Pues resulta que era un lunes que yo me iba a la oficina en metro. Lo cogía en Goya, hasta Sol. Total, seis paradas; tiempo entre paradas, unos dos o tres minutos. Según me meto en el vagón, que era el primero del convoy, me agarro a una de las barras -los asientos estaban ocupados y los hijos de puta no se levantaron a cedérmelo a mí, que soy una persona ya mayor- y en ese momento me suena el móvil en el bolsillo. Intento coger la llamada, igual era la felicidad, que llamaba no a mi puerta sino a mi teléfono, quién sabe, pero, claro, las puertas del vagón se cierran y echa a andar, a resultas de lo cual me quedé sin saber quién era quien llamaba. Me lo meto de nuevo en el bolsillo y me dice una tía que estaba sentada "pues hasta que no salgas no vas a tener cobertura". "Ya, ya lo sé, INTELECTUAL, pensé yo". "Sí, ya lo sé", dije haciendo un amago de sonrisa, todo lo que puedo yo sonreír un lunes a las nueve de la mañana. Y seguí a mi rollo, que no era otro que el de rezar muy fuerte para que se levantara alguien y me pudiera sentar, que estoy mayor. Total, que me percato que la tía se me queda mirando a los ojos, como con cara de "voy a mirar a ese chico que me gusta a ver si me dice algo", pero en lugar de ser las dos de la mañana de un sábado y ser un garito eran las nueve de un lunes y era el metro. Imaginaciones mías, pensé. Pero no, me miraba. Y cuando nuestras miradas se cruzaban, me la mantenía. Con dos cojones, pensé, ahí la tienes, mirándome con ojos de mujer fatal a estas horas. Esquivé su mirada para darme cuenta, al volver a pasarla en el barrido panorámico que todos hacemos en el metro, de que aún la tenía clavada en mí. No me jodas, pensé, que esta quiere tema.
Sonrío. Me sonríe.
A la altura de Retiro, se levanta alguien por fin. La persona que estaba a su lado, justamente. Me siento. Me mira. La miro. Sonreímos ambos. Qué pocas ganas de ir a trabajar, ¿eh?, le digo. Sí, ya ves, jiji, ¿en qué trabajas tú? En tal, ¿y tú? En cual. Ah pues muy bien. ¿Dónde te bajas? En San Bernardo, me dice ella. Yo en Sol, digo. Y así, con esta conversación inane y fútil llego a mi parada. Bueno, hasta luego. Hasta luego. Salgo al andén. Miro por la ventanilla. La veo girada, mirándome. Le hago un gesto con la mano, un gesto claro, inequívoco: SAL Y VEN AQUÍ. Me contesta con un gesto que yo interpreto como "me estoy haciendo la picha un lío, no sé qué hacer". Repito mi gesto, más ostensiblemente. Se levanta, y se queda con medio cuerpo fuera del vagón y otro medio dentro. Sal, coño, y coge el siguiente, le digo. Que llego tarde, que llego tarde, apunta mi número. Y me lo da. Al ser el primer vagón y por tanto ver el conductor su cuerpo claramente medio fuera por el espejo que usan para ver si ya está dentro todo el mundo o se ha quedado alguien enganchado en una puerta, no cerró las puertas no fuera a decapitarla, y le dio tiempo a darme el número entero.
Según salgo del metro y recupero la cobertura, le mando un mensaje diciendo "Anda que ya te vale ponerte a ligar en el metro a estas horas de la mañana y un lunes" "Tú lo has dicho, jaja", responde ella. A estas alturas, mis colegas de la oficina ya estaban todos al cabo de la calle de lo acontecido, y el cruce de mensajes se convirtió en el tema estrella de la mañana. El casero del edificio, con el que desayunaba todos los días, un fulano de putísima madre de sesenta años estaba que no daba crédito: "estas cosas me superan", decía mientras me miraba whatsapearla. "Me cago en Dios quién tuviera veinte años hoy, que me las iba a follar a todas estas guarras", decía, sin cortarse un pelo, delante de su hijo. En un momento dado ella dijo algo así como que menudo locurón de historia, y yo le dije "hagámosla loca del todo: vente a mi casa esta noche, directamente". Aceptó. Vino. Llamó al timbre, abrí, allí estaba, la besé tras decir hola, follamos, se quedó a dormir, se fue.
No la he vuelto a ver jamás.