EvaristoBukowski
Novato de mierda
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- 20 Nov 2024
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La llamada llegó mientras estaba hundido en el sofá, con una cerveza caliente y la tele escupiendo algo que no me importaba. Era Sigfredo Vergas, el culturista bipolar, un cabrón al que la vida le había dado músculos y un cerebro que funcionaba como un ascensor roto: subía y bajaba sin aviso.
—Oye, tío, acabo de irme de putas y he conocido a una chica genial, es increíble, tienes que ir con ella, es genial —me dijo, eufórico, con esa energía desbordada que siempre precedía a una de sus caídas en picado.
Sigfredo era así. Un día estaba llorando en el coche, arrepintiéndose de todo, jurando que iba a dejar las putas, los gimnasios y las noches de exceso. Al día siguiente, ya estaba como un maldito misil, listo para arrasar con todo lo que se cruzara en su camino. Era imposible no seguirle el ritmo, aunque sabías que ibas directo al desastre. Así que, como buen imbécil, piqué el anzuelo.
Cogí el coche y me fui para Mataró. El lugar era un chalet. Bonito, limpio, casi parecía normal, lo cual ya era raro para lo que estábamos acostumbrados. Toqué el timbre y me abrió una madame que me miró como si hubiera visto a mil como yo.
—Pasa dentro, te está esperando —me dijo, con una voz neutra que no decía nada pero lo decía todo.
Subí las escaleras y ahí estaba. Bajita, pelo rizado, blanca como la leche y con una cara de diablilla que te hacía pensar que el infierno no estaba tan mal. No llevábamos ni dos minutos de charla cuando me solté la camiseta. Ella me miró, y entonces vino el golpe.
—Tienes barriga de embarazada —dijo, riéndose.
Le miré con esa mezcla de orgullo herido y desfachatez que es mi marca personal.
—Sí, joder, estoy en volumen. Soy culturista.
Eso le hizo más gracia aún. La cabrona no paraba de vacilarme, y ahí estaba yo, medio desnudo, aguantando el cachondeo de una fulana que, por alguna razón, empezaba a gustarme.
Cuando llegó el momento de entrar en materia, todo cambió. La tía se subió encima y empezó a cabalgarme como si estuviera entrenando para un rodeo, con una intensidad que rayaba en la locura. Pero lo peor vino cuando me empezó a abofetear.
—¿Qué coño haces? —le dije, apartándole las manos.
—Ah, ¿no te gusta que te peguen? —me respondió, con una sonrisa torcida.
—No, maldita sea —le espeté, y la giré como si fuera un saco de boxeo.
Ahí cambiaron las tornas. Las múltiples viagras que había tomado empezaron a surtir efecto, y de repente era yo el que marcaba el ritmo. Me sentí como un tren desbocado. Ella no decía nada, solo gemía y me miraba con esa mezcla de odio y placer que uno no sabe si tomar como un cumplido o una amenaza.
Cuando acabamos, se quedó tumbada, jadeando. Me miró y soltó:
—Me has partido en dos. Espero no volver a verte por aquí.
Salí de la habitación, todavía con las piernas algo flojas y la mente dando vueltas. Y entonces lo vi. Un tipo, probablemente marroquí, que también salía de las habitaciones del antro acompañado de una lumi. Lo reconocí al instante: uno de esos personajes que la vida planta en tu camino para recordarte que el mundo es un circo y todos somos los payasos.
—Ey, amego, ¿qué tal? ¿Ha ido bien? —me soltó, con una sonrisa amplia y despreocupada.
Por cortesía, o quizás por puro instinto de supervivencia, le contesté:
—Sí, gracias.
El tipo asintió, y luego vino la frase que me dejó seco:
—Amego, ¿has sacado lechita?
Me quedé mirándolo, sin saber si estaba bromeando, siendo grosero o simplemente era así de idiota. No le respondí. No había nada que decir ante semejante despropósito. Él, sin inmutarse, pasó de largo con la misma sonrisa, como si acabara de contar un chiste fabuloso.
Pero no terminó ahí. Afuera, justo en la entrada del chalet, estaban esperándolo sus cinco amigos, todos muertos de risa, como si hubieran pasado la noche entera apostando quién salía más destrozado de las habitaciones. El mismo tipo, el "moro", me miró al pasar y me dijo, entre carcajadas:
—Amego, tienes que haser ramadán ahora, ¿eh?
No sé si fue el tono, la escena o el cúmulo de idioteces de esa noche, pero solo atiné a sonreír. Una sonrisa pequeña, cansada, como si me acabara de rendir. Me subí al coche y arranqué, dejando atrás las risas y aquel chalet que era una especie de purgatorio para almas extraviadas.
Mientras conducía, pensé en el "amego" y en su absurda filosofía. Quizás tenía razón, de algún modo retorcido. Tal vez todos, después de noches así, deberíamos hacer algún tipo de ramadán. Pero no lo hacemos. Seguimos. Porque somos adictos, no a las putas o al alcohol o a los chalets perdidos, sino al sinsentido de todo esto. Y al final, eso es lo único que nos queda.
—Oye, tío, acabo de irme de putas y he conocido a una chica genial, es increíble, tienes que ir con ella, es genial —me dijo, eufórico, con esa energía desbordada que siempre precedía a una de sus caídas en picado.
Sigfredo era así. Un día estaba llorando en el coche, arrepintiéndose de todo, jurando que iba a dejar las putas, los gimnasios y las noches de exceso. Al día siguiente, ya estaba como un maldito misil, listo para arrasar con todo lo que se cruzara en su camino. Era imposible no seguirle el ritmo, aunque sabías que ibas directo al desastre. Así que, como buen imbécil, piqué el anzuelo.
Cogí el coche y me fui para Mataró. El lugar era un chalet. Bonito, limpio, casi parecía normal, lo cual ya era raro para lo que estábamos acostumbrados. Toqué el timbre y me abrió una madame que me miró como si hubiera visto a mil como yo.
—Pasa dentro, te está esperando —me dijo, con una voz neutra que no decía nada pero lo decía todo.
Subí las escaleras y ahí estaba. Bajita, pelo rizado, blanca como la leche y con una cara de diablilla que te hacía pensar que el infierno no estaba tan mal. No llevábamos ni dos minutos de charla cuando me solté la camiseta. Ella me miró, y entonces vino el golpe.
—Tienes barriga de embarazada —dijo, riéndose.
Le miré con esa mezcla de orgullo herido y desfachatez que es mi marca personal.
—Sí, joder, estoy en volumen. Soy culturista.
Eso le hizo más gracia aún. La cabrona no paraba de vacilarme, y ahí estaba yo, medio desnudo, aguantando el cachondeo de una fulana que, por alguna razón, empezaba a gustarme.
Cuando llegó el momento de entrar en materia, todo cambió. La tía se subió encima y empezó a cabalgarme como si estuviera entrenando para un rodeo, con una intensidad que rayaba en la locura. Pero lo peor vino cuando me empezó a abofetear.
—¿Qué coño haces? —le dije, apartándole las manos.
—Ah, ¿no te gusta que te peguen? —me respondió, con una sonrisa torcida.
—No, maldita sea —le espeté, y la giré como si fuera un saco de boxeo.
Ahí cambiaron las tornas. Las múltiples viagras que había tomado empezaron a surtir efecto, y de repente era yo el que marcaba el ritmo. Me sentí como un tren desbocado. Ella no decía nada, solo gemía y me miraba con esa mezcla de odio y placer que uno no sabe si tomar como un cumplido o una amenaza.
Cuando acabamos, se quedó tumbada, jadeando. Me miró y soltó:
—Me has partido en dos. Espero no volver a verte por aquí.
Salí de la habitación, todavía con las piernas algo flojas y la mente dando vueltas. Y entonces lo vi. Un tipo, probablemente marroquí, que también salía de las habitaciones del antro acompañado de una lumi. Lo reconocí al instante: uno de esos personajes que la vida planta en tu camino para recordarte que el mundo es un circo y todos somos los payasos.
—Ey, amego, ¿qué tal? ¿Ha ido bien? —me soltó, con una sonrisa amplia y despreocupada.
Por cortesía, o quizás por puro instinto de supervivencia, le contesté:
—Sí, gracias.
El tipo asintió, y luego vino la frase que me dejó seco:
—Amego, ¿has sacado lechita?
Me quedé mirándolo, sin saber si estaba bromeando, siendo grosero o simplemente era así de idiota. No le respondí. No había nada que decir ante semejante despropósito. Él, sin inmutarse, pasó de largo con la misma sonrisa, como si acabara de contar un chiste fabuloso.
Pero no terminó ahí. Afuera, justo en la entrada del chalet, estaban esperándolo sus cinco amigos, todos muertos de risa, como si hubieran pasado la noche entera apostando quién salía más destrozado de las habitaciones. El mismo tipo, el "moro", me miró al pasar y me dijo, entre carcajadas:
—Amego, tienes que haser ramadán ahora, ¿eh?
No sé si fue el tono, la escena o el cúmulo de idioteces de esa noche, pero solo atiné a sonreír. Una sonrisa pequeña, cansada, como si me acabara de rendir. Me subí al coche y arranqué, dejando atrás las risas y aquel chalet que era una especie de purgatorio para almas extraviadas.
Mientras conducía, pensé en el "amego" y en su absurda filosofía. Quizás tenía razón, de algún modo retorcido. Tal vez todos, después de noches así, deberíamos hacer algún tipo de ramadán. Pero no lo hacemos. Seguimos. Porque somos adictos, no a las putas o al alcohol o a los chalets perdidos, sino al sinsentido de todo esto. Y al final, eso es lo único que nos queda.