P
pulga
Guest
En Buenos Aires, adonde fui invitado por un tal Samuel Pulgapedorra -que creía ser un pariente lejano mío, y a quien yo seguí la corriente en tanto supe que era hombre adinerado y apesadumbrado por el desconocimiento de su árbol genealógico- compré a un chamarilero manco una pluma Parker del año 20, que funcionaba a duras penas.
El chamarilero me aseguró que esa pluma había pertenecido a Al Capone y que solía acariciarla con lentitud cuando las cosas le iban bien, y que él la vendía porque traía mucha mala suerte poseer la pluma de un muerto cuando se era manco. "La de veces que Al Capone acarició esta pluma con sus dedos vigorosos", me dijo el muy canalla.
Samuel Pulgapedorra reunió en Buenos Aires a varios Pulgapedorras de otros países. Parecía aquello un congreso internacional. Jamás vi tantos Pulgapedorras juntos.
Me acuerdo, especialmente, de Peter Pulgapedorra, un dentista de Chicago cuyo abuelo, que también fue dentista en Chicago, había escrito el libro "Sciatha Atha Pulgapedorras" allá en los años treinta.
En el Museo Británico existe un ejemplar. Pude comprobarlo estas últimas navidades, que las pasé en Londres, muy felizmente, y muy solo.
Ya Peter Pulgapedorra me avisó de la existencia de ese libro, pero se negó, inexplicablemente, a enseñarme el volumen pretextando que estaba escrito en gaélico y que, por mi conversación tacaña y superflua, deducía que mi desconocimiento del gaélico era una vergüenza para un Pulgapedorra.
A Samuel Pulgapedorra le interesó más emparentar con el dentista de Chicago. Entró una mañana, tempranísimo, en mi habitación de su lujoso piso bonaerenense, me despertó, me sirvió un café deprisa y corriendo, me montó en un avión con destino a Madrid y así acabó todo.
El pedigrí de sus homónimos de Chicago, como todo lo que viene de América, se impuso sobre la dudosa catadura de los Pulgapedorras de Aragón.
Aquello fue el noventayocho de los Pulgapedorras peninsulares. Cuando se lo conté a mi padre dijo "El Pulgapedorra dentista de Chicago era un jodido impostor, seguro".
Entretanto, guardé -a modo de suvenir y prueba de mi estrafalaria aventura pulgapedorriana- una cucharilla de plata de mi obsesionado anfitrión, cucharilla con la que revolví el azúcar marrón de mi último café en tierras americanas. Está delante de mí, junto a la pluma y otros objetos raros. Lleva, obviamente, las iniciales de S.P.
Pienso que algún desconfiado no me creerá. Le desafío públicamente. En la biblioteca del Museo Británico tiene el libro "Sciatha Atha Pulgapedorras", y dentro del mismo aparece una tarjeta de visita con el nombre y dirección y profesión -dentista- de su autor. Es una tarjeta del año 1935. El libro se remonta hasta unos parientes del siglo XVIII, de origen bearnés, que emigraron a América.
Me llamó la atención la existencia de una tal Catherine Pulgapedorra, que nació en 1778 y murió en 1798. El libro la describe como "pelirroja, dulce, hermosa, sensible, mística y enamorada de América, la tierra de promisión".
Ahora, de los Pulgapedorras de Aragón, coño de Ejpaña, ni una palabra. Me dejé los ojos repasando la genealogía de mis homónimos americanos, ingleses y franceses. Pero nada.
¡Ay, si mi abuelo Chuan hubiera visto semejante omisión!
El chamarilero me aseguró que esa pluma había pertenecido a Al Capone y que solía acariciarla con lentitud cuando las cosas le iban bien, y que él la vendía porque traía mucha mala suerte poseer la pluma de un muerto cuando se era manco. "La de veces que Al Capone acarició esta pluma con sus dedos vigorosos", me dijo el muy canalla.
Samuel Pulgapedorra reunió en Buenos Aires a varios Pulgapedorras de otros países. Parecía aquello un congreso internacional. Jamás vi tantos Pulgapedorras juntos.
Me acuerdo, especialmente, de Peter Pulgapedorra, un dentista de Chicago cuyo abuelo, que también fue dentista en Chicago, había escrito el libro "Sciatha Atha Pulgapedorras" allá en los años treinta.
En el Museo Británico existe un ejemplar. Pude comprobarlo estas últimas navidades, que las pasé en Londres, muy felizmente, y muy solo.
Ya Peter Pulgapedorra me avisó de la existencia de ese libro, pero se negó, inexplicablemente, a enseñarme el volumen pretextando que estaba escrito en gaélico y que, por mi conversación tacaña y superflua, deducía que mi desconocimiento del gaélico era una vergüenza para un Pulgapedorra.
A Samuel Pulgapedorra le interesó más emparentar con el dentista de Chicago. Entró una mañana, tempranísimo, en mi habitación de su lujoso piso bonaerenense, me despertó, me sirvió un café deprisa y corriendo, me montó en un avión con destino a Madrid y así acabó todo.
El pedigrí de sus homónimos de Chicago, como todo lo que viene de América, se impuso sobre la dudosa catadura de los Pulgapedorras de Aragón.
Aquello fue el noventayocho de los Pulgapedorras peninsulares. Cuando se lo conté a mi padre dijo "El Pulgapedorra dentista de Chicago era un jodido impostor, seguro".
Entretanto, guardé -a modo de suvenir y prueba de mi estrafalaria aventura pulgapedorriana- una cucharilla de plata de mi obsesionado anfitrión, cucharilla con la que revolví el azúcar marrón de mi último café en tierras americanas. Está delante de mí, junto a la pluma y otros objetos raros. Lleva, obviamente, las iniciales de S.P.
Pienso que algún desconfiado no me creerá. Le desafío públicamente. En la biblioteca del Museo Británico tiene el libro "Sciatha Atha Pulgapedorras", y dentro del mismo aparece una tarjeta de visita con el nombre y dirección y profesión -dentista- de su autor. Es una tarjeta del año 1935. El libro se remonta hasta unos parientes del siglo XVIII, de origen bearnés, que emigraron a América.
Me llamó la atención la existencia de una tal Catherine Pulgapedorra, que nació en 1778 y murió en 1798. El libro la describe como "pelirroja, dulce, hermosa, sensible, mística y enamorada de América, la tierra de promisión".
Ahora, de los Pulgapedorras de Aragón, coño de Ejpaña, ni una palabra. Me dejé los ojos repasando la genealogía de mis homónimos americanos, ingleses y franceses. Pero nada.
¡Ay, si mi abuelo Chuan hubiera visto semejante omisión!