Libros Ladrillos de nuestra vida (Fragmentos memorables y relatos breves)

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A menudo se olvida que (el cuento de la) Cenicienta, al menos tal y como lo recogieron los Hermanos Grimm, era un cuento brutal; para poder calzarse el zapato de cristal, las hermanastras se amputaban los talones (una) y los dedos de los pies (la otra) con la esperanza de que el Príncipe no notara la sangre que llenaba el zapato.

Fragmento del Monster Show de David J. Skal.

Vía El blog Ausente
 
"-Maestro, ¿qué es lo que oigo y qué gente es ésta, que parece dominada por el dolor?
Me respondió:
-Esta miserable suerte está reservada a las tristes almas de aquellos que vivieron sin merecer alabanza ni vituperio; están confudidas entre el perverso coro de ángeles que no fueron rebeldes ni fieles a Dios, sino que sólo vivieron para sí.El Cielo los lanzó de su seno por no ser menos hermoso, pero el profundo Infierno no quiere recibirlos por la gloria que podrían reportar a los demás culpables."


De " LA DIVINA COMEDIA " ( Dante Alighieri )
 
cuellopavo rebuznó:
A menudo se olvida que (el cuento de la) Cenicienta, al menos tal y como lo recogieron los Hermanos Grimm, era un cuento brutal; para poder calzarse el zapato de cristal, las hermanastras se amputaban los talones (una) y los dedos de los pies (la otra) con la esperanza de que el Príncipe no notara la sangre que llenaba el zapato.

Fragmento del Monster Show de David J. Skal.

Vía El blog Ausente


Hermanos Grimm: Viejos Ritos, Nuevos Valores - Babar, revista de literatura infantil y juvenil
 
“A quien no haya viajado a caballo por perdidos caminos vecinales, no tiene sentido que le cuente nada de esto: de todas formas no lo entendería. Y a quien ha viajado prefiero no contarle nada.
Seré breve: mi cochero y yo recorrimos las cuarenta verstas que separan la ciudad de Grachovka del hospital de Múrievo exactamente en un día. Incluso con una curiosa exactitud: a las dos de la tarde del 16 de septiembre de 1917 estábamos junto al último almacén que se encuentra en el límite de la magnífica ciudad de Grachovka; a las dos y cinco de la tarde del 17 de septiembre de ese mismo e inolvidable año de 1917, me encontraba de pie sobre la hierba aplastada, moribunda y reblandecida por las lluvias de septiembre en el patio del hospital de Múrievo. Mi aspecto era el siguiente: las piernas se me habían entumecido hasta tal punto que allí mismo, en el patio, repasaba confusamente en mi pensamiento las páginas de los manuales intentando con torpeza recordar si en realidad existía —o lo había soñado la noche anterior, en la aldea Grabílovka— una enfermedad por la cual se entumecen los músculos de una persona. ¿Cómo se llama esa maldita enfermedad en latín? Cada músculo me producía un dolor insoportable que me recordaba el dolor de muelas. De los dedos de los pies ni si quiera vale la pena hablar: ya no se movían dentro de las botas, yacían apaciblemente, parecidos a los muñones de madera. Reconozco que en un ataque de cobardía maldije mentalmente la medicina y la solicitud de ingreso que había presentado cinco años atrás, al rector de la universidad.”

Morfina, Mijaíl Bulgákov
 
" Un suceso cotidiano: su resultado, una confusión cotidiana. A debe concertar con B, de H, un negocio importante. Va a H, para las conversaciones previas, cubre en diez minutos el trayecto de ida y en otros tantos el de vuelta, y se jacta en su casa de esa singular rapidez. Al día siguiente marcha otra vez a H, ahora para cerrar ya definitivamente el trato. Puesto que, previsiblemente, el asunto habrá de llevar varias horas, A sale muy de mañana. Si bien todas las circunstancias, al menos en opinión de A, son exactamente las mismas que la víspera, necesita esta vez diez horas para cubrir el trayecto hasta H. Cuando llega allí cansado, al anochecer, le informan de que B, contrariado por la ausencia de A, ha salido hace media hora para el pueblo de éste, con el fin de verlo allí, por lo que ambos deberían haberse encontrado en el camino. Le aconsejan a A que espere. Pero A, temeroso por la suerte del negocio, se pone en camino al momento y vuelve deprisa a su casa.
Esta vez, sin poner especial empeño en ello, salva la distancia en un instante. En su casa se entera de que B llegó allí muy temprano, apenas se hubo marchado A. Sí, y se topó con A en la puerta de la casa y le recordó el negocio, pero Hans le dijo que no tenía tiempo en ese momento, que tenía que marcharse enseguida. A pesar de la inexplicable actitud de A, parece que B se ha quedado allí para esperar a A. Por lo visto, ha preguntado repetidas veces si A no estaba ya de regreso, pero parece que aún se encuentra arriba, en el cuarto de A. Feliz por poder hablar todavía con B y tener la oportunidad de explicarle todo, A sube corriendo la escalera. Cuando ya está casi arriba, tropieza, sufre un desgarramiento de tendón y medio desvanecido de dolor, incapaz siquiera de gritar, gimiendo en la oscuridad, oye confusamente cómo B -sin poder precisar si a gran distancia o muy cerca de él- baja la escalera furioso, dando fuertes pisadas, y se marcha definitivamente. "

Una confusión cotidiana, Franz Kafka (relato incluído en sus Cuadernos en Octavo)
 
"Las personas mayores aman las cifras. Cuando les habláis de un nuevo amigo, no os interrogan jamás sobre lo esencial. Jamás os dicen: "¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son los juegos que prefiere? ¿Colecciona mariposas?" En cambio, os preguntan: "¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos tiene? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?" Sólo entonces creen conocerlo. Si decís a las personas mayores: "He visto una hermosa casa de ladrillos rojos con geranios en las ventanas y palomas en el techo..." no acertarán a imaginarse la casa. Es necesario decirles: "He visto una casa de cien mil francos". Entonces exclaman: "¡Qué hermosa es!"

ANTOINE DE SAINT EXUPERY (El Principito)
 
La crítica literaria debería surgir de una deuda de amor. De un modo evidente y sin embargo misterioso, el poema, el drama o la novela se apoderan de nuestra imaginación. Al terminar de leer una obra no somos los mismos que cuando la empezamos. Recurriendo a una imagen de otro campo artístico, diremos que quien ha captado verdaderamente un cuadro de Cézanne verá luego una manzana o una silla como si nunca las hubiera visto antes. Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto instinto primario de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia, y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella. En este intento de persuasión se originan las más auténticas penetraciones que la crítica puede proporcionar.

Digo esto porque buena parte de la crítica contemporánea es de otra índole. Burlona, quisquillosa, inmensamente conocedora de su linaje filosófico y de sus complejos instrumentos, a menudo viene más para enterrar que para encomiar. Realmente, muchísimo es lo que debe ser enterrado si se desea conservar la salud del lenguaje y de la sensibilidad. En vez de enriquecer nuestra conciencia, en vez de ser manantiales de vida, demasiados libros encierran para nosotros las tentaciones de la facilidad y de un grosero y efímero solaz. Pero éstos son libros para el apremiante menester del reseñista, no para el reflexivo y recreador arte del crítico. Hay más de “cien grandes obras”, más de mil. Pero su número no es inagotable. A diferencia del reseñista y del historiador de la literatura, el crítico se interesa por las obras maestras. Su principal función no consiste en distinguir entre lo bueno y lo malo, sino entre lo bueno y lo mejor

Son los dos primeros párrafos de Tolstói o Dostoievski, de George Steiner (las negritas son mías)

El libro se publicó hace casi cincuenta años. Desde entonces estas ideas, aquí perfecta y brevemente expuestas, se han repetido de forma tan abundante y cansina como rara ha sido su puesta en práctica.

Su tiempo ya pasó, aunque, curiosamente, veo estas ideas vagar melancólicamente por este foro de vez en cuando...
 
Ortega y Gasset sobre Wagner :"Yo creo que, mirando el hecho desde estos pensamientos, se explica en buena parte el fracaso evidente de música y pintura. Relea el lector las obras teóricas de Wagner y considere lo que este hombre y su generación quisieron hacer de la música ¿No es a todas luces monstruoso esperar tanto de los sonidos concertados? ¿Puede un director de orquesta dirigir el corazón humano, la sociedad y la historia? ¿Puede una melodía sustituir a una religión? Quedaba consignada al siglo XIX, centuria del desmesuramiento en todo, la monstruosidad de este superlativo musical osado por Wagner. Edad de imperialismo omnímodo, no hubo en ella cosa que no quisiera imperar a las demás, ser la primera o la única. Cada arte aspiró a la ilimitación de su esfera. Quiso -muy especialmente la música- convertirse en un idioma de tema universal. Con Wagner, que era un Bismarck del pentagrama, pretendió el sonido ser pintura y narración, poesía y ciencia, política y religión"

(OC Tomo II-338)
 
Sócrates se equivocaba- y sin duda no era la primera vez-al decir que el saber era el único bien de la humanidad y la ignorancia el único mal. La ignorancia puede significar una gran suerte y el saber una desgracia atroz, existen incontables ejemplos de ello.Y generalmente no se tiene mala intención al decir que los necios son los mas felices: lo son. Su vida es un paraiso y su trabajo gananacia de pan y no afectado por un bosque de dudas que rodee impenetrable su saber, porque el saber no es otra cosa que una forma siempre repetida de la duda
Philip Vandenberg -El quinto evangelio
 
LASTCRUISER rebuznó:
porque el saber no es otra cosa que una forma siempre repetida de la duda

Esa frase me ha gustado bastante, pero el resto del párrafo es oportunista y casi soez. Dudar de que Sócrates no sabía lo que ahora el menda este nos comenta es ofensivo. El griego no habla de felicidad/tristeza sino de bien/mal en cuanto al conocimiento, confundir esos términos es propio de un párvulo.
 
Efectivamente Rubén la frase esta muy bien, aunque el libro es bastante malo, un thriller infumable donde los haya..Pero así como los seres mas viles, las gentes mas abyectas, muestran a veces (muy pocas) pequeños rasgos de humanidad. También los escritores mediocres, tienen su momento de gloria.
 
Continuidad de los parques [Cuento. Texto completo] de Julio Cortázar

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
 
Hace días puse un ladrillo de las primeras páginas de este libro excepcional. Ahora que he acabado de leerlo, pongo uno de las últimas:

Así, pues, aun más allá de sus muertes, los dos novelistas se hallan en posición contraria. Tolstói, el primer heredero de las tradiciones de la épica; Dostoievski, uno de los más importantes temperamentos dramáticos después de Shakespeare; Toltói, la mente embriagada de razón y de hechos; Dostoievski, el que despreciaba el racionalismo, el gran amante de la paradoja; Tolstói, el poeta de la tierra, de la escena rural y del tono pastoril; Dostoievski, el archiciudadano, el maestro constructor de la moderna metrópoli en la provincia del lenguaje; Tolstói, sediento de verdad, en cuya excesiva búsqueda se destruía a sí mismo y a los que le rodeaban; Dostoievski, que prefería estar contra la verdad que contra Cristo, receloso de la comprensión total y situado en el lado del misterio; Tolstói, “que se mantenía en todo momento –según frase de Coleridge- en el camino real de la vida”; Dostoievski, que avanzaba por el laberinto de lo antinatural, por los subsuelos y las ciénagas del alma; Tolstói, como un coloso a horcajadas sobre la tierra palpable, evocando lo real, lo tangible, la totalidad sensible de la experiencia concreta; Dostoievski, siempre al borde de lo alucinatorio, de lo espectral, siempre vulnerable a las intrusiones demoniacas en lo que al fin puede resultar que ha sido simplemente un tejido de sueños; Tolstói, la encarnación de la salud y la vitalidad olímpica; Dostoievski, la suma de las energías enfermizas y demoníacas; Tolstói, que vio los destinos de los hombres históricamente y en el decurso del tiempo; Dostoievski, que los vio contemporáneamente y en el vibrante éxtasis del momento dramático; Tolstói, que fue llevado a la tumba en el primer entierro civil que tuvo lugar en Rusia; Dostoievski, enterrado en el cementerio del monasterio de Alexandr Nevski de San Petersburgo, entre los solemnes ritos de la Iglesia ortodoxa; Dostoievski, preeminentemente hombre de Dios; Tolstói, uno de Sus secretos adversarios.

Tolstói o Dostoievski, de George Steiner
 
Esto es un extracto de una novela de Kensaburo Oe:

Bird observó con ligera satisfacción cómo el rostro de Himiko se contraía de placer. Así la compensaba por lo intempestivo de su visita y por todo lo que pensaba beber. Aparte de él, poca gente prestaría atención a las fantasías de Himiko.

-En este preciso momento, ambos estamos sentados y conversando en una habitación que forma parte de lo que se denomina mundo real -comenzó la chica.

Bird se acomodó para escucharla, sosteniendo cuidadosamente el vaso lleno de whisky en su mano, como un crío haría con su juguete preferido.

-Bueno, resulta que tú y yo también existimos, bajo diversas formas, en numerosos universos diferentes. ¡Ahora mismo! Podemos recordar varias ocasiones, en el pasado, cuando las oportunidades de vivir o morir se equilibraban. Por ejemplo, de niña enfermé de fiebre tifoidea y estuve a punto de morir. Recuerdo perfectamente el momento cuando llegué a la encrucijada: podía descender hacia la muerte o escalar la ladera de la recuperación. Naturalmente, la Himiko que ahora está contigo escogió el segundo camino. ¡Pero en ese mismo instante otra Himiko escogió el primer camino, hacia la muerte! Y un universo de personas que conservan un fugaz recuerdo de la Himiko que murió se puso en movimiento en torno a mi cadáver. ¿Entiendes, Bird? Cada vez que te encuentras en una encrucijada entre la vida y la muerte, se abren ante ti dos universos: uno pierde toda relación contigo porque te mueres, el otro la mantiene porque en él sobrevives. Como si te desnudaras, abandonas el universo donde sólo existes como cadáver y pasas al universo en donde sigues vivo. En otras palabras, en torno a cada uno de nosotros surgen varios universos, tal como las ramas y las hojas se bifurcan y se alejan del tronco.

"Este tipo de división celular universal también se produjo cuando mi esposo se suicidó. Yo lo sobreviví en el universo en el que murió, pero en otro universo, donde sigue viviendo sin haberse suicidado, otra Himiko vive con él. El mundo que un hombre deja atrás cuando muere muy joven, y el mundo en el que se libra de la muerte, siguen coexistiendo... Los mundos que nos contienen se multiplican continuamente. Esto es lo que quiero decir cuando hablo de universo pluralista.

"¿Y sabes una cosa, Bird? No tienes que estar tan apenado por la muerte del bebé. Porque ahora vive en otro universo, en el que tú eres un joven padre borracho de felicidad y yo me siento feliz porque acabo de enterarme de la buena noticia y estamos brindando juntos. ¿Comprendes, Bird?

Mientras bebía whisky, Bird sonreía apaciblemente. El alcohol ya se había extendido por todo su cuerpo y estaba surtiendo efecto; la tensión entre su oscuridad interior y el mundo exterior se había equilibrado. Aunque Bird sabía que tal sensación no duraría mucho.

-Bird, tal vez no lo entiendas por completo, pero ¿comprendes al menos la idea general? En tus veintisiete años de vida debes de recordar momentos en los que te has hallado en una posición dudosa entre la vida y la muerte. Pues bien, en cada uno de esos momentos, has sobrevivido en un universo y has abandonado tus cadáveres en otro. ¿Bird? Tienes que recordar algunos de esos momentos.

-Sí que los recuerdo. Y según tu opinión, en cada ocasión he dejado atrás mi propio cadáver y he escapado a este universo.

-Exactamente.
 
Fragmento del prefacio de El Sueño de Hierro (The Iron Dream, 1972) de Norman Spinrad. (AJEC, 2006)

Adolf Hitler nació en Austria el 20 de abril de 1889. En su juventud emigró a Alemania y sirvió en el ejército alemán durante la Gran Guerra. Luego intervino durante un breve periodo en actividades políticas extremistas en Munich, antes de emigrar finalmente a Nueva York en 1919. Mientras aprendía inglés, consiguió ganarse precariamente la vida como artista de bulevar y traductor ocasional en Greenwich Village, el barrio bohemio de Nueva York. Después de varios años, comenzó a trabajar como ilustrador de revistas e historietas. En 1930 publicó su primera ilustración en la revista de ciencia-ficción Amazing. Hacia 1932 ilustraba regularmente las revistas del género, y hacia 1935 ya sabía el suficiente inglés como para iniciarse como autor de ciencia-ficción. Consagró el resto de su vida a la composición literaria en este género, y también fue ilustrador y editor de un popular fanzine. Aunque los lectores lo conocen más bien por sus novelas y sus cuentos, Hitler fue un ilustrador popular durante la Edad de Oro de la década de 1930, editó varias antologías, escribió interesantes criticas y durante casi diez años publicó su fanzine Storm.

En 1955 se le concedió el premio Hugo póstumo en la Convención Mundial de Ciencia-Ficción de 1955 por El Señor de la Esvástica, que había finalizado poco antes de morir en 1953. Durante muchos años había sido una figura conocida en las convenciones del género, y era muy popular en su condición de narrador ingenioso y entusiasta.

Desde la publicación del libro, los atuendos coloridos que creó en El Señor de la Esvástica fueron temas favoritos en las convenciones anuales del género. Hitler falleció en 1953, pero los relatos y las novelas que dejó escritas son un verdadero legado para todos los entusiastas de la ciencia-ficción.

Otras novelas de ciencia-ficción de Adolf Hitler:

El emperador de los asteroides
Los constructores de Marte
Guerra por las estrellas
El crepúsculo de la tierra
El salvador del espacio
La raza de los amos
Mil años de dominio
El triunfo de la voluntad
Mañana el mundo
 
"Los conquistadores saben que la acción es en sí misma inútil. No hay más que una acción útil, la que volviera a crear el hombre y la tierra. Jamás volveré a crear a los hombres. Pero hay que hacer "como si". Pues en la senda de la lucha me encuentro con la carne. Aunque humillada, la carne es mi única certeza. Sólo puedo vivir de ella. La criatura es mi patria. Por eso elegí este esfuerzo absurdo y sin alcance. Por eso estoy del lado de la lucha. Nuestra época se presta a ello, como he dicho.
[...]
La grandeza ha cambiado de campo. Está en la protesta y en el sacrificio sin futuro. Aunque no por el gusto de la derrota. La victoria sería deseable. Pero sólo hay una victoria y es eterna. Nunca la conseguiré. Ahí es donde tropiezo y me atasco. Una revolución se cumple siempre contra los dioses, ahí está la de Prometeo, el primero de los conquistadores modernos. Es una reivindicación del hombre contra su destino: la reivindicación del pobre no es sino un pretexto."

Albert Camus
, El mito de Sísifo
 
Siempre me ha fascinado este relato:

Stephen King el coco

—Recurro a usted porque quiero contarle mi historia –dijo el hombre acostado sobre el diván del doctor Harper.

El hombre era Lester Billings, de Waterbury, Connecticut. Según la ficha de la enfermera Vickers, tenía veintiocho años, trabajaba para una empresa industrial de Nueva York, estaba divorciado, y había tenido tres hijos. Todos muertos.

—No puedo recurrir a un cura porque no soy católico. No puedo recurrir a un abogado porque no he hecho nada que deba consultar con él. Lo único que hice fue matar a mis hijos. De uno en uno. Los maté a todos.

El doctor Harper puso en marcha el magnetófono.

Billings estaba duro como una estaca sobre el diván, sin darle un ápice de sí. Sus pies sobresalían, rígidos, por el extremo. Era la imagen de un hombre que se sometía a una humillación necesaria. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, como un cadáver. Sus facciones se mantenían escrupulosamente compuestas. Miraba el simple cielo raso, blanco, de paneles, como si por su superficie desfilaran escenas e imágenes.

—Quiere decir que los mató realmente, o...

—No. –Un movimiento impaciente de la mano—. Pero fui el responsable. Denny en 1967. Shirl en 1971. Y Andy este año. Quiero contárselo.

El doctor Harper no dio nada. Le pareció que Billings tenía un aspecto demacrado y envejecido. Su cabello raleaba, su tez estaba pálida. Sus ojos encerraban todos los secretos miserables del whisky.

—Fueron asesinados, ¿entiende? Pero nadie lo cree. Si lo creyeran, todo se arreglaría.

—¿Por qué?

—Porque...

Billings se interrumpió y se irguió bruscamente sobre los codos, mirando hacia el otro extremo de la habitación.

—¿Qué es eso? –bramó. Sus ojos se habían entrecerrado, reduciéndose a dos tajos oscuros.

—¿Qué es qué?

—Esa puerta.

—El armario empotrado –respondió el doctor Harper—. Donde cuelgo mi abrigo y dejo mis chanclos.

—Ábralo. Quiero ver lo que hay dentro.

El doctor Harper se levantó en silencio, atravesó la habitación y abrió la puerta. Dentro, una gabardina marrón colgaba de una de las cuatro o cinco perchas. Abajo habían un par de chanclos relucientes. Dentro de uno de ellos había un ejemplar cuidadosamente doblado del New York Times. Eso era todo.

—¿Conforme? –preguntó el doctor Harper.

—Sí. –Billings dejó de apoyarse sobre los codos y volvió a la posición anterior.

—Decía –manifestó el doctor Harper mientras volvía a su silla—, que si se pudiera probar el asesinato de sus tres hijos, todos sus problemas se solucionarían. ¿Por qué?

—Me mandarían a la cárcel –explicó Billings inmediatamente—. Para toda la vida. Y en una cárcel uno puede ver lo que hay dentro de todas las habitaciones. Todas las habitaciones. –Sonrió a la nada.

—¿Cómo fueron asesinados sus hijos?

—¡No trate de arrancármelo por la fuerza!

Billings se volvió y miró a Harper con expresión aviesa.

—Se lo diré, no se preocupe. No soy uno de sus chalados que se pasean por el mundo y pretenden ser Napoleón o que justifican haberse aficionado a la heroína porque la madre no los quería. Sé que no me creerá. No me interesa. No importa. Me bastará con contárselo.

—Muy bien. –El doctor Harper extrajo su pipa.


—Me casé con Rita en 1965... Yo tenía veintiún años y ella dieciocho. Estaba embarazada. Ese hijo fue Denny. –Sus labios se contorsionaron para formar una sonrisa gomosa, grotesca, que desapareció en un abrir y cerrar de ojos—. Tuve que dejar la Universidad y buscar empleo, pero no me importó. Los amaba a los dos. Éramos muy felices. Rita volvió a quedar embarazada poco después del nacimiento de Denny, y Shirl vino al mundo en diciembre de 1966. Andy nació en el verano de 1969, cuando Denny ya había muerto. Andy fue un accidente. Eso dijo Rita. Aseguró que a veces los anticonceptivos fallan. Yo sospecho que fue más que un accidente. Los hijos atan al hombre, usted sabe. Eso les gusta a las mujeres, sobre todo cuando el hombre es más inteligente que ellas. ¿No le parece?

Harper emitió un gruñido neutro.

—Pero no importa. A pesar de todo los quería. –Lo dijo con tono casi vengativo, como si hubiera amado a los niños para castigar a su esposa.

—¿Quién mató a los niños? –preguntó Harper.

—El coco –respondió inmediatamente Lester Billings—. El coco los mató a todos. Sencillamente, salió del armario y los mató. –Se volvió y sonrió—. Claro, usted cree que estoy loco. Lo leo en su cara. Pero no me importa. Lo único que deseo es desahogarme e irme.

—Le escucho –dijo Harper.

—Todo comenzó cuando Denny tenía casi dos años y Shirl era apenas un bebé. Denny empezó a llorar cuando Rita lo tenía en la cama. Verá, teníamos un apartamento de dos dormitorios. Shirl dormía en una cuna, en nuestra habitación. Al principio pensé que Denny lloraba porque ya no podía llevarse el biberón a la cama. Rita dijo que no nos obstináramos, que tuviéramos paciencia, que le diéramos el biberón y que él ya lo dejaría solo. Pero así es como los chicos se echan a perder. Si eres tolerante con ellos los malcrías. Después te hacen sufrir. Se dedican a violar chicas, sabe, o empiezan a drogarse. O se hacen maricas. ¿Se imagina lo horrible que es despertar una mañana y descubrir que su chico, su hijo varón, es marica?

>>Sin embargo, después de un tiempo, cuando vimos que no se acostumbraba, empecé a acostarle yo mismo. Y si no dejaba de llorar le daba una palmada. Entonces Rita dijo que repetía a cada rato "luz, luz". Bueno, no sé. ¿Quién entiende lo que dicen los niños tan pequeños? Sólo las madres lo saben.

>>Rita quiso instalarle una lámpara de noche. Uno de esos artefactos que se adosan a la pared con la figura del Ratón Mikey o de Huckleberry Hound o de lo que sea. No se lo permití. Si un niño no le pierde el miedo a la oscuridad cuando es pequeño, nunca se acostumbrará a ella.

>>De todos modos, murió el verano que siguió al nacimiento de Shirl. Esa noche lo metí en la cama y empezó a llorar en seguida. Esta vez entendí lo que decía. Señaló directamente el armario cuando lo dijo. "El coco –gritó—. El coco, papá."

>>Apagué la luz y salí de la habitación y le pregunté a Rita por qué le había enseñado esa palabra al niño. Sentí deseos de pegarle un par de bofetadas, pero me contuve. Juró que nunca se la había enseñado. La acusé de ser una condenada embustera.

>>Verá, ése fue un mal verano para mí. Sólo conseguí que me emplearan para cargar camiones de <<Pepsi–Cola>> en un almacén, y estaba siempre cansado. Shirl se despertaba y lloraba todas las noches y Rita la tomaba en brazos y gimoteaba. Le aseguro que a veces tenía ganas de arrojarlas a las dos por la ventana. Jesús, a veces los mocosos te hacen perder la chaveta. Podrías matarlos.

>>Bien, el niño me despertó a las tres de la mañana, puntualmente. Fui al baño, medio dormido, sabe, y Rita me preguntó si había ido a ver a Denny. Le contesté que lo hiciera ella y volví a acostarme. Estaba casi dormido cuando Rita empezó a gritar.

>>Me levanté y entré en la habitación. El crío estaba acostado boca arriba, muerto. Blanco como la harina excepto donde la sangre se había..., se había acumulado, por efecto de la gravedad. La parte posterior de las piernas, la cabeza, las... eh... las nalgas. Tenía los ojos abiertos. Eso era lo peor, sabe. Muy dilatados y vidriosos, como los de las cabezas de alce que algunos tipos cuelgan sobre la repisa. Como en las fotos de esos chinitos de Vietnam. Pero un crío norteamericano no debería tener esa expresión. Muerto boca arriba. Con pañales y pantaloncitos de goma porque durante las últimas dos semanas había vuelto a orinarse encima. Qué espanto. Yo amaba a ese niño.

Billings meneó la cabeza lentamente y después volvió a ostentar la misma sonrisa gomosa, grotesca.

—Rita chillaba hasta desgañitarse. Trató de alzar a Denny y mecerlo, pero no se lo permití. A la poli no le gusta que uno toque las evidencias. Lo sé...

—¿Supo entonces que había sido el coco? –preguntó Harper apaciblemente.

—Oh, no. Entonces no. Pero vi algo. En ese momento no le di importancia, pero mi mente lo archivó.

—¿Qué fue?

—La puerta del armario estaba abierta. No mucho. Apenas una rendija. Pero verá, yo sabía que la había dejado cerrada. Dentro había bolsas de plástico. Un crío se pone a jugar con una de ellas y adiós. Se asfixia. ¿Lo sabía?

—Sí. ¿Qué sucedió después?

Billings se encogió de hombros.

—Lo enterramos. –Miró con morbosidad sus manos, que habían arrojado tierra sobre tres pequeños ataúdes.

—¿Hubo una investigación?

—Claro que sí. –Los ojos de Billings centellearon con un brillo sardónico—. Vino un jodido matasanos con un estetoscopio y un maletín negro lleno de chicles y una zamarra robada de alguna escuela veterinaria. ¡Colapso en la cuna, fue el diagnóstico! ¿Ha oído alguna vez semejante disparate? ¡El crío tenía tres años!

—El colapso en la cuna es muy común durante el primer año de vida –explicó Harper puntillosamente—, pero el diagnóstico ha aparecido en los certificados de defunción de niños de hasta cinco años, a falta de otro mejor...

—¡Mierda! –espetó Billings violentamente.

Harper volvió a encender su pipa.

—Un mes después del funeral instalamos a Shirl en la antigua habitación de Denny. Rita se resistió con uñas y dientes, pero yo dije la última palabra. Me dolió, por supuesto. Jesús, me encantaba tener a la mocosa con nosotros. Pero no hay que sobreproteger a los niños, pues en tal caso se convierten en lisiados. Cuando yo era niño mi madre me llevaba a la playa y después se ponía ronca gritando: <<¡No te internes tanto! ¡No te metas allí! ¡Hay corrientes submarinas! ¡Has comido hace una hora! ¡No te zambullas de cabeza!>> Le juro por Dios que incluso me decía que me cuidara de los tiburones. ¿Y cuál fue el resultado? Que ahora ni siquiera soy capaz de acercarme al agua. Es verdad. Si me arrimo a una playa me atacan los calambres. Cuando Denny vivía, Rita consiguió que la llevase una vez con los niños a Savin Rock. Se me descompuso el estómago. Lo sé, ¿entiende? No hay que sobreproteger a los niños. Y uno tampoco debe ser complaciente consigo mismo. La vida continúa. Shirl pasó directamente a la cuna de Denny. Claro que arrojamos el colchón viejo a la basura. No quería que mi pequeña se llenara de microbios.

>>Así transcurrió un año. Y una noche, cuando estoy metiendo a Shirl en su cuna, empieza a aullar y chillar y llorar. "¡El coco, papá, el coco!"

>>Eso me sobresaltó. Decía lo mismo que Denny. Y empecé a recordar la puerta del armario, apenas entreabierta cuando lo encontramos. Quise llevarla por esa noche a nuestra habitación.

—¿Y la llevó?

—No. –Billings se miró las manos y las facciones se convulsionaron—. ¿Cómo podía confesarle a Rita que me había equivocado? Tenía que ser fuerte. Ella había sido siempre una marioneta..., recuerde con cuánta facilidad se acostó conmigo cuando aún no estábamos casados.

—Por otro lado –dijo Harper—, recuerde con cuánta facilidad usted se acostó con ella.

Billings, que estaba cambiando la posición de sus manos, se puso rígido y volvió lentamente la cabeza para mirar a Harper.

—¿Pretende tomarme el pelo?

—Claro que no –respondió Harper.

—Entonces deje que lo cuente a mi manera –espetó Billings—. Estoy aquí para desahogarme. Para contar mi historia. No hablaré de mi vida sexual, si eso es lo que usted espera. Rita y yo hemos tenido una vida sexual muy normal, sin perversiones. Sé que a algunas personas les excita hablar de eso, pero no soy una de ellas.

—De acuerdo –asintió Harper.

—De acuerdo –repitió Billings, con ofuscada arrogancia. Parecía haber perdido el hilo de sus pensamientos, y sus ojos se desviaron, inquietos, hacia la puerta del armario, que estaba herméticamente cerrada.

—¿Prefiere que la abra? –preguntó Harper.

—¡No! –se apresuró a exclamar Billings. Lanzó una risita nerviosa—. ¿Qué interés podría tener en ver sus chanclos?

Y después de una pausa, dijo:

—El coco la mató también a ella. –Se frotó la frente, como si fuera ordenando sus recuerdos—. Un mes más tarde. Pero antes sucedió algo más. Una noche oí un ruido ahí dentro. Y después Shirl gritó. Abrí muy rápidamente la puerta... la luz del pasillo estaba encendida... y... ella estaba sentada en la cuna, llorando, y... algo se movió. En las sombras, junto al armario. Algo se deslizó.

—¿La puerta del armario estaba abierta?

—Un poco. Sólo una rendija. –Billings se humedeció los labios—. Shirl hablaba a gritos del coco. Y dijo algo más que sonó como <<garras>>. Sólo que ella dijo <<galas>>, sabe. A los niños les resulta difícil pronunciar la <<erre>>. Rita vino corriendo y preguntó qué sucedía. Le contesté que la habían asustado las sombras de las ramas que se movían en el techo.

—¿Galochas? –preguntó Harper.

—¿Eh?

—Galas... galochas. Son una especie de chanclos. Quizás había visto las galochas en el armario y se refería a eso.

—Quizá –murmuró Billings—. Quizá se refería a eso. Pero yo no lo creo. Me pareció que decía <<garras>>. –Sus ojos empezaron a buscar otra vez la puerta del armario—. Garras, largas garras –su voz se había reducido a un susurro.

—¿Miró dentro del armario?

—S-sí. –Las manos de Billings estaban fuertemente entrelazadas sobre su pecho, tan fuertemente que se veía una luna blanca en cada nudillo.

—¿Había algo dentro? ¿Vio al...?

—¡No vi nada! –chilló Billings de súbito. Y las palabras brotaron atropelladamente, como si hubieran arrancado un corcho negro del fondo de su alma—. Cuando murió la encontré yo, verá. Y estaba negra. Completamente negra. Se había tragado la lengua y estaba negra como una negra de un espectáculo de negros, y me miraba fijamente. Sus ojos parecían los de un animal embalsamado: muy brillantes y espantosos, como canicas vivas, como si estuvieran diciendo <<me pilló, papá, tú dejaste que me pillara, tú me mataste, tú le ayudaste a matarme>>.

Su voz se apagó gradualmente. Un solo lagrimón silencioso se deslizó por su mejilla.

—Fue una convulsión cerebral, ¿sabe? A veces les sucede a los niños. Una mala señal del cerebro. Le practicaron la autopsia en Hartford y nos dijeron que se había asfixiado al tragarse la lengua durante una convulsión. Y yo tuve que volver solo a casa porque Rita se quedó allí, bajo el efecto de los sedantes. Estaba fuera de sí. Tuve que volver solo a casa, y sé que a un crío no le atacan las convulsiones por una alteración cerebral. Las convulsiones pueden ser el producto de un susto. Y yo tuve que volver solo a la casa donde estaba eso. Dormí en el sofá –susurró—. Con la luz encendida.

—¿Sucedió algo?

—Tuve un sueño –contestó Billings—. Estaba en una habitación oscura y había algo que yo no podía..., no podía ver bien. Estaba en el armario. Hacía un ruido..., un ruido viscoso. Me recordaba un comic que había leído en mi infancia. Cuentos de la cripta. ¿Lo conoce? ¡Jesús! Había un personaje llamado Graham Ingles, capaz de invocar a los monstruos más abominables del mundo... y a algunos de otros mundos. De todos modos, en este relato una mujer ahogaba a su marido, ¿entiende? Le ataba unos bloques de cemento a los pies y lo arrojaba a una cantera inundada. Pero él volvía. Estaba totalmente podrido y de color negro verdoso y los peces le habían devorado un ojo y tenía algas enredadas en el pelo. Volvía y la mataba. Y cuando me desperté en mitad de la noche, pensé que lo encontraría inclinándose sobre mí. Con garras... largas garras...

El doctor Harper consultó su reloj digital embutido en su mesa. Lester Billings estaba hablando desde hacía casi media hora.

—Cuando su esposa volvió a casa –dijo—, ¿cuál fue su actitud respecto a usted?

—Aún me amaba –respondió Billings orgullosamente—. Seguía siendo una mujer sumisa. Ése es el deber de la esposa, ¿no le parece? La liberación femenina sólo sirve para aumentar el número de chalados. Lo más importante es que cada cual sepa ocupar su lugar... Su... su... eh...

—¿Su sitio en la vida?

—¡Eso es! –Billings hizo chasquear los dedos—. Y la mujer debe seguir al marido. Oh, durante los primeros cuatro o cinco meses que siguieron a la desgracia estuvo bastante mustia..., arrastraba los pies por la casa, no cantaba, no veía la TV, no reía. Yo sabía que se sobrepondría. Cuando los niños son tan pequeños, uno no llega a encariñarse tanto. Después de un tiempo hay que mirar su foto para recordar cómo eran, exactamente.

>>Quería otro bebé –agregó, con tono lúgubre—. Le dije que era una mala idea. Oh, no de forma definitiva, sino por un tiempo. Le dije que era hora de que nos conformáramos y empezáramos a disfrutar el uno del otro. Antes nunca habíamos tenido la oportunidad de hacerlo. Si queríamos ir al cine, teníamos que buscar una babysitter. No podíamos ir a la ciudad a ver un partido de fútbol si los padres de ella no aceptaban cuidar a los críos, porque mi madre no quería tener tratos con nosotros. Denny había nacido demasiado poco tiempo después de que nos casamos, ¿entiende? Mi madre dijo que Rita era una zorra, una vulgar trotacalles. ¿Qué le parece? Una vez me hizo sentar y me recitó la lista de las enfermedades que podía pescarme si me acostaba con una tro... con una prostituta. Me explicó cómo un día aparecía una llaguita en la ver... en el pene, y al día siguiente se estaba pudriendo. Ni siquiera aceptó venir a la boda.

Billings tamborileó con los dedos sobre su pecho.

—El ginecólogo de Rita le vendió un chisme llamado DIU... dispositivo intrauterino. Absolutamente seguro, dijo el médico. Bastaba insertarlo en el..., en el aparato femenino, y listo. Si hay algo allí, el óvulo no se fecunda. Ni siquiera se nota. –Ni siquiera sabes que está allí. Y al año siguiente volvió a quedar embarazada. Vaya seguridad absoluta.

—Ningún método anticonceptivo es perfecto –explicó Harper—. La píldora sólo lo es en el noventa y ocho por ciento de los casos. El DIU puede ser expulsado por contracciones musculares, por un fuerte flujo menstrual y, en casos excepcionales, durante la evacuación.

—Sí. O la mujer se lo puede quitar.

—Es posible.

—¿Y entonces qué? Empieza a tejer prendas de bebé, canta bajo la ducha, y come encurtidos como una loca. Se sienta sobre mis rodillas y dice que debe ser la voluntad de Dios. Mierda.

—¿El bebé nació al finalizar el año que siguió a la muerte de Shirl?

—Exactamente. Un varón. Le llamó Andrew Lester Billings. Yo no quise tener nada que ver con él, por lo menos al principio. Decidí que puesto que ella había armado el jaleo, tenía que apañárselas sola. Sé que esto puede parecer brutal, pero no olvide cuánto había sufrido yo.

>>Sin embargo terminé por cobrarle cariño, sabe. Para empezar, era el único de la camada que se parecía a mí. Denny guardaba parecido con su madre, y Shirley no se había parecido a nadie, excepto tal vez a la abuela Ann. Pero Andy era idéntico a mí.

>>Cuando volvía de trabajar iba a jugar con él. Me cogía sólo el dedo y sonreía y gorgoteaba. A las nueve semanas ya sonreía como su papá. ¿Cree lo que le estoy contando?

>>Y una noche, hete aquí que salgo de una tienda con un móvil para colgar sobre la cuna del crío. ¡Yo! Yo siempre he pensado que los críos no valoran los regalos hasta que tienen edad suficiente para dar las gracias. Pero ahí estaba yo, comprándole un chisme ridículo, y de pronto me di cuenta de que lo quería más que a nadie. Ya había conseguido un nuevo empleo, muy bueno: vendía taladros de la firma <<Cluett and Sons>>. Había prosperado mucho y cuando Andy cumplió un año nos mudamos a Waterbury. La vieja casa tenía demasiados malos recuerdos.

>>Y demasiados armarios.

>>El año siguiente fue el mejor para nosotros. Daría todos los dedos de la mano derecha por poder vivirlo de nuevo. Oh, aún había guerra en Vietnam, y los hippies seguían paseándose desnudos, y los negros vociferaban mucho, pero nada de eso nos afectaba. Vivíamos en una calle tranquila, con buenos vecinos. Éramos felices –resumió sencillamente—. Un día le pregunté a Rita si no estaba preocupada. Usted sabe, dicen que no hay dos sin tres. Contestó que eso no se aplicaba a nosotros. Que Andy era distinto, que Dios lo había rodeado con un círculo mágico.

Billings miró el techo con expresión morbosa.

—El año pasado no fue tan bueno. Algo cambió en la casa. Empecé a dejar los chanclos en el vestíbulo porque ya no me gustaba abrir la puerta del armario. Pensaba constantemente: ¿Y qué harás si está ahí dentro, agazapado y listo para abalanzarse apenas abras la puerta? Y empecé a imaginar que oía ruidos extraños, como si algo negro y verde y húmedo se estuviera moviendo apenas, ahí dentro.

>>Rita me preguntaba si no trabajaba demasiado, y empecé a insultarla como antes. Me revolvía el estómago dejarlos solos para ir a trabajar, pero al mismo tiempo me alegraba salir. Que Dios me ayude, me alegraba salir. Verá, empecé a pensar que nos había perdido durante un tiempo cuando nos mudamos. Había tenido que buscarnos, deslizándose por las calles durante la noche y quizá reptando por las alcantarillas. Olfateando nuestro rastro. Necesitó un año, pero nos encontró. Ha vuelto, me dije. Le apetece Andy y le apetezco yo. Empecé a sospechar que quizá si piensas mucho tiempo en algo, y crees que existe, termina por corporizarse. Quizá todos los monstruos con los que nos asustaban cuando éramos niños, Frankenstein y el Hombre Lobo y la Momia, existían realmente. Existían en la medida suficiente para matar a los niños que aparentemente habían caído en un abismo o se habían ahogado en un lago o tan sólo habían desaparecido. Quizá...

—¿Se está evadiendo de algo, señor Billings?

Billings permaneció un largo rato callado. En el reloj digital pasaron dos minutos. Por fin dijo bruscamente:

—Andy murió en febrero. Rita no estaba en casa. Había recibido una llamada de su padre. Su madre había sufrido un accidente de coche un día después de Año Nuevo y creían que no se salvaría. Esa misma noche Rita cogió el autobús.

>>Su madre no murió, pero estuvo mucho tiempo, dos meses, en la lista de pacientes graves. Yo tenía una niñera excelente que estaba con Andy durante el día. Pero por la noche nos quedábamos solos. Y las puertas de los armarios porfiaban en abrirse.

Billings se humedeció los labios.

—El niño dormía en la misma habitación que yo. Es curioso, además. Una vez, cuando cumplió dos años, Rita me preguntó si quería instalarlo en otro dormitorio. Spock u otro de esos charlatanes sostiene que es malo que los niños duerman con los padres, ¿entiende? Se supone que eso les produce traumas sexuales o algo parecido. Pero nosotros sólo lo hacíamos cuando el crío dormía. Y no quería mudarlo. Tenía miedo, despue´s de lo que les había pasado a Denny y a Shirl.

—¿Pero lo mudó, verdad? –preguntó el doctor Harper.

—Sí –respondió Billings. En sus facciones apareció una sonrisa enfermiza y amarilla—. Lo mudé.

Otra pausa. Billings hizo un esfuerzo por proseguir. —¡Tuve que hacerlo! –espetó por fin—. ¡Tuve que hacerlo! Todo había andado bien mientras Rita estaba en la casa, pero cuando ella se fue, eso empezó a envalentonarse. Empezó a... –Giró los ojos hacia Harper y mostró los dientes con una sonrisa feroz—. Oh, no me creerá. Sé qué es lo que piensa. No soy más que otro loco de su fichero. Lo sé. Pero usted no estaba allí, maldito fisgón.

>>Una noche todas las puertas de la casa se abrieron de par en par. Una mañana, al levantarme, encontré un rastro de cieno e inmundicia en el vestíbulo, entre el armario de los abrigos y la puerta principal. ¿Eso salía? ¿O entraba? ¡No lo sé! ¡Juro ante Dios que no lo sé! Los discos aparecían totalmente rayados y cubiertos de limo, los espejos se rompían... y los ruidos... los ruidos...

Se pasó la mano por el cabello.

—Me despertaba a las tres de la mañana y miraba la oscuridad y al principio me decía: <<Es sólo el reloj.>> Pero por debajo del tic-tac oía que algo se movía sigilosamente. Pero no con demasiado sigilo, porque quería que yo lo oyera. Era un deslizamiento pegajoso, como el de algo salido del fregadero de la cocina. O un chasquido seco, como el de garras que se arrastraran suavemente sobre la baranda de la escalera. Y cerraba los ojos, pensando que si oírlo era espantoso, verlo sería...

>>Y siempre temía que los ruidos se interrumpieran fugazmente, y que luego estallara una risa sobre mi cara, y una bocanada de aire con olor a coles rancias. Y que unas manos se cerraran sobre mi cuello.

Billings estaba pálido y tembloroso.

—De modo que lo mudé. Verá, sabía que primero iría a buscarle a él. Porque era más débil. Y así fue. La primera vez chilló en mitad de la noche y finalmente, cuando reuní los cojones suficientes para entrar, lo encontré de pie en la cama y gritando: <<El coco, papá... el coco..., quiero ir con papá, quiero ir con papá.>>

La voz de Billings sonaba atiplada, como la de un niño. Sus ojos parecían llenar toda su cara. Casi dio la impresión de haberse encogido en el diván.

—Pero no pude. –El tono atiplado infantil perduró—. No pude. Y una hora más tarde oí un alarido. Un alarido sobrecogedor, gorgoteante. Y me di cuenta de que le amaba mucho porque entré corriendo, sin siquiera encender la luz. Corrí, corrí, corrí, oh, Jesús María y José, le había atrapado. Le sacudía, le sacudía como un perro sacude un trapo y vi algo con unos repulsivos hombros encorvados y una cabeza de espantapájaros y sentí un olor parecido al que despide un ratón muerto en una botella de gaseosa y oí... –Su voz se apagó y después recobró el timbre de adulto—. Oí cómo se quebraba el cuello de Andy. –La voz de Billings sonó fría y muerta—. Fue un ruido semejante al del hielo que se quiebra cuando uno patina sobre un estanque en invierno.

—¿Qué sucedió después?

Oh, eché a correr –respondió Billings con la misma voz fría, muerta—. Fui a una cafetería que estaba abierta durante toda la noche. ¿Qué le parece esto, como prueba de cobardía? Me metí en una cafetería y bebí seis tazas de café. Después volví a casa. Ya amanecía. Llamé a la policía aun antes de subir al primer piso. Estaba tumbado en el suelo mirándome. Acusándome. Había perdido un poco de sangre por una oreja. Pero sólo una rendija.

Se cayó. —Harper miró el reloj digital. Habían pasado cincuenta minutos.

—Pídale una hora a la enfermera –dijo—. ¿Los martes y jueves?

—Sólo he venido a contarle mi historia –respondió Billings—. Para desahogarme. Le mentí a la policía ¿sabe? Dije que probablemente el crío había tratado de bajar de la cuna por la noche y..., se lo tragaron. Claro que sí. Eso era lo que parecía. Un accidente, como los otros. Pero Rita comprendió la verdad. Rita... comprendió... finalmente.

—Señor billings, tenemos que conversar mucho –manifestó el doctor Harper después de una pausa—. Cre que podremos eliminar parte de sus sentimientos de culpa, pero antes tendrá que desear realmente librarse de ellos.

—¿Acaso piensa que no lo deseo? –exclamó Billings, apartando el antebrazo de sus ojos. Estaban rojos, irritados, doloridos.

—Aún no –prosiguió Harper afablemente—. ¿Los martes y jueves?

—Maldito curandero –masculló Billings después de un largo silencio—. Está bien. Está bien.

—Pídale hora a la enfermera, señor Billings. Adiós.

Billings soltó una risa hueca y salió rápidamente de la consulta, sin mirar atrás.

La silla de la enfermera estaba vacía. Sobre el secante del escritorio había un cartelito que decía <<Vuelvo enseguida>>.

Billings se volvió y entró nuevamente en la consulta.

—Doctor, su enfermera ha...

Pero la puerta del armario estaba abierta. Sólo una pequeña rendija.

—Qué lindo –dijo la voz desde el interior del armario—. Qué lindo.

Las palabras sonaron como si hubieran sido articuladas por una boca llena de algas descompuestas.

Billings se quedó paralizado donde estaba mientras la puerta del armario se abría. Tuvo una vaga sensación de tibieza en el bajo vientre cuando se orinó encima.

—Qué lindo –dijo el coco mientras salía arrastrando los pies.

Aún sostenía su máscara del doctor Harper en una mano podrida, de garras espatuladas.
 
....O puede que me sobreviva ese fin como nos sobrevive casi todo lo que emitimos o nos acompaña o causamos, duramos menos que nuestras intenciones .Dejamos demasiado puesto en marcha y su inercia tan débil nos sobrevive....
.....Todo lo perdemos porque todo se queda menos nosotros. Por eso cualquier forma de posteridad tal vez sea una afrenta, y quizá lo sea cualquier recuerdo.
" La negra espalda del tiempo". Javier Marias
 
BAJO BANDERA DE TREGUA (fragmento de “ SHAKESPEARE NUNCA LO HIZO” de CHARLES BUKOWSKI)

“Un hombre tenía que pasar por muchas mujeres para encontrar a la suya, y si tenía suerte ella estaría ahí. Para un hombre, quedarse con la primera o la segunda mujer de su vida demostraba ignorancia; aun no tenía ni idea de lo que es una mujer. Un hombre tenía que seguir sin rumbo y esto no significaba sólo acostarse con mujeres, follárselas uno o dos veces; significaba vivir con mujeres durante meses y años. No culpo a los hombres que tienen miedo de hacer esto: supone exponer el alma para que te la arrebaten. Desde luego, algunos hombres simplemente se establecen con las mujeres, se rinden, dicen: ya está, es lo mejor que puedo hacer. Hay mucho de esos, de hecho la mayoría de la gente vive bajo bandera de tregua: se dan cuenta de que no funciona del todo, pero no importa, vamos hacer que funcione, no sirve de nada pasar por todo esto otra vez ¿Qué dan en la tele esta noche? Nada. Bueno, de todos modos vamos a verlo; es mejor que mirarnos el uno al otro, es mejor que pasar en esto. La tele mantiene unidas a más parejas con problemas que los niños o la Iglesia.

Pensar en todos los millones de personas que están viviendo juntas a disgusto, y odian sus trabajos y tienen miedo de perder sus trabajos, no me extraña que sus caras parezcan lo que parecen.”
 
"Desgraciadamente, la próxima vez que fui a Florida fue para el funeral de mi hermana, a finales de aquél invierno. Ahora sé, aunque entonces no llegué a saberlo, que había estado enferma casi todo el año anterior. Sin embargo, no puedo dejar de pensar que los llamados «incidentes» —los actos de vandalismo sin sentido dirigidos contra mujeres solas en la zona del sur de Florida, culminando en varios ataques por parte de un merodeador sin identificar— pudieron haber precipitado su muerte.

Cuando llegué allí con Ellen para hacerme cargo de los asuntos de mi hermana y arreglar las cosas para el funeral, pretendía quedarme una o dos semanas como máximo, cuidando de la transferencia de la propiedad. Sin embargo, de algún modo, me demoré hasta mucho después de que Ellen se hubiera ido. Quizá fuera el recuerdo del invierno en Nueva York, que a cada año que pasa es más duro. Simplemente, no podía encontrar las fuerzas para volver, ni podía decidirme a vender esta casa.

Si estoy atrapado aquí, es una trampa a la que me he resignado. Además, mudarme nunca ha sido mi afición. Aunque me siento cansado en esta pequeña habitación —y de hecho lo estoy—, no puedo pensar en ningún otro lugar adonde ir. He visto todo el mundo que deseaba ver. Esta sencilla casa es ahora mi hogar... y estoy convencido de que será el último. El calendario en la pared me dice que han pasado ya casi tres meses desde que me trasladé aquí. Sé que en algún lugar de estas páginas que faltan hallarán ustedes la fecha de mi muerte.

La semana pasada hubo un nuevo rebrote de los «incidentes». La última noche fue, con bastante diferencia, la más dramática. Puedo recitarla casi palabra por palabra de las noticias de la mañana. Poco antes de medianoche, la señora Florence Cavanaugh, una ama de casa que vive en el 24 de Alyssum Terrace, en South Princeton, estaba a punto de cerrar las cortinas en su habitación delantera cuando vio, atisbando hacia ella desde la ventana, a lo que describió como «un enorme negro llevando una máscara de gas o una escafandra autónoma». La señora Cavanaugh, que iba vestida tan sólo con su camisón, se apartó rápidamente de la ventana y gritó llamando a su marido, que estaba durmiendo en la habitación contigua, pero cuando éste llegó, el negro había escapado.

La policía local se inclina por la teoría de la «escafandra autónoma», puesto que cerca de la ventana descubrieron huellas que podían haber sido producidas por un hombre pesado llevando aletas de caucho en los pies. Pero fueron incapaces de explicar por qué alguien iba a llevar un equipo de inmersión tantos kilómetros lejos del agua.

El informe concluye con la noticia de que «el señor y la señora Cavanaugh no han podido ser localizados para efectuar alguna declaración».

La razón de que yo haya tomado tal interés en el caso —suficiente, al menos, como para memorizar los detalles citados más arriba— es que conozco a los Cavanaugh bastante bien. Son mis vecinos de la puerta de al lado. Llámenlo el ego de un escritor que envejece si quieren, pero de alguna forma no puedo dejar de pensar que la visita de la otra noche iba destinada a mí. Esos pequeños bungalows de color verde se ven todos iguales en la oscuridad.

Bien, otra noche de plazo... El tiempo suficiente para rectificar el error. No pienso ir a ningún lado. Creo, de hecho, que será un final apropiado para un hombre de mi profesión: ser absorbido en el desarrollo del relato de otro hombre.


Envejece conmigo;
lo mejor aún no ha venido.




Dime, Howard, ¿cuánto falta aún para que me llegue el turno de ver el negro rostro aplastado contra mi ventana?"



T.E.D KLEIN - THE BLACK MAN WITH A HORN
 
Un pícaro es una especie de boicoteador antisistema atávico y solitario que actúa así por un impulso mecánico de supervivencia arraigado a lo largo de siglos y siglos de selección natural en un entorno de miseria sin salida.

La picaresca es el gran invento literario del siglo de oro español, un pueblo donde la picaresca es el único género literario genuino.

"Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picaras una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez mas de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño."

Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudo de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contente ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía.

Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:

"Lázaro, engañado me has: jurare yo a Dios que has tu comido las uvas tres a tres.""No comí -dije yo-más ¿por qué sospecháis eso?"

Respondió el sagacísimo ciego:

"¿Sabes en que veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas.”, a lo cual yo no respondí.

Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.

Y más vale que sigamos callando.
 
"Sol de mi sombra, luz de mi noche:

¿Por qué no me humilló el cielo en aquesta tempestad que tan fieramente había excitado? ¿Por qué sustraer al mar voraz este cuerpo mío, si luego en esta avara soledad aún más desafortunada, hórridamente naufragar debía mi alma?

Si el cielo piadoso no me envía por ventura socorro, vos no leeréis nunca la carta que agora os escribo, y abrasado cual hacha por la luz de estos mares habréme de volver yo oscuro a vuestros ojos, Selene que, habiendo aymé demasiado gozado de la luz de su Sol, en tanto cumple su viaje allende el arco extremo de nuestro planeta, despojada del auxilio de los rayos del astro suyo soberano, primeramente mengua a imagen de la hoz que le corta la vida, luego, lánguida linterna, vase disolviendo en ese espacioso cerileo escudo donde la ingeniosa naturaleza forma heroicas empresas y misteriosos emblemas de sus secretos. Privado de vuestra mirada soy ciego pues no me veis, mudo pues no me habláis, desmemoriado pues de mí no os acordáis.

Y sólo vivo, ardiente ocuridad y tenebrosa llama, vago fantasma que mi mente, configurando siempre igual en esta adversa pugna de contrarios, prestar querría a la vuestra. Salva la vida en esta lígnea roca, en este fluctuante baluarte, prisionero del mar que del mar me defiende, castigado por la clemencia del cielo, escondido en este hondo sarcófago abierto a todos los soles, en este aéreo subterráneo, en esta cárcel inexpugnable que me ofrece la fuga por doquier, desespero yo de veros un día.

Señora, yo os escribo con la ofrenda, indigno homenaje, de la rosa ajada de mi desconsuelo, y con todo eso, me envanezco de mi humillación y, pues a tal privilegio estoy condenado, casi gozo de aborrecida salvación: soy, creo, a memoria de hombre, el único ser de nuestra especie que ha hecho naufragio en una nave desierta."

UMBERTO ECO, La Isla del Día de Antes
 
cuellopavo rebuznó:
La picaresca es el gran invento literario del siglo de oro español, un pueblo donde la picaresca es el único género literario genuino.

Curiosamente, acabo de leer el Simplicissimus alemán, que demuestra que el género picaresco fue también un producto de exportación hacia toda Europa.

Del Simplicissimus me ha dado por releer el Buscón, del que traigo un fragmento rapiñero:

"Fuimos a los estanques, vímoslo todo y, en el discurso, conocí que mi desposada corría peligro en tiempo de Herodes, por inocente. No sabía; pero como yo no quiero los mujeres para consejeras ni bufonas, sino para acostarme con ellas, y si son feas y discretas es lo mismo que acostarse con Aristóteles o Séneca o con un libro, procúrolas de buenas partes para el arte de las ofensas; que, cuando sea boba, harto sabe si me sabe bien."
 
La luz que usaba el fotógrafo era cruda y proyectaba sombras muy oscuras en la pared de bloques de cemento que tenían de fondo. Una simple pared pintada en el sótano de alguien. El mono parecía cansado y tenía manchas de sarna. El tipo estaba en mala forma, pálido y con michelines, pero estaba ahí, relajado y agachado, abrazándose las rodillas con los brazos y con la tripa de chucho colgando, mirando a la cámara por encima del hombro y sonriendo.

"Beatífico" no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Lo que al niño le gustó primero de la pornografía no tenía que ver con el sexo. No eran las fotos de gente guapa follando entre sí, con las cabezas echadas hacia atrás y poniendo aquellas caras de orgasmo fingido. Al principio no fue eso. Ya había encontrado un montón de fotos en Internet antes de saber qué era el sexo. Tenían Internet en todas las bibliotecas. Tenían Internet en todas las escuelas.

Igual que uno puede mudarse de una ciudad a otra y encontrar siempre una iglesia católica y una misa que es la misma en todas partes, el niño siempre pudo encontrar Internet, no importaba a qué hogar de adopción lo enviaran. Lo cierto es que si Jesucristo se hubiera reído en la cruz, o si hubiera escupido sobre los romanos, si hubiera hecho algo más que limitarse a sufrir, al niño le habría gustado mucho más la Iglesia.

Lo cierto es que su página web favorita no era especialmente sexy, al menos no para él. En ella uno encontraba simplemente una docena de fotografías de un tío regordete vestido de Tarzán con un orangután aturdido y entrenado para ir metiendo algo que parecían cacahuetes tostados por el culo del tío.

El tío tenía el taparrabos de piel de leopardo apartado a un lado y la goma elástica de la cintura hundida bajo los michelines de la cintura.

El mono estaba agachado, con el siguiente cacahuete a punto.

No tenía nada de sexy. Y, sin embargo, el contador mostraba que más de medio millón de personas habían visitado la página.

"Peregrinaje" no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

El mono y los cacahuetes eran algo que el niño no podía entender, pero en cierta forma admiraba a aquel tío. El niño era estúpido, pero se daba cuenta de que aquello era algo que se le escapaba. La verdad era que la mayoría de la gente ni siquiera se atreverían a dejar que un mono los viera desnudos. Les aterraría el aspecto que pudiera tener su ojete, que pudiera tener un aspecto demasiado rojo o acolchado. La mayor parte de la gente no tendría agallas para agacharse delante de un mono, mucho menos de un mono y una cámara y varios focos, y en caso de hacerlo primero tendrían que hacer un trillón de abdominales, ir a una cabina de bronceado y cortarse el pelo. Después pasarían horas agachados delante de un espejo intentando encontrar su mejor perfil.

Y luego, por mucho que no fueran más que cacahuetes, uno tendría que permanecer relajado.

La mera idea de hacer audiciones con monos era aterradora, la posibilidad de ser rechazado por un mono tras otro. Seguro que puedes pagar bastante dinero a una persona para que te meta cosas dentro o te haga fotos. Pero un mono. Un mono siempre es sincero.

Tu única esperanza sería contratar a aquel mismo orangután, que es obvio que no era muy exigente. O eso o estaba excepcionalmente bien entrenado.

La cuestión es que todo esto sería mucho menos interesante si uno fuera guapo y sexy.

La cuestión es que en un mundo donde todo el mundo tiene que estar guapo todo el tiempo, aquel tío no lo era. Ni el mono tampoco. Y lo que estaban haciendo no era bonito.

La cuestión es que el sexo no fue la parte de la pornografía que enganchó al niño estúpido. Fue la cofianza. El valor. La falta total de vergüenza. La comodidad y la sinceridad genuina. La franqueza que permitía a alguien ser capaz de salir allí y contarle al mundo: Sí, así es como yo decido pasar una tarde libre. Posando aquí con un mono metiéndome cacahuetes por el culo.

Y no me importa el aspecto que tengo. Ni lo que vosotros penséis.

Así que apañaos como podáis.

Al insultarse a sí mismo estaba insultando al mundo.

Y aunque el tío no se lo estaba pasando en grande, su capacidad de sonreír y de mantener el tipo resultaba todavía más admirable.

De la misma forma que todas las películas porno implican a una veintena de personas fuera de plano, cosiendo, comiendo bocadillos y mirándose el reloj mientras otra gente está desnuda y tiene relaciones sexuales a unos pocos metros de distancia...

Para el niño estúpido aquello fue una iluminación. Llegar a estar en el mundo tan cómodo y lleno de confianza sería el nirvana.

"Libertad" no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Aquella era la clase de orgullo y seguridad en sí mismo que el niño quería tener. Algún día.

Si fuera él el que saliese en aquellas fotos con el mono, las miraría todos los días y pensaría: Si puedo hacer esto, puedo hacer cualquier cosa. No importa a qué más te enfrentes, si puedes sonreír y reírte mientras un mono te mete cacahuetes en un sótano húmedo de cemento con alguien sacando fotos, bueno, cualquier otra situación será pan comido.

Hasta el infierno.

Cada vez más, para el niño estúpido, esa era la idea...

Que si había bastante gente mirándote, nunca más ibas a necesitar la atención de nadie.

Que si algún día te desenmascaraban y quedabas lo bastante expuesto, nunca más ibas a poder esconderte. No habría tanta diferencia entre tu vida pública y tu vida privada.

Que si uno adquiría bastantes cosas, si lograba bastantes cosas, ya nunca querría poseer o conseguir nada más.

Que si uno podía comer o dormir lo bastante ya nunca necesitaría más.

Que si te quería bastante gente, nunca más necesitarías amor.

Que alguna vez se podía ser lo bastante listo.

Que algún día se podía conseguir suficiente sexo.

Todas estas se convirtieron en las nuevas metas del niño. En las ilusiones que habría de tener para el resto de su vida. Aquellas eran las promesas que vio en la sonrisa del tipo gordo.

Así que a partir de entonces, siempre que estaba asustado, triste o solo, todas las noches se despertaba presa del pánico en un nuevo hogar de adopción, con el corazón latiendo a toda prisa y la cama mojada, cada día que empezaba la escuela en un vecindario distinto, cada vez que la mamaíta volvía a buscarlo, en cada habitación roñosa de motel, en cada coche de alquiler, el niño se acordaba de aquellas doce mismas fotos del hombre gordo agachado. Del mono y los cacahuetes. Y aquello tranquilizaba al mocosillo de mierda. Le mostraba lo valiente, fuerte y feliz que puede llegar a ser una persona.

Que la tortura es tortura y la humillación es humillación solamente si uno elige sufrir.

"Salvador" no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.

Y es divertido ver cómo cuando alguien te salva, lo primero que quieres hacer es salvar a otra gente. A todos los demás. A todo el mundo.

El niño nunca supo cómo se llamaba aquel tipo. Pero nunca olvidó aquella sonrisa.

"Héroe" no es la palabra adecuada, pero es la primera palabra que viene a la mente.



Del libro Asfixia (Chuck Palahniuk)
 
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Primer párrafo de "Lolita", de Vladimir Nabokov:

Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos desde el borde del paladar para apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo.Li.Ta.

Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, un metro cuarenta y ocho de estatura con pies descalzos. Era Lola con pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos era siempre Lolita.

LOLITA (en español)

En inglés ya es música pura:

Lolita, light of my life, fire of my loins. My sin, my soul. Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth. Lo. Lee. Ta.

She was Lo, plain Lo, in the morning, standing four feet ten in one sock. She was Lola in slacks. She was Dolly at school. She was Dolores on the dotted line. But in my arms she was always Lolita
.
 
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