Sir Ringo Starr
Veterano
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(Chico, si hacía tiempo que no escribía...)
Trabajar en hoteles es, a grandes rasgos, una mierda.
Uno tiene que lidiar con jefes esquizofrénicos, compañeros arribistas y clientes que, por lo general, no comprenden que detrás del trabajador hay una persona.
Dentro de este mundo, he trabajado en dos roles básicamente: botones (sí, el chaval que lleva la maleta y extiende la mano por si le cae una buena propina) y recepcionista.
Cuando me propusieron empezar en recepción lo percibí como una especie de ascenso. Algo más de trabajo, sí, pero casi me sentía como un adulto responsable. Iba a encargarme de reservas, dar la bienvenida, conserjería, resolver los problemas, llevar la contabilidad y mil cosas más (trabajo en un hotel pequeño, por lo que el recepcionista se traga todas las funciones que en un hotel más grande asumirían otros departamentos).
Por suerte o desgracia, todos los establecimientos en los que he trabajado han sido en mayor o menor medida de lujo, por lo que al menos no he tenido que tragar según qué mierdas de gitanos que me cuentan compañeros de profesión.
Se trata muchas veces de un trabajo poco gratificante, pero lo cierto es que es un escaparate sociológico ideal para comprender costumbres y dinámicas de una sociedad a la que no pertenezco. Hablo de gente capaz de dejarse 500€ como mínimo por una noche en una habitación individual, cosa que yo estoy lejos de poder hacer.
He visto a pijas rusas llorando a gritos porque el hotel no disponía de menú de almohadas, o agrediendo físicamente a compañeros porque el estampado de las sábanas de la cama no combinaba con el de las cortinas. He visto mujeres viajando solas desde Inglaterra con la intención (cumplida) de pillar a su marido in fraganti con alguna escort de lujo en una de nuestras habitaciones. He aguantado a algunas de estas escort llorando desconsoladas en un sofá del lobby porque el cliente se negaba a pagarlas. He recibido todo tipo de propinas, incluyendo drogas, billetes de 50 por dar la hora, y hasta una oferta de sexo con la esposa de un cliente.
Del otro lado he conocido a directores de hotel cocainómanos esgrimiendo mil triquiñuelas por tal de hacer legal un despido absolutamente improcedente, jefas de recepción histéricas que un día te aman y el siguiente quieren poner una bomba en el backoffice, ayudantes de recepción echando 4 horas extra impagadas por día creyendo que algún día heredarán la propiedad. Triángulos amorosos que por la noche se matan y por el día atienden juntos a los clientes.
Y todo con una sonrisa de oreja a oreja, por supuesto.
Me he disculpado tantas veces sin sentirlo que me resulta absolutamente natural hacerlo. Me he llegado a disculpar porque una limusina ha llegado un minuto tarde, porque el viento impidió a unos clientes subir a la Sagrada Familia o porque la calle del hotel fue cortada por obras en el alumbrado. Al cliente le da igual que tú tengas o no la culpa, él quiere que te vistas de su frustración y le implores perdón.
Alegradme este turno, anda.
Trabajar en hoteles es, a grandes rasgos, una mierda.
Uno tiene que lidiar con jefes esquizofrénicos, compañeros arribistas y clientes que, por lo general, no comprenden que detrás del trabajador hay una persona.
Dentro de este mundo, he trabajado en dos roles básicamente: botones (sí, el chaval que lleva la maleta y extiende la mano por si le cae una buena propina) y recepcionista.
Cuando me propusieron empezar en recepción lo percibí como una especie de ascenso. Algo más de trabajo, sí, pero casi me sentía como un adulto responsable. Iba a encargarme de reservas, dar la bienvenida, conserjería, resolver los problemas, llevar la contabilidad y mil cosas más (trabajo en un hotel pequeño, por lo que el recepcionista se traga todas las funciones que en un hotel más grande asumirían otros departamentos).
Por suerte o desgracia, todos los establecimientos en los que he trabajado han sido en mayor o menor medida de lujo, por lo que al menos no he tenido que tragar según qué mierdas de gitanos que me cuentan compañeros de profesión.
Se trata muchas veces de un trabajo poco gratificante, pero lo cierto es que es un escaparate sociológico ideal para comprender costumbres y dinámicas de una sociedad a la que no pertenezco. Hablo de gente capaz de dejarse 500€ como mínimo por una noche en una habitación individual, cosa que yo estoy lejos de poder hacer.
He visto a pijas rusas llorando a gritos porque el hotel no disponía de menú de almohadas, o agrediendo físicamente a compañeros porque el estampado de las sábanas de la cama no combinaba con el de las cortinas. He visto mujeres viajando solas desde Inglaterra con la intención (cumplida) de pillar a su marido in fraganti con alguna escort de lujo en una de nuestras habitaciones. He aguantado a algunas de estas escort llorando desconsoladas en un sofá del lobby porque el cliente se negaba a pagarlas. He recibido todo tipo de propinas, incluyendo drogas, billetes de 50 por dar la hora, y hasta una oferta de sexo con la esposa de un cliente.
Del otro lado he conocido a directores de hotel cocainómanos esgrimiendo mil triquiñuelas por tal de hacer legal un despido absolutamente improcedente, jefas de recepción histéricas que un día te aman y el siguiente quieren poner una bomba en el backoffice, ayudantes de recepción echando 4 horas extra impagadas por día creyendo que algún día heredarán la propiedad. Triángulos amorosos que por la noche se matan y por el día atienden juntos a los clientes.
Y todo con una sonrisa de oreja a oreja, por supuesto.
Me he disculpado tantas veces sin sentirlo que me resulta absolutamente natural hacerlo. Me he llegado a disculpar porque una limusina ha llegado un minuto tarde, porque el viento impidió a unos clientes subir a la Sagrada Familia o porque la calle del hotel fue cortada por obras en el alumbrado. Al cliente le da igual que tú tengas o no la culpa, él quiere que te vistas de su frustración y le implores perdón.
Alegradme este turno, anda.