cuellopavo
Frikazo
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Hilo dedicado a uno de mis dipsómanos preferidos, uno de los últimos viejos lobos de la literatura, el rey del realismo sucio -en muchas ocasiones, apestoso- Hablo como no, del gran
Charles Bukowski (1920-1994) nació en la ciudad alemana de Aldernach. Su madre, Katharina Fett, era alemana y su padre, Henry Bukowski, un militar estadounidense que sirvió durante la ocupación en Alemania al final de la Primera Guerra Mundial.
A los dos años se trasladó con su familia a Los Ángeles, donde vivió toda su vida.
La Gran Depresión, la falta de trabajo y dinero frustraron al padre, quien tomó como salida la opción de hostiarlo. Su vida y literatura estuvieron marcados por dos hechos:
Primero, el haber tenido a los padres que tuvo ("tuve unos padres terribles, y ellos construyen el mundo de uno")
Así describe su 1ª paliza -chispas- en "La senda del perdedor" ("Ham on rye")
—Está bien, Henry. Entra en el baño.
Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota. Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón.
—Bueno, bájate los pantalones.
Me bajé los pantalones.
—Bájate los calzoncillos.
Me los bajé.
Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio. Después de un rato todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba salada que me corría por la garganta. El se detuvo.
Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de pie en el salón.
—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?
—El padre —dijo ella —siempre tiene la razón.
Aprendió el valor del autocontrol soportando las palizas que le propinaba su padre. Pasados unos años, empezó a aguantarlas en silencio. Al parecer, eso confundía a Henry Bukowski, que dejó de castigar a su hijo. En su lucha contra el dolor, el niño alcanzó una especie de estoicismo ante la adversidad que se convirtió en un rasgo esencial de su carácter. Bukowski era un hombre que raramente perdía los estribos, salvo cuando estaba muy borracho.
Lo relata en "Escritos de un viejo indecente":
El segundo hecho inalterable en su vida, fue el haber sufrido un caso atípico de acné que le dejó marcada la cara y el alma.
Nos lo cuenta en los capítulos 28 a 35 de "La senda del perdedor". Aquí unos fragmentos:
Yo estaba avergonzadísimo de mis granos. En Chelsey podías escoger entre hacer gimnasia o instrucción militar. Escogí la instrucción porque no había que llevar el equipo de gimnasia y así nadie podría ver las erupciones que infestaban mi cuerpo. Pero odiaba el uniforme. La camisa estaba hecha de lana que irritaba mis granos. El uniforme había que llevarlo desde el lunes hasta el jueves. El viernes nos permitían llevar ropas normales.
Estudiábamos el Manual de Armamentos. Trataba sobre estrategias bélicas y mierda por el estilo. Teníamos que pasar exámenes. Hacíamos marchas por el campo. Practicábamos el Manual de Armamentos, y llevar el fusil colgando durante distintos ejercicios era fatal para mí porque tenía granos en los hombros. A veces, cuando encajaba el fusil en mi hombro, se rompía alguno y empapaba mi camisa. La sangre atravesaba la tela, pero como era espesa y hecha de lana, la mancha era menos obvia y no parecía ser de sangre.
Le conté a mi madre lo que me pasaba y ella forró las hombreras con trapos blancos que tan sólo ayudaron un poco.
Una vez vino un oficial en visita de inspección y asió mi fusil quitándomelo de las manos —para mirar por el cañón y comprobar que no había polvo en el ánima. Me devolvió el fusil dándome un golpetazo y entonces se fijó en las manchas de mi hombro.
—¡Chinaski! —espetó el oficial—, ¡tu fusil pierde aceite!
—Sí, señor.
Pasé el primer trimestre pero los granos empeoraron más y más. Eran tan grandes como nueces y cubrían toda mi cara. Yo estaba tremendamente avergonzado. Algunas veces, en mi casa, me plantaba frente al espejo del cuarto de baño y me reventaba un grano. Eran como pequeños fosos repletos de mierda blanca. En un cierto y morboso sentido era fascinante que estuvieran rellenos de toda esa basura, pero sabía muy bien lo difícil que se les hacía a los demás el mirarme a la cara.
El colegio debió de avisar a mi padre. Al término de ese trimestre me sacaron del colegio, fui a la cama y mis padres me cubrieron de ungüentos. Había un potingue marrón que apestaba. Era el preferido de mi padre. Y quemaba. El insistía en ponérmelo durante más rato del que aconsejaban las instrucciones. Una noche me obligó a aplicármelo durante horas. Me desperté chillando, corrí hasta la bañera, la llené de agua y me desprendí del potingue con dificultad. Mi cara, mi espalda y el pecho estaban quemados. Esa noche hube de sentarme al borde de la cama porque no podía tumbarme.
Mi padre entró en la habitación.
—Te dije que te dejaras puesto el ungüento.
—Mira lo que ha pasado —le informé.
Mi madre entró en la habitación.
—El hijo de puta no quiere curarse —explicó mi padre—. ¿Por qué he tenido que tener un hijo como éste?
Mi madre perdió su trabajo. Mi padre continuaba saliendo todas las mañanas en su coche como si fuera a trabajar. «Soy ingeniero» le decía a la gente. Siempre había querido ser ingeniero.
Se dispuso que acudiera al Hospital General del Condado de Los Angeles. Me dieron una gran tarjeta blanca. Cogí la tarjeta blanca y monté en el tranvía de la línea 7. El billete costaba siete centavos (los abonos de cuatro valían veinticinco centavos). Me guardé el billete y anduve hasta la trasera del tranvía. Tenía cita a las 8.30 de la mañana.
Unas pocas manzanas más adelante un niño y una mujer subieron al tranvía. La mujer era gorda y el niño tendría cerca de cuatro años. Se sentaron en el asiento posterior al mío. Yo miraba por la ventanilla. Todos rodábamos juntos. Me gustaba ese tranvía de la línea 7. Marchaba realmente rápido y cabeceaba adelante y atrás mientras el sol brillaba en el exterior.
—Mamá —oí decir al niño—. ¿Qué tiene ese señor en la cara?
La mujer no respondió.
El niño hizo otra vez la misma pregunta.
Ella no respondió. Entonces el niño chilló:
—¡Mamá! ¿Qué es lo que tiene ese señor en la cara?
—¡Cállate! ¡No sé qué es lo que tiene en la cara!
Al día siguiente tuve suerte. Anunciaron mi nombre. Era un doctor distinto. Me desnudé. El encendió una cálida y blanca luz y me examinó. Yo estaba sentado al borde de la mesa de exploración.
—Hmmm, hmmmm —dijo él—, uh, uhh...
Permanecí sentado.
—¿Desde cuándo tienes este problema?
—Desde hace un par de años. Cada vez empeora más.
—Ah, aaah.
Siguió examinándome.
—Bien, ahora espera unos instantes, volveré en seguida.
Pasaron unos minutos y de repente la habitación se llenó de gente. Todos eran doctores. Al menos tenían el aspecto y hablaban como doctores. ¿De dónde habían salido? Creía que apenas había doctores en el Hospital General del Condado de Los Angeles.
—Acné vulgaris. ¡El peor caso que he visto en todos mis años de ejercicio!
—¡Fantástico!
—¡Increíble!
—¡Mirad su cara!
—¡El cuello!
—Acabo de examinar a una joven con acné vulgaris. Su espalda estaba cubierta de granos. Ella lloró y me dijo: «¿Cómo podré jamás ligarme a un hombre? Mi espalda quedará marcada para siempre. ¡Quiero suicidarme!» ¡Y ahora mirad a este tipo! Si ella pudiera verlo, sabría que no tenía razón para quejarse.
Gilipollas de mierda, pensé, ¿no te das cuenta de que estoy oyendo lo que dices?
¿Cómo llegó este tipo a ser doctor? ¿Es que aceptan a cualquiera?
—¿Está el paciente dormido?
—¿Por qué?
—Parece muy tranquilo.
—No, no creo que esté dormido. ¿Estás dormido, chaval?
—Sí.
Siguieron explorando distintas partes de mi cuerpo bajo esa cálida y blanca luz.
—Date la vuelta.
Me di la vuelta.
—Mirad, ¡tiene una lesión en el interior de su boca!
—Bueno, ¿cómo la podríamos tratar?
—Con la aguja eléctrica, creo yo...
—Sí, claro, la aguja eléctrica.
—Sí, la aguja.
Estaba decidido.
Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa. El doctor me miró.
—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?
—Sí.
Me apretó un forúnculo de la espalda.
—¿Te ha dolido?
—Claro.
—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.
Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler come se calentaba el aceite.
—¿Preparado? —preguntó.
—Sí.
Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi espalda. Luego sacó la aguja.
—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.
Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.
—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo uno de los hombres.
—No se queja en absoluto —dijo el otro.
—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna enfermera? —les pregunté.
—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!
La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.
—Este chico evidentemente es un amargado...
—Sí, claro, eso es.
Los hombres se fueron.
—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien que abuses de ellos.
—Usted siga perforando —le contesté.
Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces me tendí y me trabajó el cuello y la cara.
Enfrentó esas frustraciones principalmente escuchando música clásica y refugiándose en la lectura.
La senda del perdedor:
Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Cuando murió el padre de Bukowski, el escritor heredó su casa del barrio de temple City, Los Ángeles. Mientra se tramitaba la venta, Bukowski y Jane se instalaron en la casa, y solían beber con su vecino Francis Billie, un ornitólogo que tenía una colección de pájaros exóticos. Bukowski escribió un gracioso relato basado en las veladas con el señor Billie (al que en la historia llama Harry), qué más tarde se publicó en Escritos de un viejo indecente.
Francis Billie había acabado conociendo bastante bien a Henry Bukowski, y le escuchaba cuando éste le hablaba del escritor. “Lo había decepcionado. El hijo siempre le pedía dinero –explicaba-. Decía que su hijo bebía demasiado.”
Empezó a escribir cuentos muy joven pero, tras un primer relato publicado por una revista en 1944, abandonó la literatura por muchos años, en los que sentó los cimientos de su leyenda alcohólica.
CONTINUARÁ...
Fin de la 1º parte de la trilogía (Post en obras - Disculpen las molestias)
Charles Bukowski (1920-1994) nació en la ciudad alemana de Aldernach. Su madre, Katharina Fett, era alemana y su padre, Henry Bukowski, un militar estadounidense que sirvió durante la ocupación en Alemania al final de la Primera Guerra Mundial.
A los dos años se trasladó con su familia a Los Ángeles, donde vivió toda su vida.
La Gran Depresión, la falta de trabajo y dinero frustraron al padre, quien tomó como salida la opción de hostiarlo. Su vida y literatura estuvieron marcados por dos hechos:
Primero, el haber tenido a los padres que tuvo ("tuve unos padres terribles, y ellos construyen el mundo de uno")
"Cuando alguien te golpea durante mucho tiempo y tan fuerte, te preguntas qué significas. Cualquiera que sea severamente castigado durante su niñez, o sale de esa situación, o termina siendo un violador o un asesino, o en un manicomio, o se pierde en todo tipo de direcciones. Así que mi padre fue un gran maestro de literatura, me enseñó el sentido del dolor, un dolor sin razón"
Así describe su 1ª paliza -chispas- en "La senda del perdedor" ("Ham on rye")
-8-
Oí llegar a mi padre. Siempre cerraba de un portazo, caminaba pesadamente y hablaba a gritos. Estaba en casa. Después de unos momentos se abrió la puerta del dormitorio. Medía casi dos metros, era un hombre grande. Todo se desvaneció, la silla en la que estaba sentado, el papel pintado de la pared, la pared, todos mis pensamientos. Era como la oscuridad eclipsando al sol, su violencia hacía desaparecer todas las cosas. Era todo orejas, nariz, boca; no, podía mirarle a los ojos, sólo era una cara enrojecida de ira.—Está bien, Henry. Entra en el baño.
Entré y él cerró la puerta tras nosotros. Las paredes eran blancas. Había un espejo de baño y una pequeña ventana, con una cortinilla negra rota. Estaban la bañera y el retrete y los azulejos del suelo. Cogió la badana de cuero para afilar la navaja de afeitar que colgaba de un gancho. Iba a ser la primera de una serie incontable de palizas que se fueron haciendo más y más frecuentes. Siempre, me parecía a mí, sin una verdadera razón.
—Bueno, bájate los pantalones.
Me bajé los pantalones.
—Bájate los calzoncillos.
Me los bajé.
Entonces me atizó. El primer golpe me produjo más impresión que dolor. El segundo me hizo más daño. Cada golpe iba incrementando el dolor. Al principio yo era consciente de las paredes, la bañera, el retrete. Al final, no podía ver nada. Mientras me pegaba me insultaba, pero yo no podía entender las palabras. Pensé en sus rosas, en las rosas que cultivaba en el patio. Pensé en su automóvil en el garaje. Traté de no gritar. Sabía que si me ponía a gritar quizás parase, pero sabiéndolo, y sabiendo que él deseaba que me pusiera a gritar, me hacía el valiente y aguantaba. Se me saltaban las lágrimas de los ojos, pero permanecía en silencio. Después de un rato todo se convirtió en un mareante remolino, en una vorágine donde sólo quedaba la posibilidad mortal de que no acabase nunca. Finalmente, como si me pusiera en marcha, comencé a sollozar, atragantándome con la baba salada que me corría por la garganta. El se detuvo.
Desapareció de allí. Comencé a visualizar de nuevo la pequeña ventana y el espejo. La badana de cuero colgaba de su gancho, larga, marrón y doblada. Yo no me podía agachar para subirme los calzoncillos y los pantalones, así que anduve hasta la puerta a duras penas con los pantalones alrededor de los tobillos. Abrí la puerta del baño y allí estaba mi madre, de pie en el salón.
—No ha estado bien —le dije—. ¿Por qué no me has ayudado?
—El padre —dijo ella —siempre tiene la razón.
Aprendió el valor del autocontrol soportando las palizas que le propinaba su padre. Pasados unos años, empezó a aguantarlas en silencio. Al parecer, eso confundía a Henry Bukowski, que dejó de castigar a su hijo. En su lucha contra el dolor, el niño alcanzó una especie de estoicismo ante la adversidad que se convirtió en un rasgo esencial de su carácter. Bukowski era un hombre que raramente perdía los estribos, salvo cuando estaba muy borracho.
Lo relata en "Escritos de un viejo indecente":
aunque el dolor era terrible, yo, yo mismo, me sentía completamente al margen de él. quiero decir que, real¬mente, aquello no me interesaba; no significaba nada para mí. no tenía ningún lazo con mis padres y así no sentía que hubiese nin¬guna violación de amor o confianza o cariño. lo más difícil era el llanto. no quería llorar. era trabajo sucio, como segar el pradillo. como cuando me daban el cojín para que me sentara después, después de la paliza, después de regar el pradillo. yo tampoco quería el cojín, así que, no queriendo llorar, un día decidí no hacerlo. lo único que podía oírse era el chasquido del asentador de cuero contra mi culo desnudo. era un sonido extraño, carnoso y horrendo en el silencio y yo miraba fijamente los azulejos del baño. llegaban las lágrimas pero yo no emitía sonido alguno. dejó de pegarme. normalmente me atizaba entre quince y veinte golpes. paró cuando me había dado sólo siete u ocho. salió corrien¬do del baño:
—¡mamá, mamá, creo que nuestro chico está LOCO, no llora cuando le pego!
—¿crees que estás loco, Henry?
—sí, mamá.
—oh, ¡qué fatalidad!
no era más que la primera aparición IDENTIFICABLE de El Muchacho Congelado. yo sabía que tenía algún problema pero no me consideraba loco. era sólo que no podía entender cómo otras personas eran capaces de enfadarse con tanta facilidad, luego ol¬vidar su enfado con la misma facilidad y ponerse alegres, ni cómo podían interesarse tanto por TODO cuando todo era tan aburrido.
—¡mamá, mamá, creo que nuestro chico está LOCO, no llora cuando le pego!
—¿crees que estás loco, Henry?
—sí, mamá.
—oh, ¡qué fatalidad!
no era más que la primera aparición IDENTIFICABLE de El Muchacho Congelado. yo sabía que tenía algún problema pero no me consideraba loco. era sólo que no podía entender cómo otras personas eran capaces de enfadarse con tanta facilidad, luego ol¬vidar su enfado con la misma facilidad y ponerse alegres, ni cómo podían interesarse tanto por TODO cuando todo era tan aburrido.
El segundo hecho inalterable en su vida, fue el haber sufrido un caso atípico de acné que le dejó marcada la cara y el alma.
Nos lo cuenta en los capítulos 28 a 35 de "La senda del perdedor". Aquí unos fragmentos:
-28-
Yo estaba avergonzadísimo de mis granos. En Chelsey podías escoger entre hacer gimnasia o instrucción militar. Escogí la instrucción porque no había que llevar el equipo de gimnasia y así nadie podría ver las erupciones que infestaban mi cuerpo. Pero odiaba el uniforme. La camisa estaba hecha de lana que irritaba mis granos. El uniforme había que llevarlo desde el lunes hasta el jueves. El viernes nos permitían llevar ropas normales.
Estudiábamos el Manual de Armamentos. Trataba sobre estrategias bélicas y mierda por el estilo. Teníamos que pasar exámenes. Hacíamos marchas por el campo. Practicábamos el Manual de Armamentos, y llevar el fusil colgando durante distintos ejercicios era fatal para mí porque tenía granos en los hombros. A veces, cuando encajaba el fusil en mi hombro, se rompía alguno y empapaba mi camisa. La sangre atravesaba la tela, pero como era espesa y hecha de lana, la mancha era menos obvia y no parecía ser de sangre.
Le conté a mi madre lo que me pasaba y ella forró las hombreras con trapos blancos que tan sólo ayudaron un poco.
Una vez vino un oficial en visita de inspección y asió mi fusil quitándomelo de las manos —para mirar por el cañón y comprobar que no había polvo en el ánima. Me devolvió el fusil dándome un golpetazo y entonces se fijó en las manchas de mi hombro.
—¡Chinaski! —espetó el oficial—, ¡tu fusil pierde aceite!
—Sí, señor.
Pasé el primer trimestre pero los granos empeoraron más y más. Eran tan grandes como nueces y cubrían toda mi cara. Yo estaba tremendamente avergonzado. Algunas veces, en mi casa, me plantaba frente al espejo del cuarto de baño y me reventaba un grano. Eran como pequeños fosos repletos de mierda blanca. En un cierto y morboso sentido era fascinante que estuvieran rellenos de toda esa basura, pero sabía muy bien lo difícil que se les hacía a los demás el mirarme a la cara.
El colegio debió de avisar a mi padre. Al término de ese trimestre me sacaron del colegio, fui a la cama y mis padres me cubrieron de ungüentos. Había un potingue marrón que apestaba. Era el preferido de mi padre. Y quemaba. El insistía en ponérmelo durante más rato del que aconsejaban las instrucciones. Una noche me obligó a aplicármelo durante horas. Me desperté chillando, corrí hasta la bañera, la llené de agua y me desprendí del potingue con dificultad. Mi cara, mi espalda y el pecho estaban quemados. Esa noche hube de sentarme al borde de la cama porque no podía tumbarme.
Mi padre entró en la habitación.
—Te dije que te dejaras puesto el ungüento.
—Mira lo que ha pasado —le informé.
Mi madre entró en la habitación.
—El hijo de puta no quiere curarse —explicó mi padre—. ¿Por qué he tenido que tener un hijo como éste?
-29
Mi madre perdió su trabajo. Mi padre continuaba saliendo todas las mañanas en su coche como si fuera a trabajar. «Soy ingeniero» le decía a la gente. Siempre había querido ser ingeniero.
Se dispuso que acudiera al Hospital General del Condado de Los Angeles. Me dieron una gran tarjeta blanca. Cogí la tarjeta blanca y monté en el tranvía de la línea 7. El billete costaba siete centavos (los abonos de cuatro valían veinticinco centavos). Me guardé el billete y anduve hasta la trasera del tranvía. Tenía cita a las 8.30 de la mañana.
Unas pocas manzanas más adelante un niño y una mujer subieron al tranvía. La mujer era gorda y el niño tendría cerca de cuatro años. Se sentaron en el asiento posterior al mío. Yo miraba por la ventanilla. Todos rodábamos juntos. Me gustaba ese tranvía de la línea 7. Marchaba realmente rápido y cabeceaba adelante y atrás mientras el sol brillaba en el exterior.
—Mamá —oí decir al niño—. ¿Qué tiene ese señor en la cara?
La mujer no respondió.
El niño hizo otra vez la misma pregunta.
Ella no respondió. Entonces el niño chilló:
—¡Mamá! ¿Qué es lo que tiene ese señor en la cara?
—¡Cállate! ¡No sé qué es lo que tiene en la cara!
-30-
Al día siguiente tuve suerte. Anunciaron mi nombre. Era un doctor distinto. Me desnudé. El encendió una cálida y blanca luz y me examinó. Yo estaba sentado al borde de la mesa de exploración.
—Hmmm, hmmmm —dijo él—, uh, uhh...
Permanecí sentado.
—¿Desde cuándo tienes este problema?
—Desde hace un par de años. Cada vez empeora más.
—Ah, aaah.
Siguió examinándome.
—Bien, ahora espera unos instantes, volveré en seguida.
Pasaron unos minutos y de repente la habitación se llenó de gente. Todos eran doctores. Al menos tenían el aspecto y hablaban como doctores. ¿De dónde habían salido? Creía que apenas había doctores en el Hospital General del Condado de Los Angeles.
—Acné vulgaris. ¡El peor caso que he visto en todos mis años de ejercicio!
—¡Fantástico!
—¡Increíble!
—¡Mirad su cara!
—¡El cuello!
—Acabo de examinar a una joven con acné vulgaris. Su espalda estaba cubierta de granos. Ella lloró y me dijo: «¿Cómo podré jamás ligarme a un hombre? Mi espalda quedará marcada para siempre. ¡Quiero suicidarme!» ¡Y ahora mirad a este tipo! Si ella pudiera verlo, sabría que no tenía razón para quejarse.
Gilipollas de mierda, pensé, ¿no te das cuenta de que estoy oyendo lo que dices?
¿Cómo llegó este tipo a ser doctor? ¿Es que aceptan a cualquiera?
—¿Está el paciente dormido?
—¿Por qué?
—Parece muy tranquilo.
—No, no creo que esté dormido. ¿Estás dormido, chaval?
—Sí.
Siguieron explorando distintas partes de mi cuerpo bajo esa cálida y blanca luz.
—Date la vuelta.
Me di la vuelta.
—Mirad, ¡tiene una lesión en el interior de su boca!
—Bueno, ¿cómo la podríamos tratar?
—Con la aguja eléctrica, creo yo...
—Sí, claro, la aguja eléctrica.
—Sí, la aguja.
Estaba decidido.
-31-
Me llamaron casi una hora después. Seguí al doctor a través de unas puertas pivotantes y entramos en otra sala. Era mayor que la habitación de las consultas. Me dijeron que me desnudara y me sentara sobre una mesa. El doctor me miró.
—Realmente lo tuyo es un caso especial, ¿no es verdad?
—Sí.
Me apretó un forúnculo de la espalda.
—¿Te ha dolido?
—Claro.
—Bien —dijo—, vamos a intentar secarlos.
Le oí poner en marcha una máquina que rechinaba y zumbaba. Podía oler come se calentaba el aceite.
—¿Preparado? —preguntó.
—Sí.
Aplicó la aguja eléctrica sobre mi espalda. Me estaban perforando. El dolor era inmenso. Llenaba la habitación. Sentí como la sangre corría por mi espalda. Luego sacó la aguja.
—Ahora vamos a por otro —explicó el doctor.
Me incrustó la aguja. Luego la extrajo y atacó un tercer grano. Otros dos hombres habían entrado y permanecían en pie mirando. Probablemente eran doctores. La aguja se introdujo de nuevo en mis carnes.
—Nunca he visto a un muchacho soportar la aguja de este modo —dijo uno de los hombres.
—No se queja en absoluto —dijo el otro.
—¿Por qué no os dais una vuelta y le pincháis el culo a alguna enfermera? —les pregunté.
—¡Mira, hijo, no nos hables de ese modo!
La aguja se hincó en mi espalda. Yo no contesté.
—Este chico evidentemente es un amargado...
—Sí, claro, eso es.
Los hombres se fueron.
—Esos son unos magníficos profesionales —dijo mi doctor—. No está bien que abuses de ellos.
—Usted siga perforando —le contesté.
Lo hizo. La aguja se calentó pero él siguió y siguió. Me perforo completamente la espalda, luego dedicó su atención a mi pecho. Entonces me tendí y me trabajó el cuello y la cara.
Enfrentó esas frustraciones principalmente escuchando música clásica y refugiándose en la lectura.
La senda del perdedor:
-36-
Cada día andaba hasta la biblioteca en Adams esquina a La Brea y ahí estaba mi bibliotecaria, severa, infalible y silenciosa. Seguí sacando los libros de sus estantes. El primer libro auténtico que encontré estaba escrito por un tipo llamado Upton Sinclair. Sus párrafos eran simples y llenos de furia. Escribía con furia. Escribía sobre las inmundas cárceles de Chicago. Decía las cosas lisa y directamente. Entonces encontré otro autor. Su nombre era Sinclair Lewis y el libro se llamaba Calle Mayor. Mondaba las capas de hipocresía que cubrían a la gente. Pero parecía carecer de pasión.Volví en busca de más libros. Me leía cada libro en una sola tarde.
Cuando murió el padre de Bukowski, el escritor heredó su casa del barrio de temple City, Los Ángeles. Mientra se tramitaba la venta, Bukowski y Jane se instalaron en la casa, y solían beber con su vecino Francis Billie, un ornitólogo que tenía una colección de pájaros exóticos. Bukowski escribió un gracioso relato basado en las veladas con el señor Billie (al que en la historia llama Harry), qué más tarde se publicó en Escritos de un viejo indecente.
cuando murió la madre de Henry, las cosas no fueron mal. un bonito funeral católico. el sacerdote quemó unas barritas de in¬cienso y nada más. no abrieron el ataúd. Henry fue derecho del funeral al hipódromo. tuvo un buen día. se ligó allí a una rubia y fueron al apartamento de ella. ella preparó unos filetes y lo hi¬cieron. cuando murió su padre fue más complicado. dejaron abier¬to el ataúd y tuvo que echarle el último vistazo. antes de eso, le novia del viejo, a la que él no conocía, una tal Shirley, llegó y se lanzó sobre el ataúd, gimiendo y llorando y agarró la cabeza del muerto y le besó. tuvieron que quitárselo. luego, cuando Henry bajaba las escaleras, esta Shirley le agarró y empezó a besarle.
—¡oh, eres igual que tu padre!
él se puso caliente cuando ella le besaba y cuando la apartó
algo sobresalía en sus pantalones. ojalá la gente no se dé cuenta, pensó. tomó nota de que tenía que echarle un tiento a Shirley. no era mucho mayor que él. fue del funeral a las carreras, pero esta vez no hubo rubia. y perdió algún dinero. el viejo le había pasado su estigma.
el abogado dijo que no había testamento. no había dinero, pero sí una casa y un coche. Henry no trabajaba, así que se mudó. y se dedicó a beber. bebía con su buena novia Maggie. sé levantaba hacia el mediodía y regaba el maldito prado. y las flores. al viejo le gustaban las flores. regaba las flores. se plantaba allí sobre ellas recordando cómo le odiaba el viejo porque no le gustaba trabajar. sólo beber y acostarse con tías. ahora él tenía la maldita casa y el coche y el viejo estaba bajo tierra. llegó a conocer a los veci¬nos, sobre todo al que vivía hacia el norte. uno que era encargado de una lavandería. Harry. este Harry tenía un prado lleno de pá¬jaros. lleno de cinco mil dólares de pájaros. de todas clases. de todas partes. de extraños colores y extrañas formas y algunos ha¬blaban, uno de ellos decía una y otra y otra vez: «¡vete a la mier¬da vete a la mierda!». Henry le echó agua pero sin resultado. el bicho dijo: «¿quieres pelea?» y luego siguió «vete a la mierda» cinco o seis veces, muy deprisa. todo el pradillo estaba lleno de aquellas jaulas de alambre. Harry vivía para los pájaros. Henry vivía para el trago, y las tías. ¿y si probase alguno de aquellos pájaros? ¿cómo se jode a un pájaro?
Maggy era buena en la cama, pero era india-irlandesa y tenía un temperamento endiablado cuando bebía. de vez en cuando, él tenía que pegarla. llamó por teléfono a Shirley y le pidió que vi¬niera. empezó a besarle otra vez, diciendo que era exactamente igual que su padre. él la dejó y contestó a sus besos. no lo hizo aquella noche, decidió esperar y asegurarse. no quería herirla.
Harry iba casi todas las noches con su mujer y bebían. Harry hablaba de la lavandería y de los pájaros. los pájaros odiaban a la mujer de Harry. la mujer de Harry cruzaba las piernas muy alto mientras explicaba cuánto odiaba a los pájaros y Henry em¬pezó a notar algo que se movía bajo los pantalones. las malditas mujeres torturándole siempre. luego Shirley empezó a venir y be¬bían todos juntos. A Maggy no le gustaba que estuviese Shirley allí y Henry no hacía más que mirar a Shirley y a la mujer de Harry preguntándose cuál sería mejor. en fin, todo pasó la misma noche. la mujer de Harry se emborrachó y soltó a todos los pájaros. cinco mil dólares de pájaros. y Harry se quedó allí sentado, borracho, estremecido, y de pronto empezó a gritar y a pegarle a su mujer/ cada vez que le pegaba, ella se caía y Henry miraba debajo de la falda. le vio las bragas varias veces. empezó a ponerse muy caliente. Maggy corrió fuera a intentar coger los pájaros y meterlos en las jaulas, pero parecía que no podía cogerlos. corrían por to¬das partes calle arriba y calle abajo, se posaban en los árboles, en los tejados, cinco mil dólares de pájaros locos, todos de formas y colores distintos, saboreando la confusión de la libertad.
Henry no pudo soportarlo más y agarró a Shirley y la metió en el dormitorio. la desnudó y la montó. casi estaba demasiado borra¬cho para funcionar. cada vez que Henry pegaba a su mujer, su mujer chillaba y él daba un empujoncito extra. luego entró Maggy con un pájaro, un pájaro con un mechón anaranjado en la cabeza y un mechón anaranjado en el pecho y dos mechones anaranjados en las patas. el resto del pájaro eran plumas grises y estúpidas. le había costado a Harry trescientos dólares. Maggy gritó: «¡cogí un pájaro!» y al no ver a Henry entró en el dormitorio y cuando vio lo que pasaba se limitó a sentarse en una silla con el pájaro en el regazo, mirando y llorando. y Harry seguía tirando al suelo a su mujer y ella seguía llorando, y así estaban las cosas cuando entró la policía. dos polis jóvenes. los polis separaron a Henry, les hicieron vestirse a todos y los bajaron a la comisaría. vino otro coche patrulla con otros dos polis jóvenes. a Maggy le entró la mala leche y le atizó a uno de los polis y se la llevaron en uno de los coches patrulla, se turnaron los dos al volante mientras el otro se jodia a Maggy en el asiento trasero. tuvieron que espo¬sarla. el otro poli llevó a Henry, Harry, Shirley y la mujer de Harry a la comisaría, los empapelaron y los enchironaron, y to¬dos los pájaros corriendo calle arriba y calle abajo.
Aquel domingo el predicador habló de los «alcohólicos luju¬riosos que traen pecado y vergüenza a nuestra comunidad». Maggy era la única que no estaba en la cárcel. era muy religiosa. estaba allí sentada en la primera fila con las piernas cruzadas muy altas.
desde el pulpito, el predicador podía ver piernas arriba. casi po¬día verle las bragas. empezó a notar algo bajo de los pantalones. el púlpito, afortunadamente, ocultaba esta parte de él. tuvo que mirar por el ventanal hacia fuera y seguir hablando hasta que lo de debajo de los pantalones desapareció.
Harry perdió su empleo. Henry vendió la casa. el predicador lo hizo con Maggy. Shirley se casó con un reparador de televiso¬res. Harry se sentaba por allí mirando las jaulas vacías y los pá¬jaros hambrientos y muertos en las calles. Cada vez que veía otro pájaro muerto en la calle volvía a pegarle a su mujer. Henry se jugó y se bebió el dinero en seis meses.
me llamo Henry. Henry Charles. cuando murió mi madre no estuvo mal. un bonito funeral católico. incienso. el ataúd cerrado. cuando murió mi padre fue más complicado. dejaron abierto el ataúd y la novia del viejo se acercó al ataúd... besó aquella cabe¬za muerta, y así empezó todo.
posdata: no puedes joderte a un pájaro si no puedes cazarlo.
—¡oh, eres igual que tu padre!
él se puso caliente cuando ella le besaba y cuando la apartó
algo sobresalía en sus pantalones. ojalá la gente no se dé cuenta, pensó. tomó nota de que tenía que echarle un tiento a Shirley. no era mucho mayor que él. fue del funeral a las carreras, pero esta vez no hubo rubia. y perdió algún dinero. el viejo le había pasado su estigma.
el abogado dijo que no había testamento. no había dinero, pero sí una casa y un coche. Henry no trabajaba, así que se mudó. y se dedicó a beber. bebía con su buena novia Maggie. sé levantaba hacia el mediodía y regaba el maldito prado. y las flores. al viejo le gustaban las flores. regaba las flores. se plantaba allí sobre ellas recordando cómo le odiaba el viejo porque no le gustaba trabajar. sólo beber y acostarse con tías. ahora él tenía la maldita casa y el coche y el viejo estaba bajo tierra. llegó a conocer a los veci¬nos, sobre todo al que vivía hacia el norte. uno que era encargado de una lavandería. Harry. este Harry tenía un prado lleno de pá¬jaros. lleno de cinco mil dólares de pájaros. de todas clases. de todas partes. de extraños colores y extrañas formas y algunos ha¬blaban, uno de ellos decía una y otra y otra vez: «¡vete a la mier¬da vete a la mierda!». Henry le echó agua pero sin resultado. el bicho dijo: «¿quieres pelea?» y luego siguió «vete a la mierda» cinco o seis veces, muy deprisa. todo el pradillo estaba lleno de aquellas jaulas de alambre. Harry vivía para los pájaros. Henry vivía para el trago, y las tías. ¿y si probase alguno de aquellos pájaros? ¿cómo se jode a un pájaro?
Maggy era buena en la cama, pero era india-irlandesa y tenía un temperamento endiablado cuando bebía. de vez en cuando, él tenía que pegarla. llamó por teléfono a Shirley y le pidió que vi¬niera. empezó a besarle otra vez, diciendo que era exactamente igual que su padre. él la dejó y contestó a sus besos. no lo hizo aquella noche, decidió esperar y asegurarse. no quería herirla.
Harry iba casi todas las noches con su mujer y bebían. Harry hablaba de la lavandería y de los pájaros. los pájaros odiaban a la mujer de Harry. la mujer de Harry cruzaba las piernas muy alto mientras explicaba cuánto odiaba a los pájaros y Henry em¬pezó a notar algo que se movía bajo los pantalones. las malditas mujeres torturándole siempre. luego Shirley empezó a venir y be¬bían todos juntos. A Maggy no le gustaba que estuviese Shirley allí y Henry no hacía más que mirar a Shirley y a la mujer de Harry preguntándose cuál sería mejor. en fin, todo pasó la misma noche. la mujer de Harry se emborrachó y soltó a todos los pájaros. cinco mil dólares de pájaros. y Harry se quedó allí sentado, borracho, estremecido, y de pronto empezó a gritar y a pegarle a su mujer/ cada vez que le pegaba, ella se caía y Henry miraba debajo de la falda. le vio las bragas varias veces. empezó a ponerse muy caliente. Maggy corrió fuera a intentar coger los pájaros y meterlos en las jaulas, pero parecía que no podía cogerlos. corrían por to¬das partes calle arriba y calle abajo, se posaban en los árboles, en los tejados, cinco mil dólares de pájaros locos, todos de formas y colores distintos, saboreando la confusión de la libertad.
Henry no pudo soportarlo más y agarró a Shirley y la metió en el dormitorio. la desnudó y la montó. casi estaba demasiado borra¬cho para funcionar. cada vez que Henry pegaba a su mujer, su mujer chillaba y él daba un empujoncito extra. luego entró Maggy con un pájaro, un pájaro con un mechón anaranjado en la cabeza y un mechón anaranjado en el pecho y dos mechones anaranjados en las patas. el resto del pájaro eran plumas grises y estúpidas. le había costado a Harry trescientos dólares. Maggy gritó: «¡cogí un pájaro!» y al no ver a Henry entró en el dormitorio y cuando vio lo que pasaba se limitó a sentarse en una silla con el pájaro en el regazo, mirando y llorando. y Harry seguía tirando al suelo a su mujer y ella seguía llorando, y así estaban las cosas cuando entró la policía. dos polis jóvenes. los polis separaron a Henry, les hicieron vestirse a todos y los bajaron a la comisaría. vino otro coche patrulla con otros dos polis jóvenes. a Maggy le entró la mala leche y le atizó a uno de los polis y se la llevaron en uno de los coches patrulla, se turnaron los dos al volante mientras el otro se jodia a Maggy en el asiento trasero. tuvieron que espo¬sarla. el otro poli llevó a Henry, Harry, Shirley y la mujer de Harry a la comisaría, los empapelaron y los enchironaron, y to¬dos los pájaros corriendo calle arriba y calle abajo.
Aquel domingo el predicador habló de los «alcohólicos luju¬riosos que traen pecado y vergüenza a nuestra comunidad». Maggy era la única que no estaba en la cárcel. era muy religiosa. estaba allí sentada en la primera fila con las piernas cruzadas muy altas.
desde el pulpito, el predicador podía ver piernas arriba. casi po¬día verle las bragas. empezó a notar algo bajo de los pantalones. el púlpito, afortunadamente, ocultaba esta parte de él. tuvo que mirar por el ventanal hacia fuera y seguir hablando hasta que lo de debajo de los pantalones desapareció.
Harry perdió su empleo. Henry vendió la casa. el predicador lo hizo con Maggy. Shirley se casó con un reparador de televiso¬res. Harry se sentaba por allí mirando las jaulas vacías y los pá¬jaros hambrientos y muertos en las calles. Cada vez que veía otro pájaro muerto en la calle volvía a pegarle a su mujer. Henry se jugó y se bebió el dinero en seis meses.
me llamo Henry. Henry Charles. cuando murió mi madre no estuvo mal. un bonito funeral católico. incienso. el ataúd cerrado. cuando murió mi padre fue más complicado. dejaron abierto el ataúd y la novia del viejo se acercó al ataúd... besó aquella cabe¬za muerta, y así empezó todo.
posdata: no puedes joderte a un pájaro si no puedes cazarlo.
Francis Billie había acabado conociendo bastante bien a Henry Bukowski, y le escuchaba cuando éste le hablaba del escritor. “Lo había decepcionado. El hijo siempre le pedía dinero –explicaba-. Decía que su hijo bebía demasiado.”
Empezó a escribir cuentos muy joven pero, tras un primer relato publicado por una revista en 1944, abandonó la literatura por muchos años, en los que sentó los cimientos de su leyenda alcohólica.
CONTINUARÁ...
Fin de la 1º parte de la trilogía (Post en obras - Disculpen las molestias)