“Me sorprende que la gente piense que es motivo de gozo que el invierno se marche, o espere que, si aún está por venir, no sea este año demasiado duro. Al contrario, yo elevo una plegaria cada año porque caiga toda la nieve, todo el granizo, todas las heladas y todas las tormentas, de una forma o de otra, con las que el cielo pueda agraciarnos.
Por cierto que todos conocen los divinos placeres que procura una chimenea en el invierno: un libro de metafísica alemana, las alfombras cálidas junto al fuego, el té y alguien que lo prepare bien - preferiblemente una joven hermosa, con los brazos de Aurora y las sonrisas de Hebe, porque resulta muy desagradable preparar el té o servírselo sólo-, las persianas cerradas, las cortinas cayendo al suelo en amplios pliegues, mientras viento y lluvia rugen fuera en alta voz.
Preferiblemente, yo quiero un pleno invierno en su más cruda forma; un invierno canadiense, o uno ruso, pero incluso me conformo con la lluvia, siempre que caiga a cántaros.
Soy incapaz de disfrutar plenamente de una velada si ha pasado ya mucho tiempo del día de Santo Tomás -la noche más larga del año- y ha comenzado la degeneración hacia las lamentables tendencias de las apariencias primaverales.
No; prefiero las veladas a las que un grueso muro de noches oscuras separan del retorno de la luz y de los rayos del sol. Desde las últimas semanas de octubre hasta las noches de Navidad se extiende por consiguiente el periodo en el que la felicidad se muestra en su temporada, que a mi juicio entra en la habitación con la tetera eterna.