la habitación mientras suenan espectrales aldabonazos en la puerta... Estoy presente, aunque no lo crean.

Procuren limitar su dosis de forochateo a lo estrictamente imprescindible.

= La Torture par l'Espérance = -

Villiers de L'Isle Adam, Nouveaux Contes Cruels, 1888





A Monsieur Edouard Nieter.



"— Oh ! une voix, une voix, pour crier !…"

Edgar Poe, Le Puits et le Pendule.





Sous les caveaux de l’Official de Saragosse, au tomber d’un soir de jadis, le vénérable Pedro Arbuez d’Espila, sixième prieur des dominicains de Ségovie, troisième Grand-Inquisiteur d’Espagne, — suivi d’un fra redemptor (maître-tortionnaire) et précédé de deux familiers du Saint-Office, ceux-ci tenant des lanternes, descendit vers un cachot perdu. La serrure d’une porte massive grinça ; l’on pénétra dans un méphitique in pace, où le jour de souffrance d’en haut laissait entrevoir, entre des anneaux scellés aux murs, un chevalet noirci de sang, un réchaud, une cruche. Sur une litière de fumier, et maintenu par des entraves, le carcan de fer au cou, se trouvait assis, hagard, un homme en haillons, d’un âge désormais indistinct.

Ce prisonnier n’était autre que rabbi Aser Abarbanel, juif aragonais, qui, prévenu d’usure et d’impitoyable dédain des Pauvres, — avait, depuis plus d’une année, été, quotidiennement, soumis à la torture. Toutefois, son « aveuglement étant aussi dur que son cuir », il s’était refusé à l’abjuration.

Fier d’une filiation plusieurs fois millénaire, orgueilleux de ses antiques ancêtres, — car tous les juifs dignes de ce nom sont jaloux de leur sang, — il descendait, talmudiquement, d’Othoniel, et, par conséquent, d’Ipsiboë, femme de ce dernier Juge d’Israël : circonstance qui avait aussi soutenu son courage au plus fort des incessants supplices.

Ce fut donc les yeux en pleurs, en songeant que cette âme si ferme s’excluait du salut, que le vénérable Pedro Arbuez d’Espila, s’étant approché du rabbin frémissant, prononça les paroles suivantes :

— « Mon fils, réjouissez-vous : voici que vos épreuves d’ici-bas vont prendre fin. Si, en présence de tant d’obstination, j’ai dû permettre, en gémissant, d’employer bien des rigueurs, ma tâche de correction fraternelle a ses limites. Vous êtes le figuier rétif qui, trouvé tant de fois sans fruit, encourt d’être séché… mais c’est à Dieu seul de statuer sur votre âme. Peut-être l’infinie Clémence luira-t-elle pour vous au suprême instant ! Nous devons l’espérer ! Il est des exemples… Ainsi soit ! — Reposez donc, ce soir, en paix. Vous ferez partie, demain, de l’auto da fé : c’est-à-dire que vous serez exposé au quemadero, brasier prémonitoire de l’éternelle Flamme ; il ne brûle, vous le savez, qu’à distance, mon fils : et la Mort met, au moins, deux heures (souvent trois) à venir, à cause des langes mouillés et glacés dont nous avons soin de préserver le front et le cœur des holocaustes. Vous serez quarante-trois seulement. Considérez que, placé au dernier rang, vous aurez le temps nécessaire pour invoquer Dieu, pour lui offrir ce baptême du feu qui est de l’Esprit-Saint. Espérez donc en La Lumière et dormez. »

En achevant ce discours, dom Arbuez ayant, d’un signe, fait désenchaîner le malheureux, l’embrassa tendrement. Puis, ce fut le tour du fra redemptor qui, tout bas, pria le juif de lui pardonner ce qu’il lui avait fait subir en vue de le rédimer ; — puis l’accolèrent les deux familiers, dont le baiser, à travers leurs cagoules, fut silencieux. La cérémonie terminée, le captif fut laissé, seul et interdit, dans les ténèbres.

— —

Rabbi Aser Abarbanel, la bouche sèche, le visage hébété de souffrance, considéra d’abord, sans attention précise, la porte fermée. — « Fermée ?… » Ce mot, tout au secret de lui-même, éveillait, en ses confuses pensées, une songerie. C’est qu’il avait entrevu, un instant, la lueur des lanternes en la fissure d’entre les murailles de cette porte. Une morbide idée d’espoir, due à l’affaissement de son cerveau, émut son être. Il se traîna vers l’insolite chose apparue ! Et, bien doucement, glissant un doigt, avec de longues précautions, dans l’entrebâillement, il tira la porte vers lui… O stupeur ! par un hasard extraordinaire, le familier qui l’avait refermée avait tourné la grosse clef un peu avant le heurt contre les montant de pierre. De sorte que, le pêne rouillé n’étant pas entré dans l’écrou, la porte roula de nouveau dans le réduit.

Le rabbin risqua un regard au dehors.

A la faveur d’une sorte d’obscurité livide, il distingua, tout d’abord, un demi-cercle de murs terreux, troués par des spirales de marches ; — et, dominant, en face de lui, cinq ou six degrés de pierre, une espèce de porche noir, donnant accès en un vaste corridor, dont il n’était possible d’entrevoir, d’en bas, que les premiers arceaux.

S’allongeant donc, il rampa jusqu’au ras de ce seuil. — Oui, c’était bien un corridor, mais d’une longueur démesurée ! Un jour blême, une lueur de rêve, l’éclairait : des veilleuses, suspendues aux voûtes, bleuissaient par intervalles, la couleur terne de l’air ; — le fond lointain n’était que de l’ombre. Pas une porte, latéralement, en cette étendue ! D’un seul côté, à sa gauche, des soupiraux, aux grilles croisées, en des enfoncées du mur, laissaient passer un crépuscule — qui devait être celui du soir, à cause des rouges rayures qui coupaient, de loin en loin, le dallage. Et quel effrayant silence !… Pourtant, là-bas, au profond de ces brumes, une issue pouvait donner sur la liberté ! La vacillante espérance du juif était tenace, car c’était la dernière.

Sans hésiter donc, il s’aventura sur les dalles, côtoyant la paroi des soupiraux, s’efforçant de se confondre avec la ténébreuse teinte des longues murailles. Il avançait avec lenteur, se traînant sur la poitrine — et se retenant de crier lorsqu’une plaie, récemment avivée, le lancinait.

Soudain, le bruit d’une sandale qui s’approchait parvint jusqu’à lui dans l’écho de cette allée de pierre. Un tremblement le secoua, l’anxiété l’étouffait ; sa vue s’obscurcit. Allons ! c’était fini, sans doute ! Il se blottit, à croppetons, dans un enfoncement, et, à demi-mort, attendit.

C’était un familier qui se hâtait. Il passa rapidement, un arrache-muscles au poing, cagoule baissée, terrible, et disparut. Le saisissement, dont le rabbin venait de subir l’étreinte, ayant comme suspendu les fonctions de la vie, il demeura, près d’une heure, sans pouvoir effectuer un mouvement. Dans la crainte d’un surcroît de tourments s’il était repris, l’idée lui vint de retourner en son cachot. Mais le vieil espoir lui chuchotait, dans l’âme, ce divin Peut-être, qui réconforte dans les pires détresses ! Un miracle s’était produit ! Il ne fallait plus douter ! Il se remit donc à ramper vers l’évasion possible. Exténué de souffrance et de faim, tremblant d’angoisses, il avançait ! — Et ce sépulcral corridor semblait s’allonger mystérieusement ! Et lui, n’en finissant pas d’avancer, regardait toujours l’ombre, là-bas, où devait être une issue salvatrice !

— Oh ! oh ! voici que des pas sonnèrent de nouveau, mais, cette fois, plus lents et plus sonores. Les formes blanches et noires, aux longs chapeaux à bords roulés, de deux inquisiteurs, lui apparurent, émergeant sur l’air terne, là-bas. Ils causaient à voix basse et paraissaient en controverse sur un point important, car leurs mains s’agitaient.

A cet aspect, rabbi Aser Abarbanel ferma les yeux ; son cœur battit à le tuer ; ses haillons furent pénétrés d’une froide sueur d’agonie ; il resta béant, immobile, étendu le long du mur, sous le rayon d’une veilleuse, immobile, implorant le Dieu de David.

Arrivés en face de lui, les deux inquisiteurs s’arrêtèrent sous la lueur de la lampe, — ceci par un hasard sans doute provenu de leur discussion. L’un d’eux, en écoutant son interlocuteur, se trouva regarder le rabbin ! Et, sous ce regard dont il ne comprit pas, d’abord, l’expression distraite, le malheureux croyait sentir les tenailles chaudes mordre encore sa pauvre chair ; il allait donc redevenir une plainte et une plaie ! Défaillant, ne pouvant respirer, les paupières battantes, il frissonnait, sous l’effleurement de cette robe. Mais, chose à la fois étrange et naturelle, les yeux de l’inquisiteur étaient évidemment ceux d’un homme profondément préoccupé de ce qu’il va répondre, absorbé par l’idée de ce qu’il écoute, ils étaient fixes — et semblaient regarder le juif sans le voir !

En effet, au bout de quelques minutes, les deux sinistres discuteurs continuèrent leur chemin, à pas lents, et toujours causant à voix basse, vers le carrefour d’où le captif était sorti ; ON NE L’AVAIT PAS VU !… Si bien que, dans l’horrible désarroi de ses sensations, celui-ci eut le cerveau traversé par cette idée : « Serais-je déjà mort, qu’on ne me voit pas ? » Une hideuse impression le tira de léthargie : en considérant le mur, tout contre son visage, il crut voir, en face des siens, deux yeux féroces qui l’observaient !… Il rejeta la tête en arrière en une transe éperdue et brusque, les cheveux dressés !… Mais non ! non. Sa main venait de se rendre compte, en tâtant les pierres : c’était le reflet des yeux de l’inquisiteur qu’il avait encore dans les prunelles, et qu’il avait réfracté sur deux taches de la muraille.

En marche ! Il fallait se hâter vers ce but qu’il s’imaginait (maladivement sans doute) être la délivrance ! vers ces ombres dont il n’était plus distant que d’une trentaine de pas, à peu près. Il reprit donc, plus vite, sur les genoux, sur les mains, sur le ventre, sa voie douloureuse ; et bientôt il entra dans la partie obscure de ce corridor effrayant.

Tout à coup, le misérable éprouva du froid sur ses mains qu’il appuyait sur les dalles ; cela provenait d’un violent souffle d’air, glissant sous une porte à laquelle aboutissaient les deux murs. — Ah ! Dieu ! si cette porte s’ouvrait sur le dehors ! Tout l’être du lamentable évadé eut comme un vertige d’espérance ! Il l’examinait, du haut en bas, sans pouvoir bien la distinguer à cause de l’assombrissement autour de lui. — Il tâtait : point de verrous ! ni de serrure. — Un loquet !… Il se redressa : le loquet céda sous son pouce ; la silencieuse porte roula devant lui.

— —

— « ALLELUIA !… » murmura, dans un immense soupir d’actions de grâces, le rabbin, maintenant debout sur le seuil, à la vue de ce qui lui apparaissait.

La porte s’était ouverte sur des jardins, sous une nuit d’étoiles ! sur le printemps, la liberté, la vie ! Cela donnait sur la campagne prochaine, se prolongeant vers les sierras dont les sinueuses lignes bleues se profilaient sur l’horizon ; — là, c’était le salut ! — Oh ! s’enfuir ! Il courrait toute la nuit sous ces bois de citronniers dont les parfums lui arrivaient. Une fois dans les montagnes, il serait sauvé ! Il respirait le bon air sacré ; le vent le ranimait, ses poumons ressuscitaient ! Il entendait, en son cœur dilaté, le Veni foras de Lazare ! Et, pour bénir encore le Dieu qui lui accordait cette miséricorde, il étendit les bras devant lui, en levant les yeux au firmament. Ce fut une extase.

Alors, il crut voir l’ombre de ses bras se retourner sur lui-même : — il crut sentir que ces bras d’ombre l’entouraient, l’enlaçaient, — et qu’il était pressé tendrement contre une poitrine. Une haute figure était, en effet, auprès de la sienne. Confiant, il abaissa le regard vers cette figure — et demeura pantelant, affolé, l’œil morne, trémébond, gonflant les joues et bavant d’épouvante.

— Horreur ! il était dans les bras du Grand-Inquisiteur lui-même, du vénérable Pedro Arbuez d’Espila, qui le considérait, de grosses larmes plein les yeux, et d’un air de bon pasteur qui retrouve sa brebis égarée !…

Le sombre prêtre pressait contre son cœur, avec un élan de charité si fervente, le malheureux juif, que les pointes du cilice monacal sarclèrent, sous le froc, la poitrine du dominicain. Et, pendant que rabbi Aser Abarbanel, les yeux révulsés sous les paupières, râlait d’angoisse entre les bras de l’ascétique dom Arbuez et comprenait confusément que toutes les phases de la fatale soirée n’étaient qu’un supplice prévu, celui de l’Espérance ! le Grand-Inquisiteur, avec un accent de poignant reproche et le regard consterné, lui murmurait à l’oreille, d’une haleine brûlante et altérée par les jeûnes :

— Eh quoi, mon enfant ! A la veille, peut-être, du salut… vous vouliez donc nous quitter !
 
Y la traducción

El tormento de la esperanza
(La Torture par L'Esperance)

Villiers de L'Isle Adam

Hace ya muchos años, al caer una tarde, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, sexto prior de los Dominicanos de Segovia, el tercer gran inquisidor de España, seguido por un fray redentor, y precedido por dos familiares de Su Santidad, el último llevando un farol, hicieron su entrada en una catacumba subterránea. La cerradura de una enorme puerta crujió, y ellos ingresaron en una celda, donde la luz mortecina revelaba entre anillos sujetados a la pared un potro de tormento manchado de sangre, un brasero y una botija de barro. Sobre una pila de paja, cargado con grilletes, y con su cuello circunvalado por un aro metálico, estaba sentado un hombre muy demacrado, de edad incierta, vestido solo con harapos.

Este prisionero no era otro que Rabbi Aser Abarbanel, un judío de Aragón, quien fuera acusado de usura e impiedad por los pobres, y que había sido sometido diariamente a torturas por más de un año. Aún "su ceguera era tan densa como su recato" y se negaba a abjurar de su fe.

Orgulloso de una ascendencia que databa de cientos de años, orgulloso de sus ancestros, todos judíos dignos de su nombre, él descendía según el Talmud, de Otoniel, y consecuentemente de Ipsiboa, esposa del último juez de Israel, una circunstancia que había acrecentado su coraje entre las incesantes torturas. Con lágrimas en sus ojos, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, dirigiéndose al estremecido rabbi, le recomendó:

- Hijo mío, alégrate: tu proceso está por llegar a su fin. Si en la presencia de tal obstinación fui forzado a permitir, con profundo desagrado, el uso de gran severidad, mi tarea de fraternal corrección tiene sus límites. Tu eres la higuera que, habiendo fallado en muchas temporadas en dar sus frutos, al final se marchitó, pero solamente Dios puede juzgar tu alma. Tal vez, la Infinita Piedad brille sobre tí en el último momento. Nosotros así lo esperamos. Hay ejemplos. Entonces duerme bien por la noche. Mañana serás incluído en un auto de fe: esto es, serás expuesto al quemadero, las llamas simbólicas del Fuego Eterno: solo quema, mi hijo, a la distancia; y la Muerte tardará al menos dos (hasta tres) horas en venir, en cuenta de los vendajes húmedos y helados con los que envolvemos las cabezas y corazones de los condenados. Habrá otros cuarenta y tres contigo. Te ubicarás en la última fila, para que tengas tiempo de invocar a Dios y ofrecerle a Él tu bautismo de fuego, que será del Espíritu Santo.

Con estas palabras, habiendo señalado a los guardias para desencadenar al prisionero, el prior lo abrazó tiernamente. Entonces fue el turno del fray redentor, quien, en un tono bajo, por el perdón para el judío por el que se lo había hecho sufrir con el propósito de redimirlo; entonces los dos familiares silenciosamente lo besaron. Luego de esta ceremonia, el cautivo fue soltado, solitario y desconcertado, en la oscuridad.

Rabbi Aser Abarbanel, con labios emparchados y el rostro consumido por el sufrimiento, al principio se quedó mirando fijamente las puertas cerradas de su celda. ¿Cerradas? La palabra inconscientemente rozó un vago capricho en su mente, el capricho que había tenido por un instante al ver la luz de las linternas a través de una grieta entre la puerta y la pared. Una mórbida idea de esperanza, debido a la debilidad de su mente, se agitó en su entera humanidad. Él se arrastró a través de la extraña visión. Entonces, muy cautelosamente, deslizó un dedo en la hendidura, provocando la apertura de la puerta delante suyo. ¡Maravilloso! Por un extraordinario accidente el familiar que la cerró había girado la pesada llave de manera que el pestillo no había entrado en el hueco, y las puertas giraron sobre sus bisagras.

El Rabbi se aventuró con su mirada hacia afuera. Con la ayuda de un polvillo luminoso, él distinguió primeramente un semicírculo de paredes a través de las que se proyectaba una escalera; y opuesto a él, en la cima de seis peldaños de piedra, una especie de portal negro, que se abría a un inmenso corredor, cuyos primeros ángulos eran visibles desde abajo.

Esperanzado se arrastró hasta el umbral. Sí, era realmente un corredor, pero parecía interminable. Una anémica luz lo iluminaba: eran lámparas suspendidas desde el abovedado cielo raso que iluminaban a intervalos deslucido matiz del ambiente, la distancia era cubierta en sombras. No había una puerta en todo el pasillo. Unicamente, a un lado, el izquierdo, había pesadas troneras enrejadas, hundidos en las paredes, lo que dejaba pasar una luz que bien podía ser de la tarde. ¡Y qué terrible silencio! La vacilante esperanza del judío era tenaz ya que podría ser la última.

Sin dubitación, se aventuró en el pabellón, siempre bajo las troneras, tratando de convertirse a sí mismo en parte de la oscuridad de las paredes. Él avanzó lentamente, arrastrándose cuerpo a tierra, acallando los gritos de dolor cuando alguna herida abierta enviaba una aguda punzada a través de su cuerpo.

Súbitamente el sonido de unos pasos que se acercaban alcanzó su oído. Él tembló violentamente, y el miedo se reprimió, su vista se nubló. Bien, eso fue todo, no había duda. Se comprimió en un hueco, y medio muerto de miedo, esperó.

Era un familiar que venía apresurado. Él pasó velozmente, llevando en su mano fuertemente asido un instrumento de tortura, una espantosa figura, y luego desapareció. El pánico en que el rabbi entró pareció haber suspendido sus funciones vitales, y él estuvo cerca de una hora incapaz de moverse. Temiendo que las torturas se reiniciaran si era atrapado, pensó en regresar a su calabozo. Pero la vieja esperanza susurraba en su alma ese divino "tal vez" que nos consuela en las horas de peor dolor. Un milagro se había operado. Él no tenía que dudar ya más. Comenzó a reptar hacia su chance de escapar. Exausto por el sufrimiento y hambriento, estremecido del dolor, él se apuró a continuar. El sepulcral corredor pareció extenderse misteriosamente, mientras él, aún avanzando, miraba en la oscuridad en donde había más posibilidades de escape.

¡Oh, oh! Nuevamente escuchaba pasos, pero esta vez eran más lentos, más pesados. Las formas negra y blanca de dos inquisidores aparecieron, emergiendo de la oscuridad. Estaban conversando en tono bajo, y parecían discutir sobre algún asunto importante, ya que gesticulaban con vehemencia.

En vista de este espectáculo, Rabbi Aser Abarbanel cerró sus ojos; su corazón latía tan violentamente que casi lo estaba sofocando; sus harapos se humedecieron con el sudor frío de la agonía; él permaneció inmóvil pegado a la pared, su boca abierta, bajo los rayos de una lámpara, rezando al Dios de David.

Justamente enfrente a él, los dos inquisidores tomaron una pausa bajo la luz de la lámpara, indudablemente debido a algún accidente durante el curso de sus argumentaciones. Uno, mientras escuchaba a su compañero, contempló al rabbi. Y, bajo su vista, él se imaginó de nuevo sintiendo las ardientes tenazas quemando sus carnes, él era una vez más un hombre torturado. Desfalleciente, casi sin aliento, con párpados trémulos, él tembló al contacto con la sotana del monje. Pero, extrañamente aunque por un hecho natural, el vistazo del inquisidor no fue otro que el de un hombre evidentemente absorto en su conversación, fascinado por lo que estaba escuchando; sus ojos se clavaron y pareció mirar al judío sin llegar a verlo.

De hecho, luego del lapso de un par de minutos, las dos oscuras figuras lentamente siguieron su camino, aún conversando en tono bajo, hacia el mismo lugar del que el prisionero venía. Él no había sido visto. Entre la horrible confusión en la mente del rabbi, la idea se disparó en su cerebro: '¿Puedo estar muerto que ellos no llegan a verme?' Una horrible impresión lo atacó desde su letargo: mirando hacia la pared contra la cual su cara se pegó, él imaginó estar en presencia, dos feroces ojos que le miraban. Volvió su cabeza hacia atrás en un súbito frenesí de pavor, su cabello se encrespó. ¡Aún no! No. Su mano estuvo a tientas sobre las piedras: era el reflejo de los ojos del inquisidor, aún impresionados en su retina.

¡Adelante! Él tenía que apurarse hacia su ilusión de salvación, a través de la oscuridad, ya que estaba a unos treinta pasos de distancia. Él puso más velocidad a sus rodillas, sus manos, para poder verse a salvo de aquella pesadilla, y pronto entró en la porción de penumbra del terrible corredor.

Súbitamente el pobre miserable sintió una ráfaga de aire frío en las manos; venía desde bajo la pequeña puerta que estaba al final de las dos paredes.

Oh, Cielos, si esta puerta pudiera ser abierta. Todos los nervios del miserable cuerpo del fugitivo se tensaron en la esperanza. Examinó la puerta desde el piso hasta el marco superior, apenas era capaz de distinguir su contorno a pesar de la oscuridad reinante. Él pasó su mano sobre la puerta: no tenía cerradura, ¡no había cerradura! ¡Un picaporte! La empujó, el picaporte cedió a la presión de su pulgar: la puerta silenciosamente se abrió delante de él.

- ¡Halleluia! -murmuró el rabbi en una muestra de gratitud que, estando en el umbral, mientras contemplaba la escena delante de él.

La puerta se había abierto a un jardín, enmarcado en un cielo astrífero, ¡en primavera, libertad, vida! Se revelaban los campos vecinos, donde se dilataban las sierras, cuyas sinuosas líneas azules se recortaban contra el horizonte. ¡Por fin la libertad! ¡Oh, el escape! Él podría pasar toda la noche bajo los limoneros, cuyas fragancias lo embargaban. Una vez en las montañas estaría libre y seguro. Inhaló el delicioso aire; la briza lo revivió, sus pulmones se expandieron. Sintió en su corazón las Veniforas de Lázaro. Y para agradecer una vez más a Dios que le había otorgado su Gracia, él extendió sus brazos, elevando sus ojos al Cielo. ¡Fue un éxtasis de felicidad!

Entonces él imaginó que veía la sombra de sus brazos acercarse a sí, creyendo que estos oscuros brazos lo rodeaban, y como que era afectuosamente presionado contra el pecho de alguien. Una figura alta estaba frente a él. Él bajo sus ojos, y permaneció inmovil, jadeando para respirar, deslumbrado, con la vista fija, atontado por el terror.

¡Horror! Él estaba en el abrazo del Gran Inquisidor, el venerable Pedro Arbuez D'Espila, que lo contemplaba con ojos húmedos de lágrimas, como un buen pastor que ha encontrado a su oveja descarriada.

El oscuro sacerdote presionó al desventurado judío contra su corazón con enorme fervor, con un arranque de amor, que el filo de la toga friccionó el pecho del domínico. Y mientras Aser Abarbanel con ojos desorbitados gemía en agonía del abrazo del místico, vagamente comprendió que todas las fases de su fatal tarde fueron únicamente parte de una tortura premeditada, la de la Esperanza. El Gran Inquisidor, con un acento de reprobación y una mirada de consternación, murmuró en su oído, su respiración árida y ardiente de un largo ayuno:

- ¡Qué, hijo mío! En la víspera, probablemente, de tu salvación, deseas dejarnos
 
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Auguste Villiers de L´ Isle-Adam (1838-89) nació en Bretaña, Francia. Si bien era de origen aristocrático, vivió en Paris en medio de grandes privaciones. Era lector de Hegel, Hoffmann, Poe y Baudelaire. Le atraía fuertemente las ciencias ocultas. Su literatura es de estirpe romántica, simbolista, y está espolvoreada de inquietudes herméticas y esotéricas. Creó el personaje Tribulat Bonhomet, grotesco personaje que representaba los peligros de un precipitado y superficial materialismo pseudocientífico. En sus Cuentos crueles (1883) y en los Nuevos cuentos crueles ( 1888) fulgura su imaginación fantástica, y su poder para liberar los odres oscuros del horror. En la Eva futura (1886), mediante la narración novelesca critica los excesos y distorsiones de las invenciones tecnológicas representados por Thomas Alva Edison.
 
Juvenal rebuznó:
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Auguste Villiers de L´ Isle-Adam (1838-89) nació en Bretaña, Francia. Si bien era de origen aristocrático, vivió en Paris en medio de grandes privaciones. Era lector de Hegel, Hoffmann, Poe y Baudelaire. Le atraía fuertemente las ciencias ocultas. Su literatura es de estirpe romántica, simbolista, y está espolvoreada de inquietudes herméticas y esotéricas. Creó el personaje Tribulat Bonhomet, grotesco personaje que representaba los peligros de un precipitado y superficial materialismo pseudocientífico. En sus Cuentos crueles (1883) y en los Nuevos cuentos crueles ( 1888) fulgura su imaginación fantástica, y su poder para liberar los odres oscuros del horror. En la Eva futura (1886), mediante la narración novelesca critica los excesos y distorsiones de las invenciones tecnológicas representados por Thomas Alva Edison.

Este tipo era grande. Uno de sus antepasados fue el Villiers de L'Isle-Adam, que fue Maestre del Hospital y que se cubrió de gloria inmortal en el asedio de Rodas.
El cuento que has puesto es uno de mis favoritos de él.
 
Violeta Pagés, hija de un librepensador catalán, opulento industrial, se educó, si aquello fue educarse, hasta los quince años como el diablo quiso, y de los quince años en adelante como quiso ella. Anduvo por muchos colegios extranjeros, aprendió muchas lenguas vivas, en todas las cuales sabía expresar correctamente las herejías de su señor padre, dogmas en casa. Sabía más que un bachiller y menos que una joven recatada. Era hermosísima; su cabeza parecía destacarse en una medalla antigua, como aquellas sicilianas de que nos habla el poeta de los Trofeos; su indumentaria, su figura, sus posturas, hablaban de Grecia al menos versado en las delicadezas del arte helénico; en su tocador, de gusto arqueológico, sencillo, noble, poético, Violeta parecía una pintura mural clásica, recogida en alguna excavación de las que nos descubrieron la elegancia antigua. En el Manual de arqueología de Guhl y Koner, por ejemplo, podréis ver grabados que parecen retratos de Violeta componiendo su tocado.
Era pagana, no con el corazón, que no lo tenía, sino con el instinto imitativo, que le hacía remedar en sus ensueños las locuras de sus poetas favoritos, los modernos, los franceses, que andaban a vueltas con sus recuerdos de cátedra, para convertirlos en creencia poética y en inspiración de su musa plástica y afectadamente sensualista.
A fuerza de creerse pagana y leer libros de esta clase de caballerías, llegó Violeta a sentir y, sobre todo, a imaginar con cierta sinceridad y fuerza su manía seudoclásica.
Como, al fin, era catalana, no le faltaba el necesario buen sentido para ocultar sus caprichosas ideas, algunas demasiado extravagantes, ante la mayor parte de sus relaciones sociales, que no podían servirle de público adecuado, por lo poco bachilleras que son las señoritas en España y lo poco eruditos que son la mayor parte de los bachilleres.
A mí, no sé por qué, a los pocos días de tratarme creyóme digno de oír las intimidades de su locura pagana. No fue porque yo hiciera ante ella alarde de conocimientos que no poseo; más bien debió de haber sido por haber notado la sincera y callada admiración con que yo contemplaba a hurtadillas, siempre que podía, su hermosura soberana, los divinos pliegues de su túnica, las graciosas líneas de su cuerpo, el resplandor tranquilo e ideal de sus ojos garzos. ¡Oh, en aquella cabecita peinada por Praxíteles había fósforo necesario para hacer un poeta parnasiano de tercer orden; pero ¡qué templo el que albergaba aquellos pobres dioses falsos, recalentados y enfermizos! ¡Qué divino molde, qué elocuente estatuaria!
Violeta, como todas las mujeres de su clase, creería que por gustarme tanto su cuerpo yo admiraba su talento, su imaginación, sus caprichos, traducidos en imprudentes lecturas…
Ello fue que una noche, en un baile, después de cenar, a la hora de la fatiga voluptuosa en que las vírgenes escotadas y excitadas parece que olfatean en el ambiente perfumado los misterios nupciales con que sueña la insinuante vigilia, Violeta, a solas conmigo en un rincón de un jardín, transformado en estancia palatina, me contó su secreto, que empezaba como el de cualquier romántica despreciable, diciendo:
“Yo estoy enamorada de un imposible.”
Pero seguía de esta suerte:
“Yo estoy enamorada de un Centauro. Este sueño de la mitología clásica es el mío; para mí todo hombre es poco fuerte, poco rápido y tiene pocos pies. Antes de saber yo la fábula del hombrecaballo, desde muy niña sentí vagas inclinaciones absurdas y una afición loca por las cuadras, las dehesas, las ferias de ganado caballar, las carreras y todo lo que tuviera relación con el caballo. Mi padre tenía muchos, de silla y de tiro, y de cuadras como palacios, y a su servicio media docena de robustos mozos, buenos jinetes y excelentes cocheros. Muy de madrugada, yo bajaba, y no levantaría un metro del suelo, a perderme entre las patas de mis bestias queridas, bosque de columnas movibles de un templo vivo de mi adoración idolátrica. No sin miedo, pero con deleite, pasaba horas enteras entre los cascos de los nobles brutos, cuyos botes, relinchos, temblores de la piel, me imponían una especie de pavor religioso y cierta precoz humildad femenil voluptuosa, que conocen todas las mujeres que aman al que temen. Me embriagaba el extraño perfume picante de la cuadra, que me sacaba lágrimas de los ojos y me hacía soñar, como el mijo a los espectadores del teatro persa.
Soñaba con carreras locas por breñales y precipicios, saltando colinas y rompiendo vallas, tendida, como las amazonas de circo, sobre la reluciente espalda de mis héroes fogosos, fuertes y sin conciencia, como yo los quería. Fui creciendo y no menguó mi afición, ni yo traté de ocultarla; los primeros hombres que empezaron a ser para mí rivales de mis caballos fueron mis lacayos y mis cocheros, los hombres de mis cuadras. Bien lo conoció alguno de ellos; pero me libraron de su malicia mis desdenes, que al ver de cerca el amor humano lo encontraron ridículo por pobre, débil, por hablador y sutil. El caballo no bastaba a mis ansias, pero el hombre tampoco. ¡Oh qué dicha la mía cuando mis estudios me hicieron conocer al Centauro! Como una mística se entrega al esposo ideal y desprecia por mezquinos y deleznables los amores terrenales, yo me entregué a mis ensueños, desprecié a mis adoradores, y día y noche vi, y aún veo, ante mis ojos la imagen del hombre bruto, que tiene cabeza humana y brazos que me abrazan con amor, pero tiene también la crin fuerte y negra, a que se agarran mis manos crispadas por la pasión salvaje y tiene los robustos humeantes lomos, mezcla de luz y de sombra, de graciosa curva, de músculo amplio y férreo, lecho de mi amor en la carrera de nuestro frenesí, que nos lleva a través de montes y valles, bosques, desiertos y playas, por el ancho mundo. En el corazón me resuenan los golpes de los terribles cascos del animal al azotar y dominar la tierra, de que su rapidez me da el imperio; y es dulce con voluptuosidad infinita el contraste de su vigor de bruto, de su energía de macho feroz, fiel en su instinto, con la suavidad apasionada de las caricias de sus manos y de los halagos de sus ojos…”
Calló un momento Violeta, entusiasmada de veras y hermosísima en su exaltación; miróme en silencio, miró con sonrisa de lástima burlona a un grupo de muchachos elegantes que pasaban, y siguió diciendo:
“¡Qué ridículos me parecen esos buenos mozos con su frac y sus pantalones!... Son para mí espectáculo cómico, y hasta repugnante si insisto en mirarlos; les falta la mitad de lo que yo necesito en el hombre…; en el macho a quien yo he de querer y he de entregarme… Si me quieren robar, ¿cómo me roban? ¿Cómo me llevan a la soledad, lejos de todo peligro?... En ferrocarril o en brazos… ¡Absurdo! Mi Centauro, sin dejar de estrecharme contra su pecho, vuelto el tronco humano hacia mí, galoparía al arrebatarme, y el furor de su carrera encendería más y más la pasión la pasión de nuestro amor con el ritmo de los cascos al batir el suelo… ¡Cuántos viajes de novios hizo así mi fantasía! ¡La de tierras desconocidas que yo crucé tendida sobre la espalda de mi Centauro volador!... ¡Qué delicia respirar el aire que corta la piel en el vertiginoso escape!... ¡Qué delicia amar entre el torbellino de las cosas que pasan y se desvanecen mientras la caricia dura!... El mundo escapa, desaparece, y el beso queda, persiste…”
Como aquello del beso me pareció un poco fuerte, aunque fuese dicho por una señorita pagana, Violeta, que conoció en mi gesto mi extrañeza, suspendió el relato de sus locuras, y cerrando los ojos se quedó sola con su Centauro, entregándome a mí al abrazo secular de su desprecio.
Un poco avergonzado, dejé mi asiento y salí del rincón de nuestra confidencia, contento con que ella, por tener cerrados los ojos, como he dicho, no contemplara mi ridícula manera de andar como el bípedo mebos mitológico, como un gallo, por ejemplo.

Pasaron algunos años y he vuelto a ver a Violeta. Está hermosa, a la griega, como siempre, aunque más gruesa que antes. Hace días me presentó a su marido, el conde de La Pita, capitán de Caballería, hombrachón como un roble, hirsuto, de inteligencia de cerrojo, brutal, grosero, jinete insigne, enamorado exclusivamente del arma, como él dice, pero equivocándose, porque al decir el arma alude a su caballo. También se equivoca cuando jura (¡y jura bien!) que para él no hay más creencia que el espíritu de cuerpo; porque también entonces alude al cuerpo de su tordo, que sería su Plíades, si hubiera Plíades de cuatro patas y si hombres como el conde de La Pita pudieran ser Orestes. El tiempo que no pasa a caballo lo da La Pita por perdido; y, en su misantropía de animal perdido en una forma cuasi humana, declama, suspirando o relinchando, que no tiene más amigo verdadero que su tordo.
Violeta, al preguntarle si era feliz con su marido, me contestaba ayer, disimulando un suspiro: “Sí, soy feliz… en lo que cabe… Me quiere…, le quiero… Pero… el ideal no se realiza jamás en este mundo. Basta con soñarlo y acercarse a él en lo posible. Entre el conde y su tordo… ¡Ah! Pero el ideal jamás se cumple en la tierra.”
¡Pobre Violeta: le parece poco Centauro su marido!

Leopoldo Alas "Clarín"
 
De una novela de Lucius Shepar....


- La violencia - dije, simulando el cómico acento de las clases bajas, esperando calmarla situación -. El vino del maldito populacho. Es como me decía mi padre: hijo, decía, cuando te abandone la razón y tu mujer se haya empinado todo el licor de cerezas, córrete hasta el bar y méale la cara a alguien. No existe nada tan dulcemente lógico como un codo incrustado en la garganta, ningún argumento tan punzante como el que se obtiene al aplastar algunos dientes con el talón. El ruido de los huesos al quebrarse es en sí mismo un idioma filosófico. Y cuando le hayas marcado la cara a un tipo con una cicatriz, le habrás proporcionado una agradable homilía que tendrá que leer cada vez que se mire al espejo. Aristóteles, Platón, Einstein. Todas las grandes mentes se iniciaron buscando camorra en los bares. Puñetazos en la entrepierna. Codazos en la garganta. Esos son los primeros pasos hacia la expresión de los más sutiles conceptos matemáticos. Estamos por embarcarnos en una fantástica experiencia intelectual y en lo que a mí respecta, damas y caballeros, me encuentro alborozado ante el desafío.



El principio de la misma novela:

La forma en que ocurren las cosas, no los grandes movimientos del tiempo sino las cosas comunes y corrientes que nos hacen ser lo que somos; el violento accidente de nuestro nacimiento; las simples lujurias que, por un capricho o porque son un desafío a nuestro orgullo, terminan transformándose en complejas tragedias amorosas; la insensible operación de los cambios; la salvaje dulzura de otras almas que intersectan las órbitas de nuestras vidas, que nos acompañan por un tiempo siguiendo nuestro mismo curso para luego virar y sumergirse en el olvido, sin dejarnos una figura formal que podamos evaluar, ningún patrón fácilmente comprensible que pueda esclarecernos...Cuando se elaboran cuentos a partir de elementos como estos, con frecuencia me pregunto por qué el narrador, por lo general, termina convenciéndose de que debe perfumar el crudo hedor de la vida, reemplazar las malditas pérdidas con palabras sobre la nobleza del sacrificio, dejar lo agudamente doloroso reducido a una pensativa tristeza. La mayoría de la gente, supongo, desea que le sirvan la verdad con una guarnición de simpatía; la azarosa incertidumbre del mundo los abate y desean evitar que los enfrenten a ella. Sin embargo, con este acto de evasión, están dejando de lado la profunda tristeza que puede originar la contemplación del espíritu humano in extremis y están cerrando los ojos a la belleza. Es decir, a esa belleza que es el lastre de nuestra existencia. La belleza que entra a través de una herida y que en los funerales nos susurra al oído una palabra negra, una palabra que nos hace olvidar, encogiéndonos de hombros, nuestra debilidad de personas que sufren, para decir "Basta, Nunca más". La belleza inspiradora de ira, no de arrepentimiento, y que incita a la lucha, no a la estética ociosa del simple espectador. A mi parecer, es eso lo que existe en el corazón de los únicos cuentos que vale la pena contar. Y es ése el propósito fundamental del arte del narrador: hacer resaltar esa belleza, manifestar su central importancia y lograr que siga destacándose por encima del inevitable naufragio de nuestras esperanzas y de la despreciable materia de nuestra decadencia.
Aquí está, entonces, la historia más bella que conozco.
 
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–No te cases nunca, nunca, amigo mío; te lo aconsejo. No te cases antes de que puedas decirte a ti mismo que has hecho todo lo posible por dejar de amar a la mujer escogida antes de verla tal como es; de otro modo, te equivocarás cruelmente, sin remedio… Cásate sólo cuando seas un viejo inútil… De lo contrario, morirá cuanto en ti haya de bueno y de noble; todo se dispersará en menudencias sin importancia. ¡Sí, sí, sí! No me mires con tanto asombro. Si ambicionas hacer algo en el porvenir, a cada paso te darás cuenta de que todo ha terminado para ti, que está cerrado, excepto el salón donde te verás a la altura de un lacayo de corte y de un idiota… Pero ¡a qué hablar!...– y agitó la mano con energía.
Pierre se quitó los anteojos, lo que cambió su rostro, que reflejaba todavía más bondad, y miró atónito al amigo.
–Mi esposa– continuó el príncipe Andréi –es una mujer excelente: una de esas raras mujeres con las que no peligra el honor de uno; pero, Dios mío, ¿qué no daría yo ahora por estar soltero? Eres la primera persona y el único a quien digo esto, y lo hago porque te quiero.
Al hablar así, el príncipe Andréi se parecía aún menos al Bolkonski de antes, arrellanado en los sillones de Anna Pávlovna, diciendo, entre dientes y con los ojos entornados, frases en francés. Ahora cada músculo de su enjuto rostro vibraba de nerviosa agitación y los ojos, antes apáticos e indiferentes, irradiaban vivísima luz. Era evidente que cuanto más displaciente parecía su vida cotidiana, mayor energía mostraba en los momentos de irritación.
–Tú no alcanzas a comprender por qué hablo así– prosiguió –, y sin embargo es la historia entera de la vida. Hablabas de Bonaparte y de su carrera– añadió, aunque Pierre no se había referido a Bonaparte. –Hablabas de Bonaparte, pero cuando Bonaparte trabajaba, cuando avanzaba paso a paso hacia su meta, era libre y no tenía delante otra cosa que su objetivo, y lo alcanzó. Pero en cuanto te atas a una mujer, entonces pierdes toda libertad, como un preso atado a sus cadenas. Cuando hay en ti de esperanza y de energía te oprime, y el arrepentimiento te atormenta. Recepciones, chismes, bailes, vanidades, nulidad; he aquí el círculo vicioso del que yo no puedo salir. Ahora parto para la guerra, para la mayor guerra que nunca haya existido, y no sé nada, no sirvo para nada. Je suis très aimable et très caustique– prosiguió el príncipe Andréi –y en casa de Anna Pávlovna me escuchan. Y esta necia sociedad, sin la cual no puede vivir mi esposa, esas mujeres… ¡Si tú pudieras saber cómo son toutes les femmes distingues y, en general, todas las mujeres! Tiene razón mi padre: el egoísmo, la vanidad, la estupidez, la nulidad en todo, aquí tienes a las mujeres cuando se muestran como son en realidad. Cuando se las ve en sociedad parece que valen algo, pero, en verdad, no valen nada, nada, nada. No te cases, amigo mío, no te cases– concluyó el príncipe.

Liev Tolstói; Guerra y paz I, I, VI
 
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