Una vez más, te han vuelto a entrar ganas de violar a esa mujer. No entiendes qué te hace volver, pero lo cierto es que los martes por la noche estarían demasiado vacíos sin el escote de esa cuarentona. Te pone cachondo que introduzca el billete entre sus generosos pechos cada vez que le dices con cara de hijo de puta que se quede con la vuelta; y que después del trabajo tenga que ir a la casa de la que tantas veces dio cuenta entre sucias bocanadas de tabaco negro, mientras lloraba porque su marido había conocido a una mujer mucho más atractiva, joven e inteligente a la que hoy propina esas palizas que ahora añora.
Curiosamente, el paso del tiempo te ha hecho comprender que esa ginebra barata que colocas en tu mesilla e inclinas hacia tu boca de madrugada entre temblores ahora es el único testigo de lo que tuviste, de lo que te quitaron y de lo que pudiste ser; amén de una fiel puta que siempre está junto a ti por unas pocas perras, y que incluso te puede abrir la puerta a pensamientos lisérgicos que te catapultan a un estado superior al de esos "normales" de pan, periódico, comunión y barbacoa.
A pesar de ello y por muy maduro que te sientas, te queda ese pequeño trauma infantil del miedo a la oscuridad, y por ello duermes toda la noche con la televisión puesta, acción que a veces te hace mezclar tus sueños de sexo, mentiras, francachelas y piedad, con predicciones meteorológicas y anuncios de aislantes. Lástima que por la mañana apenas recuerdes su contenido. Quizá sea por eso por lo que no has empezado a escribir el libro que tanto deseas o esas canciones que se camuflan detrás de una falta de inspiración que en realidad se erige como una ausencia de talento que sería demasiado dura para un tipo que repudia el té, la bufanda de franela y el libro más afamado de Kapuscinski sobre la mesa a la hora del desayuno.
Despiertas. Un rayo de sol se cuela por las rendijas de la persiana, rebota en tu cara y forma un claro en la sombra de las sábanas. Abres la boca y notas cómo te duele el paladar y cómo una incómoda sensación de hinchazón se acomoda al final de tu garganta. Te incorporas, te frotas la cara con las manos, te rascas la cabeza y, con pasos tímidos e indecisos te desplazas hacia la cocina. Allí coges una botella y bebes agua. Joder, nunca te ha sabido mejor que ahora. Todo ha terminado. Como siempre, te quedas con el buen momento, con el resultado final, con lo último que ha pasado. Pero, a lo largo del día tus ojos, tu cabeza, tu estómago y tus piernas serán el reflejo de cómo anoche te perdiste. Y vuelves a recordar. Y suspiras. Y te tomas un café. ¿Papá ha muerto? No serás tú quien sacrifique el tiempo en escribir postales.