Una fórmula semejante es la que ha empleado Sylvester Stallone en Los mercenarios (The Expendables), que resucita aquellas películas de acción macarra, rezumantes de testosterona y estruendo, que triunfaron en la década de los ochenta. El propio Stallone fue uno de los representantes más conspicuos de aquel cine que ahora ya casi podemos ver con curiosidad arqueológica, destinado a un público eminentemente masculino, no demasiado perturbado por pesquisas de índole metafísica; y, tras exprimir a Rocky y a Rambo, se ha lanzado a (digámoslo piadosamente) dirigir esta película, entre demencial y desternillante, en la que congrega a una pandilla de cincuentones y sexagenarios que, en otra época, le disputaron el aprecio de su público (nunca le perdonaremos, sin embargo, la ausencia de Jean-Claude Van Damme y Steven Seagal), algunos en divertidos y desprejuiciados cameos, como Arnold Schwarzenegger o Bruce Willis. Los mercenarios carece, por supuesto, de pretensiones artísticas; y logra su efecto paródico casi sin proponérselo, con tan sólo repetir los clichés más socorridos de aquel cine decididamente bruto. Aparte de ofrecer la posibilidad de contemplar los efectos demoledores que sobre el organismo humano ejerce la mezcla letal de nandrolona y cirugía plástica (si el rostro de Sylvester Stallone resulta una máscara de doliente inexpresividad, lo cual quizá ya fuese antes de los excesos quirúrgicos, el de Mickey Rourke parece un poema menos épico que patético), Los mercenarios confronta al espectador cuarentón con el imaginario más bien cutrecillo de su juventud, lo cual puede saldarse –según haya sido la evolución vital del cuarentón expuesto a tan peliaguda prueba– con un acceso de sonrojo urticante o un amago de llanto liberador (o, más probablemente, con ambas cosas a la vez); al mismo tiempo, permite al espectador adolescente, harto de que su generación sea tachada de descerebrada, comprobar que la de sus padres no le andaba a la zaga. Yo confesaré que me he divertido –con regocijada incredulidad si se quiere, con una suerte de regocijo culpable– con este inefable cóctel de monstruos, que es un desfase de principio a fin. Y he jugado a imaginarme otra película de asunto similar que juntase a mis actores predilectos de aquella época: Rutger Hauer, Christopher Walken, Christopher Lambert, Lance Henriksen, Harvey Keitel... Decididamente, la fórmula del cóctel de monstruos tiene un encanto irresistible para cualquier cinéfilo carroza; sobre todo si es un cinéfilo carroza que esconde pudorosamente una veta macarra, como yo mismo.