Eh, eh, que yo en el recreo comía unos extraños pastelillos redondos de panadería, con una cremita pastelera dentro y espolvoreaos con azúcar por encima. Eso, en Barcelona. Cuando me fui a Galicia, un cacho pan con chorizo y a pegar patadas. Recuerdo que en vacaciones la merienda era una rebanada de pan de hogaza untada con mantequilla y azúcar. A veces había Pralín, que no dejaba de ser la Nocilla de los pobres.
En esa guerra que usted dice, llegaré a coronel.
No es cuestión de clasismo, no te confundas. Es cuestión de ser abierto de miras o no. Dije en el primer post que es muy habitual que los restaurantes de hoy en día pretendan cobrar 24 euros por un plato con siete ravioli (siete es literal) y que eso es una tomadura de pelo y que debería pegársele fuego al local en cuanto te ponen el plato (cuadrado, claro) en la mesa. No antes, porque hasta que ves lo que te ponen, existe la presunción de inocencia.
Pero comer en El Bulli es una experiencia. No es ir a un restaurante para millonarios ni para gourmets. Es una experiencia difícil de conseguir (por la increíble lista que hay para que te den mesa) y es una experiencia única porque comes aire, esferas, deconstrucciones y un sinfín de curiosísimos platos elaborados por un tío que es el mejor cocinero del mundo y que YA DEMOSTRÓ cuando tenía 20 años que sabe hacer garbanzos, paella, potaje, fabadas y dorada a la sal. Sin más. Ni menos.
Hace tres años ese era el precio. Hoy imagino que costará algo más.
Iba va con b, animal. Y permite que dude que hayas comido una mariscada de 2.400 euros.