Cuando probe el jaco con una chorti alla por el 89

EvaristoBukowski

RangoNovato de mierda
Registro
20 Nov 2024
Mensajes
70
Reacciones
145
Era un martes cualquiera, de esos que te aplastan como una resaca sin haber bebido. Un martes en que te preguntas si vale la pena levantarte de la cama o dejar que el mundo siga girando sin ti. Pero entonces apareció ella. Una joven puertorriqueña con el cabello rizado como si el mismo Caribe lo hubiera esculpido. Veintitrés años, mi misma edad, pero con una mirada que gritaba que sabía cosas que yo ni soñaba. Bajita, delgada, con esos ojos que parecían más armas que ventanas.

La conocí en un bar. Uno de esos tugurios que huelen a cerveza rancia, sudor barato y corazones rotos. Estaba sola, fumando un cigarro como si no le importara que todo el mundo la mirara. Me acerqué porque soy idiota y porque no sabía qué más hacer con mi noche.

—¿Qué haces aquí sola? —le solté.

Levantó la vista con una lentitud que me hizo pensar que tenía todo el tiempo del mundo.
—Espero.

—¿A quién?

—A alguien que no haga preguntas estúpidas.

Me reí, porque, bueno, ¿qué otra cosa puedes hacer cuando te dan un golpe así? Me senté a su lado y pedí un whisky barato. No me miró más durante un rato, pero tampoco me pidió que me fuera. Esa fue mi señal.

—¿Eres siempre tan amable o es un lujo que me estás dando?

Finalmente sonrió, un poco. Apenas un gesto.
—Eres gracioso. Me gustan los hombres graciosos. Al menos no intentan ser interesantes.

Esa noche terminamos en su apartamento. Era pequeño, con las paredes llenas de humedad y un ventilador que giraba tan lento que parecía burlarse del calor. Había libros en español apilados en el suelo, y un cuadro torcido en la pared que mostraba una playa con palmeras. Mientras yo miraba alrededor, tratando de entender dónde demonios estaba, ella encendió otro cigarro y se sentó en la cama.

—¿Lees? —me preguntó, exhalando el humo con la facilidad de alguien que ha estado fumando desde antes de saber caminar.

—Leo anuncios de cerveza y las instrucciones para calentar comida congelada.

—Eso pensé.

No sé si me estaba insultando o si era su manera de aceptarme, pero no importaba. Tenía una camiseta blanca que parecía más un recuerdo de lo que alguna vez fue ropa, y sus rizos caían en desorden. Parecía lista para pelear o para dejar que el mundo se fuera al carajo.

Cuando empezó, no paró. Tres horas. Tres putas horas. Su cuerpo era pequeño, pero parecía diseñado para destruirme. Yo ya estaba muerto después de la primera media hora, pero ella no aflojaba. En algún momento pensé que estaba castigándome por algo que no recordaba haber hecho.

Intenté levantarme, pero me empujó de vuelta, riendo como si acabara de descubrir algo gracioso en mi miseria.
—¿Ya te cansaste? —dijo, encendiéndose otro cigarro.

—¿Qué esperabas? No soy un maldito atleta.

Ella se encogió de hombros y soltó el humo.
—No necesitas ser un atleta. Solo alguien con más aguante que un adolescente.

Nos reímos los dos, pero el cansancio ya me estaba ganando. Me quedé tumbado, mirando el techo y pensando en excusas para largarme. Fue entonces cuando sacó un frasco pequeño de su mesita de noche. Era de vidrio oscuro y tenía un olor dulce que no supe identificar.

—¿Quieres probar algo nuevo?

—¿Qué es eso? —pregunté, incorporándome un poco.

—Se llama "Caballo". Es algo que te despierta el alma.

—Suena a que debería decir que no.

—Por eso deberías decir que sí.

Tomó un poco y lo preparó. No sabía si estaba probando mi valentía o mi estupidez, pero en ese momento, ¿qué importaba? Lo tomé, y la sensación fue como un golpe: dulce al principio, pero con un regusto amargo que se quedaba pegado en la garganta.

—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiendo que mi lengua se adormecía.

—Ahora dejamos que haga efecto.

No sé qué pasó después. Tal vez fue el cansancio, o tal vez fue ese "caballo", pero la habitación se volvió más pequeña y ella más grande, como si todo girara en torno a sus rizos, a su risa, a ese cuerpo que no me daba tregua.

Cuando todo terminó, yo estaba destrozado, tumbado en su cama como un muñeco al que le han arrancado todas las cuerdas. Ella se encendió otro cigarro y me miró como si yo fuera un experimento que había salido más o menos bien.

—¿Qué fue eso? —pregunté, todavía tratando de entender si había sobrevivido o si estaba soñando.

Ella sonrió, esa sonrisa que era mitad ternura y mitad burla.
—Eso, mi amor, fue un martes cualquiera.

Cuando por fin me dejó ir, salí tambaleándome por las calles vacías, con el sabor del diablo todavía en la boca y la sensación de que algo había cambiado. Algo que no entendía del todo, pero que jamás olvidaría.

Nunca volví a verla. Pero a veces, en las noches más solitarias, pienso en ella. En su pelo rizado, en su risa, en las tres horas interminables que me enseñaron que hay mundos que no deberíamos explorar, pero que igual lo hacemos.

Para ver este contenido, necesitaremos su consentimiento para configurar cookies de terceros.
Para obtener información más detallada, consulte nuestra página de cookies.
 
Era un martes cualquiera, de esos que te aplastan como una resaca sin haber bebido. Un martes en que te preguntas si vale la pena levantarte de la cama o dejar que el mundo siga girando sin ti. Pero entonces apareció ella. Una joven puertorriqueña con el cabello rizado como si el mismo Caribe lo hubiera esculpido. Veintitrés años, mi misma edad, pero con una mirada que gritaba que sabía cosas que yo ni soñaba. Bajita, delgada, con esos ojos que parecían más armas que ventanas.

La conocí en un bar. Uno de esos tugurios que huelen a cerveza rancia, sudor barato y corazones rotos. Estaba sola, fumando un cigarro como si no le importara que todo el mundo la mirara. Me acerqué porque soy idiota y porque no sabía qué más hacer con mi noche.

—¿Qué haces aquí sola? —le solté.

Levantó la vista con una lentitud que me hizo pensar que tenía todo el tiempo del mundo.
—Espero.

—¿A quién?

—A alguien que no haga preguntas estúpidas.

Me reí, porque, bueno, ¿qué otra cosa puedes hacer cuando te dan un golpe así? Me senté a su lado y pedí un whisky barato. No me miró más durante un rato, pero tampoco me pidió que me fuera. Esa fue mi señal.

—¿Eres siempre tan amable o es un lujo que me estás dando?

Finalmente sonrió, un poco. Apenas un gesto.
—Eres gracioso. Me gustan los hombres graciosos. Al menos no intentan ser interesantes.

Esa noche terminamos en su apartamento. Era pequeño, con las paredes llenas de humedad y un ventilador que giraba tan lento que parecía burlarse del calor. Había libros en español apilados en el suelo, y un cuadro torcido en la pared que mostraba una playa con palmeras. Mientras yo miraba alrededor, tratando de entender dónde demonios estaba, ella encendió otro cigarro y se sentó en la cama.

—¿Lees? —me preguntó, exhalando el humo con la facilidad de alguien que ha estado fumando desde antes de saber caminar.

—Leo anuncios de cerveza y las instrucciones para calentar comida congelada.

—Eso pensé.

No sé si me estaba insultando o si era su manera de aceptarme, pero no importaba. Tenía una camiseta blanca que parecía más un recuerdo de lo que alguna vez fue ropa, y sus rizos caían en desorden. Parecía lista para pelear o para dejar que el mundo se fuera al carajo.

Cuando empezó, no paró. Tres horas. Tres putas horas. Su cuerpo era pequeño, pero parecía diseñado para destruirme. Yo ya estaba muerto después de la primera media hora, pero ella no aflojaba. En algún momento pensé que estaba castigándome por algo que no recordaba haber hecho.

Intenté levantarme, pero me empujó de vuelta, riendo como si acabara de descubrir algo gracioso en mi miseria.
—¿Ya te cansaste? —dijo, encendiéndose otro cigarro.

—¿Qué esperabas? No soy un maldito atleta.

Ella se encogió de hombros y soltó el humo.
—No necesitas ser un atleta. Solo alguien con más aguante que un adolescente.

Nos reímos los dos, pero el cansancio ya me estaba ganando. Me quedé tumbado, mirando el techo y pensando en excusas para largarme. Fue entonces cuando sacó un frasco pequeño de su mesita de noche. Era de vidrio oscuro y tenía un olor dulce que no supe identificar.

—¿Quieres probar algo nuevo?

—¿Qué es eso? —pregunté, incorporándome un poco.

—Se llama "Caballo". Es algo que te despierta el alma.

—Suena a que debería decir que no.

—Por eso deberías decir que sí.

Tomó un poco y lo preparó. No sabía si estaba probando mi valentía o mi estupidez, pero en ese momento, ¿qué importaba? Lo tomé, y la sensación fue como un golpe: dulce al principio, pero con un regusto amargo que se quedaba pegado en la garganta.

—¿Y ahora qué? —pregunté, sintiendo que mi lengua se adormecía.

—Ahora dejamos que haga efecto.

No sé qué pasó después. Tal vez fue el cansancio, o tal vez fue ese "caballo", pero la habitación se volvió más pequeña y ella más grande, como si todo girara en torno a sus rizos, a su risa, a ese cuerpo que no me daba tregua.

Cuando todo terminó, yo estaba destrozado, tumbado en su cama como un muñeco al que le han arrancado todas las cuerdas. Ella se encendió otro cigarro y me miró como si yo fuera un experimento que había salido más o menos bien.

—¿Qué fue eso? —pregunté, todavía tratando de entender si había sobrevivido o si estaba soñando.

Ella sonrió, esa sonrisa que era mitad ternura y mitad burla.
—Eso, mi amor, fue un martes cualquiera.

Cuando por fin me dejó ir, salí tambaleándome por las calles vacías, con el sabor del diablo todavía en la boca y la sensación de que algo había cambiado. Algo que no entendía del todo, pero que jamás olvidaría.

Nunca volví a verla. Pero a veces, en las noches más solitarias, pienso en ella. En su pelo rizado, en su risa, en las tres horas interminables que me enseñaron que hay mundos que no deberíamos explorar, pero que igual lo hacemos.

Para ver este contenido, necesitaremos su consentimiento para configurar cookies de terceros.
Para obtener información más detallada, consulte nuestra página de cookies.

Para ver este contenido, necesitaremos su consentimiento para configurar cookies de terceros.
Para obtener información más detallada, consulte nuestra página de cookies.
 
No había portorriqueños en 1989 en España (ni siquiera apenas hoy, entonces no habían ni ecuatorianos).

Es materialmente imposible que alguien en 1989 no supiera qué es la heroína, como según él dice que no sabía en la conversación con la supuesta chica caribeña.
 
Aquí hay cosas que no me cuadran, empezando porque el título tiene dos faltas ortográficas monumentales, en una sola línea, pero el resto del texto no tiene ni una sola errata.

Parece que le hayas contado a ChatGPT una historia por partes, y que luego le hayas pedido que te lo convierta en un relato de estilo Bukowski.

huelen a cerveza rancia, sudor barato y corazones rotos.

No tiene ningún sentido literario.
Es típico de una IA asociar conceptos y soltarlos sin filtrar.

—Se llama "Caballo". Es algo que te despierta el alma.

La IA ha entendido que el Señor Caballo es el nombre propio de una persona.

tumbado en su cama como un muñeco al que le han arrancado todas las cuerdas.

Esta frase no tiene ningún sentido, salvo que se refiera a un títere al que le han arrancado los hilos.

Hay más cosas que cantan, pero éstas son las que más me han hecho saltar las alarmas.

-----

No obstante, está bien usar IAs para sintetizar historias que nos costaría escribir a nosotros mismos, pero hay que darle una última supervisión humana.
 
Atrás
Arriba Pie