PRIMERA EXPERIENCIA EN UN PSIQUIÁTRICO – From Cavern to Stars
El primer día estaba muy asustada y me puse a llorar en el desayuno delante de todos. Un chico me dijo que no era tan malo como parecía y me consoló para que dejase de llorar. Tenía miedo porque nadie me había explicado nada y estaba rodeada de personas muy medicadas. No es que tuviese miedo de que me fuesen a hacer daño, aunque creía que si estaban encerradas allí sería porque habrían agredido a alguien (nada más lejos de
la realidad en la mayoría de los casos), porque siempre pienso que qué me van a hacer que no me hayan hecho ya. Temía estar en manos de psiquiatras que me podían drogar de la misma manera que a ellos, los efectos secundarios de la medicación y no saber cuándo saldría de allí.
Mi móvil se había quedado en casa cuando me trasladaron al hospital en la ambulancia (me lo habrían confiscado al internarme de todas formas), por lo que no podía hablar con mis seres queridos ni saber qué hora era en ningún momento. Estuve dos días orientándome por la luz solar, ya que el tiempo allí dentro transcurre inimaginablemente lento, hasta que encontré un reloj digital escondido al otro lado de la ventanilla de control de enfermería. Los pacientes tienen enfermedades mentales de todo tipo. Conozco los problemas de los internos que quisieron hablar de ellos, otros prefirieron mantenerlos en secreto para evitar el estigma social, entre otras cosas, y con el resto directamente ni me pude comunicar porque no eran coherentes en su discurso o porque no hablaban mi idioma. Tiene que ser todavía más duro estar ahí dentro y no poder hablar con nadie. Por respeto a la intimidad de esas personas, no hablaré de sus problemas.
A las ocho de la mañana nos despiertan y nos mandan ducharnos y hacer la cama. Esperamos a que nos llamen por nuestro nombre para tomar la medicación y a las nueve desayunamos pan, jamón o queso, mermelada, margarina, galletas y café descafeinado. Hasta las once, momento en el que nos dan el zumo, lo que se suele hacer es dormir o caminar por el pasillo. Algunos toman cinco pastillas diferentes tres veces al día y están demasiado cansados como para hacer otra cosa. A mí sólo me daban antidepresivos una vez al día y no sentía ningún efecto secundario, pero al principio no tenía libros y tampoco podía concentrarme por mis problemas con David como para leer, así que hacía deporte en la elíptica. Después del zumo cierran las habitaciones y nos ponen a pintar, aunque yo aprovechaba para jugar a las cartas; allí La Pocha sí que triunfó. Un día vimos una película, aunque mi mejor amigo allí dentro prefirió caminar y quise estar con él en lugar de verla, y otro día nos dieron colchonetas e hicimos deporte con una enfermera majísima que dirigió la clase. La gente no estaba muy por la labor, pero les dije: “Venga, chicos, que por esto nos cobran treinta euros ahí fuera y aquí nos lo dan gratis.” Les pregunté que si para la próxima podíamos hacer hipopresivos, pero no hubo próxima vez. A la una hay otra ronda de medicación y la comida: puré o algún tipo de cereal o de legumbre de primero, carne o pescado de segundo con alguna verdura, a veces una ensalada de lechuga o de tomate, un panecillo y de postre fruta o un lácteo. Las visitas vienen de tres y media a siete, con una pausa para merendar a las cinco. A las siete pueden hacer una llamada aquellos que no han recibido visitas. Nos preguntan si hemos ido al baño. A las ocho hay otra ronda de medicación y la cena. Nos vamos a la cama los que queremos y el resto se puede quedar en los espacios comunes hasta las doce como mucho. A las once, tras el cambio de turno del personal, le dan pastillas para dormir a todo el que las solicite. Una vez a la semana nos pesan, miden nuestra altura y nuestro perímetro abdominal y nos toman la temperatura y la tensión.
Las psiquiatras están allí por la mañana de lunes a viernes y llaman a los pacientes para hablar con ellos cinco o diez minutos. Cuando vi la sala de terapia de grupo pensé que haría terapia de grupo por primera vez y estaba deseando probar la experiencia, pero resulta que la terapia de grupo es la reunión de los psiquiatras y los que me parecieron estudiantes de psiquiatría, imagino que para hablar en grupo de los pacientes. Mi psiquiatra está convencidísima de que ayuda a las personas que están allí dentro, aunque ellas no opinen lo mismo. Dice que no emplea drogas, sino medicamentos y que los pacientes no son presos, que lo que hacen es recibir cuidados para mejorar su salud. ¡Pero si ni siquiera se molestaron en comprobar si tenían bien mis datos! Cuando salí del centro y leí mi informe vi que no iban a poder hacerme el seguimiento porque no sabían realmente ni dónde vivía ni cuál era mi número de teléfono correcto. Es posible que ese centro sirva para dar un respiro temporal a familiares que no saben qué hacer con sus seres queridos o que ya no tienen fuerzas para lidiar con sus problemas y para controlar el tipo de medicación, la dosis, los efectos secundarios y al interno en general; pero no le ayuda a resolver sus problemas, no le proporciona herramientas ni apoyo. No digo que no haya personas que necesiten realmente la medicación, aunque seguro que necesitan más que eso y que mejorarían significativamente recibiéndolo. La medicación debería ser la última opción a considerar cuando todo lo demás falla, no la primera. Allí dentro hay personas encerradas en contra de su voluntad que no le han hecho daño a nadie. Por lo visto existe una ley que permite encerrar a la gente por criterio médico, aunque no hayan hecho absolutamente nada. No sé la facilidad que tienes para ponerte en el lugar de los demás, pero imagínate que alguien considera que te estás comportando de manera extraña y decide internarte en un centro psiquiátrico, sin juicio, sin que hayas cometido ningún delito, sólo porque el sistema le ha dado ese poder y su criterio tiene mayor peso que el tuyo. Imagina lo que es querer oponerte y que te arrastren por la fuerza, amarrándote a la camilla con correas, gritando toda la noche pidiendo auxilio, quedándote afónico, no sabiendo por qué estás ahí ni cuánto tiempo vas a estar, perdiendo la libertad, la intimidad, la dignidad y el derecho a controlar tu propio cuerpo y siendo anulado como persona y drogado. Sé que hay muchas personas que no son conscientes del sufrimiento que causan ciertos comportamientos. Supongo que es un mecanismo de defensa para adaptarse al entorno que vuelve a la gente insensible. Yo no lo quiero tener, aunque duela. Quiero llorar, indignarme, sentir rabia e impotencia cada vez que vea una injusticia o un maltrato. Quiero ser la voz de todo el que lo sufre en silencio.
El pabellón se divide en un pasillo de entrada con dos puertas de seguridad al que no tenemos acceso a menos que la psiquiatra nos dé permiso para salir con alguna visita, el control de enfermería, la enfermería, el comedor, un pasillo de unos 65 m de largo (aproximadamente un kilómetro por cada 15 vueltas) con 157 baldosas por fila (sí, matamos el tiempo contando baldosas), 15 habitaciones dobles, la sala de terapia de grupo y la sala común con televisor, sofás, mesas, sillas y dos bicicletas elípticas, donde nos juntamos y recibimos a las visitas, ya que no pueden estar en las habitaciones ni podemos entrar nosotros en una que no sea la nuestra.
Las vistas de la ciudad desde esos ventanales con el monte nevado al fondo eran impresionantes los días de sol y poder comer gratis cinco veces al día, no pasar frío, dormir en un colchón viscoelástico de la más alta calidad (Hill-Rom NP 150 viscoelastic) y no tener que encargarse de pensar recetas, hacer la lista de la compra, comprar, cocinar, lavar los platos, hacer la colada y limpiar la casa es genial. Aunque un paciente me dijo que el precio de la comida era muy elevado, porque era nuestra libertad. En eso tengo que darle la razón.
Lo que peor llevaba eran las horas muertas sin nada que hacer más que pensar en todo lo que quería hacer con David cuando saliera, la hora de las visitas el día que no podía ir nadie a verme y llegaban los familiares de los pacientes y yo no tenía con quién estar, las noches sin poder abrazar a nadie ni dormir por mi compañera de habitación, por los gritos de los pacientes, por la luz y por las visitas de las enfermeras, no poder encerrarme en el baño para usarlo y tener que aguantar que entrasen las enfermeras a cualquier hora estuviese haciendo en el baño lo que estuviese haciendo y no tener permiso para tranquilizar a los pacientes a los que ataban a la cama, aunque fuera algo muy sencillo de hacer. Esa práctica me recuerda al método para dormir a los hijos del doctor Estivill. Si aceptáis un consejo, no lo sigáis. Es efectivo, pero no sólo debería contar la efectividad, deberían importar las secuelas. Os recomiendo mucho más al pediatra Carlos González. Recordadme que un día os enseñe un poema suyo relacionado con el parto.
Mi compañera de habitación era una mujer muy culta. Iba en silla de ruedas, pero no parecía tener ninguna lesión en la columna vertebral. Podía ponerse de pie, pero se notaba que llevaba años sin utilizar las piernas, porque estaban muy delgadas por la falta de uso y casi no podían sostenerla. Me daba mucha pena, porque estaba muy sola y tenía muchos dolores, y miedo, porque era muy arisca. Al principio no hablábamos. Ella tenía permiso para comer en su habitación y podía no salir de ella para nada. Alguna vez me vio llorando en la cama porque me había pasado el día con la esperanza de que David viniera a hacerme una visita y no lo había hecho. De vez en cuando me hacía preguntas personales para tantearme y yo le contestaba a todo sinceramente. Era muy desconfiada, seguramente porque le han mentido mucho. Cuando empezó a coger confianza conmigo, comenzó a pedirme favores pequeños que yo hacía con gusto por ella. Empezó a sonreír, a hablar más y a salir de la habitación. Conversábamos sobre literatura, ópera, música clásica, cine, arte… Le conté mis problemas y le dije que qué le iba a decir a ella que no supiera ya porque se notaba perfectamente que sabía lo que era sufrir. Me dijo que lo bueno era que yo no tenía dolores físicos. Si ella no se suicidaba era por ser creyente y por habérselo prometido a su familia. Sus peticiones iban cada vez a más. Dormíamos con la luz encendida. Yo se lo concedía para que ella estuviera más tranquila porque podía ponerme el pantalón del pijama a modo de antifaz. No le estaba poniendo límites porque me cuesta enfrentarme a la gente y porque sólo iba a estar allí temporalmente y prefería pasarlo mal unos pocos días por alguien que lo necesitaba. Empezó a decirme con quién podía pasar tiempo y con quién no, lo que podía leer y lo que no, a leer mis escritos, a robarme mis cosas, a despertarme de diez a quince veces por la noche para que le rellenase el vaso con agua, para que le acercase una revista, para que le llevase el peine, para que le pusiera una manta, para que le echase colonia, para que avisase a las enfermeras, para que volviese a avisarlas una y otra vez, para que le tirase el contenido del orinal, para que le diese masajes, para que le limpiase el culo con papel higiénico, para que la bañase… Si no le hacía caso, se sentaba en la silla y venía a por mí a mi cama. Cuando la ayudaba me daba besos, abrazos y las gracias. Sabía que ella no necesitaba ayuda para hacer nada de lo que me pedía, pero que seguramente se había sentido muy abandonada y que necesitaba cariño. A lo mejor estiraba las relaciones hasta el máximo para ver si realmente la quería alguien o para confirmar que todo el mundo la abandona. Empecé a querer escapar de allí. Lo más fácil para mí era pedir un cambio de habitación, pero me parecía mucho más ético hablar del asunto con ella y fijar unos límites, aunque fuese algo difícil para mí. Le dije que por las noches, cuando llegase a la habitación, y por las mañanas, cuando me levantase, haría por ella todo lo que quisiera, pero que, una vez en la cama, necesitaba dormir y que por favor no me despertase. Esa noche me despertó más veces que nunca. Ella se dormía inmediatamente después de atenderla, pero a mí me desvelaba y más si acababa de mal humor por sentir que no se me estaba respetando. A la mañana siguiente pedí el cambio de habitación, aunque no parecían querer concedérmelo. Si hacía falta dormía en la sala común, pero a esa habitación no volvía. Si ellos no se iban a preocupar por mi salud, lo haría yo. Al final me cambiaron de habitación y mi excompañera no volvió a hablarme. Imagino que se ha sentido traicionada por mí.
Tener una enfermedad mental es un duro golpe para la autoestima, porque puedes fácilmente perder la confianza en ti mismo. Todo el mundo reinterpreta la realidad, los hechos pasan por el filtro de tu personalidad, tus vivencias, tu forma de pensar, tus conocimientos y tu sensibilidad (motivo por el que me gusta ampliar mis conocimientos, para tener un filtro más amplio); pero tu reinterpretación de la realidad pasa a ser de segunda categoría si tienes problemas mentales, porque temes estar equivocado más fácilmente que los demás y porque, si se sabe, pueden pensar que te equivocas, aunque tengas razón, lo que hará más difícil que puedas ganar una discusión. La enfermedad mental, debido al estigma social, puede condenarte a la soledad, porque hay una parte de ti mismo que no puedes mostrar al mundo y porque estás obligado a esconderte para evitar los prejuicios.
Creo que un día vi morir a una compañera. Era una mujer que estaba siempre angustiada y que casi no podía vestirse ni comer sola ni hablar por los nervios. Estábamos comiendo en el comedor todos juntos, cuando una interna vio que se estaba ahogando con la comida. Su cuerpo no reaccionaba de ninguna manera: ni tosía ni nada. Tres enfermeras corrieron hacia ella. Una agarró su estómago por detrás y apretó varias veces, mientras las otras separaban las mesas y las sillas para dejar espacio. El cuerpo de la mujer seguía sin reaccionar y estaba cianótico (presentaba una coloración azulada). La tendieron en el suelo intentando reanimarla y nos sacaron a todos de la sala. Tiempo después metieron una cama y la devolvieron a su sitio vacía a los pocos minutos. Nos dijeron que se encontraba bien, pero no me lo creo. Aunque el personal hospitalario a mí particularmente me ha tratado bien en todo momento y ha sido amable conmigo, es cierto que tiende a utilizar ciertas técnicas, entre ellas mentir a los pacientes para manipular su comportamiento (para que no protesten, para que acepten algo que no quieren, para intentar que se les olvide lo que quieren, etc.), y no me creo que esa mujer siga viva sólo porque ellos lo digan.
Las visitas de algunos de los internos me decían que qué hacía yo en un sitio como ese, que siempre me veían sonreír, que parecía una persona normal, que consideraban que ese lugar me podía venir muy mal y que por qué no me sacaban ya de allí. La psiquiatra me preguntaba a menudo si tenía pensado suicidarme al salir. Yo no miento, así que no le iba a decir que no. Le pregunté si me iba a tener allí encerrada hasta que le dijera que no y me contestó que ese era el plan. Le dije que si en trece años las ganas de morirme no habían desaparecido no lo iban a hacer en dos semanas encerrada allí, que aunque me tuviera un año, le seguiría diciendo que no le puedo asegurar que no me vaya a matar. Al final me dio el alta y prometí a mis compañeros que volvería para visitarles, aunque no me creyeron. A los pocos días volví y le dije a las enfermeras que venía a ver a las personas que no tenían visitas para que no se sintieran solas, pero no me dejaron pasar, alegando que no era bueno para ellas, algo que es totalmente falso.