En una cabaña que yo tenía en el monte, y que visitaba de cuando en cuando, anidó una rata. El nido estaba bajo el tejado sobre una viga que pasaba por encima de donde se encontraba mi cama. La rata se pasó toda la noche queriendo llegar a su nido, que yo no sospechaba que tenía sobre mi cabeza, y nunca olvidaré aquella terrible noche tratando de ahuyentarla. A la mañana siguiente, y dado que la rata madre no había conseguido llegar hasta su nido, una ratita pequeña cayó sobre mi almohada, justo al lado de mi cabeza. Con ayuda de una escalera descubrí el nido en el que había hasta 7 ratitas recién nacidas. Sentí verdaderos escalofríos, pues las ratas, como las serpientes, son animales que no soporto. Con ayuda de una pequeña pala de albañil -un palaustre- cogí a los animalitos y los saqué al exterior de la casa.
Aún no les había salido el pelo y tenían los ojos cerrados, pero se retorcían y emitían unos finos aullidos, seguramente de hambre. Comprendí que tenía que matarlas antes de que apareciera otra vez su madre, pero no sabía cómo hacerlo. Preso de una gran excitación tomé un martillo, y sin querer ver lo que hacía empecé a dar martillazos con gran frenesí, a la par que gritaba para infundirme valor y no escuchar los lamentos de los animalitos. Cuando abrí de nuevo los ojos aún había una ratita retorciéndose en aquel charco de sangre, y le machaqué la cabeza con un último y certero martillazo. Luego, con la ayuda de la pala, tomé aquellos restos sanguinolentos y los enterré.
Al rato un vecino vino a visitarme, y me llamó la atención sobre las salpicaduras de sangre que había en mi camisa. Entonces le conté con todo lujo de detalles mi terrible experiencia. Mi vecino no paraba de reírse, y al final me dijo:
-Podrías haberlas metido en una bolsa y enterrarlas sin más, o después de meterlas un rato en un cubo con agua si te daba cosa enterrarlas vivas.
No se me había ocurrido.
Sin duda actué en un estado de ofuscación espero que transitoria.