Puestos a hacer declaraciones francas e incestuosas, contaré mi propia experiencia, vivida, como suele ser habitual, durante la adolescencia. Mi hermana -cuatro años mayor que yo- tendría unos 19 cuando me inicié con ella en esos juegos de apariencia cándida, pero completamente morbosos y sensuales de estar con una chica con la que tienes absoluta confianza y conoces de toda la vida. Yo había descubierto el sexo un par o tres de años antes, y como es obvio, con 15 poco era capaz de hacer, mitad por mi timidez de niño encerrado en sus estudios y mitad porque por aquel entonces todos mis amores eran puramente platónicos y me derretía pensando en escribir odas, loas y panegíricos de "profunda" sensibilidad a las chicas de mirada candorosa, expresión dulce y asexuada, pelo rubio y ojos azules, que por entonces me rompían el corazón.
Mi hermana, como mujer, por su edad, con su madurez muy por encima de la mía, con su recién estrenada capacidad de romper corazones y sola, sin pareja en ese momento, estaba que se subía por las paredes y disfrutaba paseándose frente a mí con ropa interior, dejando la puerta del baño abierta mientras se duchaba, cambiándose de ropa en su dormitorio mientras yo estaba a su lado o nadando en la piscina que teníamos en casa, donde "perdía" el bikini con excesiva facilidad.
Un día, imagino que espoleado por el impulso febril de las hormonas, me lancé a acariciarla y me quedé perplejo cuando comprobé que no sólo no me rechazaba de una patada, sino que ronroneaba delante mía, mostraba movimientos sensuales de acusada lubricidad, se desnudaba, me dejaba tocarla por todo el cuerpo y me acariciaba a mí sin tapujos poniéndome como un martillo pilón. Aquello vino a durar un par de años, y desde entonces, era raro que desaprovecháramos el tiempo de la siesta en verano sin meternos juntos en la cama, sin que yo la magreara a conciencia o sin que, jugando a luchar a ver quién era más fuerte, la derribara y aprovechara para besarla, tocarla por donde más quería y ella se riese siempre mientras me dejaba hacer. Fue la primera vez que sentí esa fiebre intensa de acariciar suavemente unos muslos, un culo precioso, unas tetas completamente formadas y duras entre mis manos, sentir las curvas impresionantes de las caderas de una mujer y fue la primera vez que derrití mis dedos deslizando dulcemente las yemas por el vello púbico hasta sentirla empapada con su humedad.
Un buen día, sin anticipo y sin previo aviso, fui a hacer lo que teníamos por costumbre desde hacía muchos meses atrás, y ella me dio una patada, un empujón y me rechazó fulminantemente sin más, sin explicación de ningún tipo. Me quedé desolado; no comprendía nada y me preguntaba qué podía haberle hecho para dejarme en ese estado, con una erección del 15 y más abandonado que un perro callejero. A los pocos días encontré la explicación completa del enigma: apareció por casa con su nuevo novio a presentárselo a mis padres y, desde entonces, nunca más volvimos a tener el más mínimo roce sexual, si bien nuestra relación como hermanos siguió siendo extraordinaria.
Hace un par de años, la invité a cenar como en otras ocasiones solemos hacer de cuando en cuando, y en un rapto de sinceridad (y con dos copitas de buen vino de más) le pregunté si ella recordaba nuestros libidonosos "juegos" sexuales de hacía tanto tiempo atrás. Me sonrío, me dijo que no lo había olvidado nunca, me tranquilizó explicándome que aquello no sólo había sido algo absolutamente normal, sino que disfrutó muchísimo de mis caricias, de nuestros juegos y descubriendo su propia sexualidad. Me sentí relajado, como si me hubiese quitado de encima esa sensación de culpa inconsciente que siempre acudía a mi pensamiento cuando se hablaba de incesto, y, a fecha de hoy, estoy realmente orgulloso de haber vivido mi descubrimiento de la sexualidad con alguien que jamás podría haberme herido o hecho daño.
Pueden proseguir...