Esto me recuerda a mi adolescencia temprana, 12 o 13 años, cuando nos íbamos por la noche al campo de Benejúzar varios colegas, entre ellos el de las lombrices, por ser lugar frecuentado por coches de parejitas. Los más avezados y salidos hasta disponían de linternas para, una vez llegados al vehículo tambaleante, agazapados cual víboras venenosas, lanzar su lascivo fogonazo y poder captar así, siquiera décimas de segundo, las imágenes de un hermoso trasero o una nutricia teta con las que alimentar las pajas por venir en la semana.
Recuerdo que uno, que no era de mi pandilla, se encaramó en un pino resinoso y, al comenzar a pelársela, tal sería su excitación, cayó sobre el capó del vehículo, dándose tal calabazada que habría de quedar maltrecho, lo que sería aprovechado por el follador ocupante para proporcionarle cierta y merecida dosis de hostias. Un sujeto de su pandilla, visto lo que había, no se le ocurrió otra cosa que blandir un cuchillo de cocina de esos sin filo, redondeados, de los que se utilizan para rebanar el pan y que había hallado en el vertedero próximo, y abalanzarse corriendo hacia el coche gritando como un cerdo degollado que "Deja a mi colega que soy gitano". El desalmado agresor de pajeros adolescentes subió al coche y salió echando leches. En otra ocasión, este aprendiz de mono, merced a su furia pajeril, habría de caerse de ojo y de eso presumía. Cayó del pino de cabeza, digo de ojo, lo que dio a jugosos comentarios sobre si acompañaba al vaivén de cierta introducción anal por lo aparatoso de la caída. Y no es juego de palabras ni encarecimiento, sino que cayó de cabeza depositando todo el peso de su enjuto cuerpo en su ojo izquierdo, no el del culo, sobre un pedrolo que, erecto como su juvenil polla, se erigía bajo el pino. Anduvo tuerto varios días.
La mayor barrabasada y de la que fui partícipe, Dios me perdone, fue tras localizar el coche donde una conocida del pueblo, conocida por puta y poco mayor que nosotros, se disponía a abusar de su nuevo noviete forastero. Qué hermosa luna la de aquella noche de verano y cuán fresca la brisa se deslizaba por los garrones de nuestras piernas. El caso es que en un pis pas, oímos tales gemidos, directos, extasiantes, que yo no sé si fue por envidia o por qué hostias consagradas que sin mediar palabra el de las lombrices agarró un enorme pedrolo y lo lanzó sobre el coche, escuchándose a continuación tremendo estruendo metálico y el consiguiente cese de los gozosos gemidos. No sé por qué pero el resto, unos cinco o seis gañanes, y también cegados por la envidia del pajillero quiero y no puedo, agarramos otros enormes pedrolos y los lanzamos con la furia del adolescente que prevé muchos años de pajas. No sólo se sintieron ruidos metálicos sino también de cristales y algún taco que no conviene reproducir por parte del ofendido. Como poseídos por algún trance o por la influencia de la luna de San Juan o su puta madre, y sin acuerdo previo, nos lanzamos en la oscuridad hacia un precipicio que estaba al lado gritando y con los brazos en alto, a fin de escondernos por tan fea acción y allí habríamos de permanecer observando cómo el ofendido, con la picha al aire, ojeaba a su alrededor buscándonos.
El coche, que tuvimos oportunidad de ver en otras ocasiones por el pueblo, quedó hecho un Cristo y era un descojone el ver los bollos y los parabrisas apañados con papel celofán.