Gina Gross
Clásico
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- 4 Mar 2006
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París, Roma, Tokio, Melbourne. Qué bonito es viajar, que bonito y enriquecedor empaparse de otras culturas, mezclarse por las calles de nuevos colores, olores desconocidos y oh! Probar este y aquel otro exótico plato.
Viajar es de los pocos placeres verdaderos que consiguen arrebatarnos de nuestras grises y monótonas vidas, es una cura, una terapia de reconstrucción, un elixir de nuestros los tiempos.
Por eso esto que les expongo viene a ser considerado un inconveniente.
Bien. Tengo miedo a volar en avión. No solo a volar en avión, volar en ala delta, globo aerostático o arnés motorizado tampoco genera en mí demasiadas expectativas. No les tengo simpatía. No sabría explicarlo, no me caen bien. No disfruto viendo mi cuerpo en suspensión a 20 mil pies, no veo motivo para hacerle semejante menoscabo a mi vida, me parece que es de ser poco agradecidos con los dones del Señor y con la existencia de uno mismo.
Ni yo misma sé en qué momento ni por qué comenzó todo esto del miedo a volar, solo sé que hace unos años ante un viaje de 12 horas empecé a sentirme incómoda.
- Señorita, ¿cuándo vamos a despegar?, ¿Hay algún problema con el avión? He escuchado ruidos…
- Tranquilícese, despegaremos en seguida, por favor abróchese el cinturón.
Entonces rauda y veloz saqué mis gafas de media luna de su funda y empecé a mirar mis papeles, los doblé y los desdoblé frenéticamente para llegar a una única y terrible conclusión: En mitad del océano atlántico no había ninguna pista de aterrizaje de emergencia.
Me eché las manos a la cabeza. Estamos vendidos, me dije (eso sí, para mis adentros, ya que al parecer aquella gente no sabía nada).
Entonces unos minutos después el avión echó a rodar por la pista y empezó a coger velocidad. Se podía escuchar a los viajeros hablar distendidamente, como si nada pudiera ocurrir, incluso aprecié una ligera carcajada allá a lo lejos.
No soporto a la gente que ante un despegue se comporta como si estuvieran de romería. Me parece de mal gusto provocar así al destino, es como si se buscaran una catástrofe.
Yo no quiero que me castiguen a mí por culpa de los demás.
Son los mismos que silban y aplauden cuando el avión aterriza, con la diferencia de que en ese caso y debido a la tranquilidad que en ese momento me embarga al pisar tierra firme me fundo con ellos en un abrazo y les doy la paz y las bendiciones y les deseo una feliz y próspera estancia sintiendo no volver a saber nada más de ellos.
Mi miedo a los aviones es irracional y por ende más difícil de curar. Sé cómo funciona un avión, claro que sí, pero no por ello dejo de comportarme como una campesina del siglo XVII cuando estoy en uno de ellos.
Creo firmemente que ambas cosas no son incompatibles.
A colación de esto siempre me viene a la cabeza el amable tipo de marras que oyendo de mis males antes de un viaje, coge tiernamente mi mano y me dice:
- No seas cándida…si supieras cómo funciona un avión no temerías nada.
Y coge un papel y lo dobla y hace un avioncillo, prosiguiendo
- De la misma forma que este avioncillo vuela por el aire (lanzándolo ante mis ojos) un avión comercial se mantiene por la fuerza de sustentación. Es la mecánica de fluidos.
Y entonces el avioncillo que ha lanzado vuela apenas 30 cm y cae al suelo de morros con una fuerza inopinada y viene un perro y lo mordisquea y ambos nos acercamos al perro y tratamos de arrancarle el papel de las fauces pero el perro nos muerde terriblemente a los dos y huimos como cobardes mientras nos culpamos mutuamente de la situación y defendemos nuestras propias heridas como las más alarmantes ante el otro.
Decidimos que nos odiamos como nunca antes habíamos odiado a nadie y no volvemos a vernos nunca más.
En definitiva, aunque bienintencionadas, nunca saco ningún provecho de esta clase de conversaciones. Preferiría evitarlas.
Una vez que me subo en un avión un miedo inusitado se apodera de mí, siento la imperante necesidad de moverme, como si me picara todo el cuerpo, se me acelera el pulso y a la sazón me reclino violentamente en pos de mayor comodidad, entonces la mujer de detrás grita y me lanza una patada y acto seguido chasqueo la lengua asomándome por el hueco de los dos asientos sin parar de cambiar de postura y molestar con mis codos.
Para ese momento la azafata insiste
- Le pido por favor que se calme.
Yo intento hacerle caso, cierro el pico diciéndome que debo mantenerme serena y cojo el cinturón, pero cuando termino de abrocharlo éste me queda grande, no termino de sentirme segura del todo y así se lo hago saber a buena parte de la tripulación.
Finalmente deciden con la ayuda de dos amables voluntarios darle varias vueltas al cinturón y enrollármelo fuertemente por el cuerpo incluyéndome la boca hasta que me quedo prácticamente inmóvil en mi asiento, cosa que yo agradezco encarecidamente porque al menos tengo la convicción de que en caso de colisión no saldré despedida por el aire.
He intentado valerme de medios de transporte alternativos, ese fue mi primer y cobarde subterfugio.
Al principio me valía de los trenes y aprovechando la ocasión de un viaje a Praga convencí a mis acompañantes a decidirnos por un trenhotel.
- ¿Quién necesita un avión pudiendo vivir la incomparable experiencia de recorrer Europa estación a estación, instantánea a instantánea y disfrutarla con detenimiento a través de las ventanas de un encantador tren con aire victoriano?
No es que la idea del tren saliera mal, pero para mi sorpresa algunos de mis camaradas resultaron ser demasiado quisquillosos.
La primera mañana, nada más levantarme, coincidimos en el pasillo y antes de dar el primer sorbo a mi expreso les pregunté con optimismo si el ligero movimiento del tren les había impedido dormir correctamente, a lo que me respondieron que no sabían a qué ligero movimiento me refería pero que ya que lo mencionaba el fanático sacudimiento de los vagones durante la noche había alcanzado un 8.3 en la escala Richter ocasionando varios muertos.
Intuí por alguno de sus gestos, que fue apartarme bruscamente hacia un lado, que no estaban del todo contentos con mi elección del tren hotel.
Tampoco ayudaba la lentitud con la que nos desplazábamos. Íbamos un poco lentos, debo reconocerlo. Salimos un 20 de julio de 2012 y llegamos a Praga el 24 de diciembre de 2014. Uno de nuestros acompañantes, que mucho antes concluyó desistir y bajarse en Lyon, decidió seguir hasta la república checa en una mula y me consta que llegó antes que nosotros. A menudo recibíamos correspondencia suya desde Pilsen.
Visto lo visto para sucesivos viajes no tuve más remedio que decantarme por el barco.
No sin antes pensármelo dos veces, eso sí.
Verán no es que no me gusten los barcos, yo no tengo nada en contra de los barcos, son los barcos los que decididamente tienen algo en contra de mí.
Siempre tengo la sensación de que los barcos disfrutan haciéndome daño.
Disponen los barcos de una rampa de subida. Pues bien, es una rampa que se mantiene inmóvil y convincente cuando los demás turistas se disponen a subir por ella, dándoles la bienvenida con su robusta solidez, pero cuando el turno es mío, reflexiona y concluye que ya ha trabajado mucho pisoteada y que no puede vivir en esa rectitud toda su vida y decide entonces moverse de un lado a otro y zarandearse y alejarse del muelle dejando un espacio al vacío ciclópeo que me obliga a menearme con todos mis bártulos de la forma más atropellada y funambulesca posible para no dar con mi triste sombra en el agua.
Las gentes del puerto y demás lugareños me miran y hacen apuestas y disponen que se me ve tan torpe que es probable que en Madrid o en cualquier otra ciudad de interior también pueda vérseme caer al mar. Ánimos que yo considero que no son los adecuados para empezar unas vacaciones.
Además, una vez subida en el barco yo tengo la extraña manía de que los alimentos que consumo se queden conmigo, cumpliendo su función en el cuerpo, me parece lo justo ya que he pagado por ellos.
Verme encaramada a la barandilla de popa expeliendo mis jugos gástricos no me parece fino ni un bonito recibimiento, yo no trato así a mis invitados.
Cuando uno cree que ya no tiene nada en el estómago y que puede disfrutar del resto del viaje apaciblemente leyendo un libro en cubierta, el barco busca a su alrededor y se dirige hacia las olas más violentas e intempestivas que encuentra, y mientras tanto por el camino, decide también hacer amistad con unos terribles y violentos vientos huracanados que me arrancan de mi silla y lanzan mi libro recién comprado en mitad del océano.
Entonces me levanto calumniando y despachándome con todo aquel que me rodea, niños y ancianos postreros incluidos, pero no consigo apartarme de la cara el pelo que me impide respirar y que se me mete en la boca, al menos no dignamente y decido marcharme golpeándome fuertemente el dedo meñique del pie con la pata de la mesa.
Tampoco son los barcos tan cómodos como la gente cree, los camarotes no son tan espaciosos como dicen los folletos, si uno quiere estirarse en la cama, parte de la pierna izquierda sale indefectiblemente por el ojo de buey. Si optas por reclinarte hacia el otro lado lo que entonces se te sale es la cabeza, y yo tengo terminantemente prohibido dormir con la cabeza a la intemperie. No me va bien a los nervios.
Por algún extraño motivo, el barco tampoco termina de convencerme.
Además, cuando uno lleva veinte días a bordo y cree que al desembarcar en el puerto final, de regreso a casa, va a sentirse con fuerzas renovadas, convencido de haber logrado descansar y gozar de nuevos ánimos es cuando empieza el calvario.
Uno sale del barco como si hubiera regresado de misión a Marte, con un terrible malestar generalizado, mostrándose asustadizo de volver a tierra firme y es entonces cuando con los ojos entrecerrados te agarras molestamente a cualquier desconocido pasajero, temblando y pisando torpemente el pavimento, familiarizándote de nuevo con la gravidez y con los ritmos circadianos humanos. En definitiva, no te encuentras bien y te convences de que necesitas guardar reposo al menos otras dos semanas más porque estás terriblemente enfermo.
Sin duda, el barco tampoco es la panacea.
A todo esto y para terminar ¿Sufren ustedes de algún mal similar? ¿Algún miedo o terrible manía relacionada con los medios de transporte?
¿Tienen especial predilección por alguno? ¿Disfrutan haciendo largos recorridos al volante de un sencillo utilitario mirando al mar o se reservan únicamente para el veloz avión? ¿Son unos románticos de los viajes en moto? ¿Es el barco o el tren una opción en determinados trayectos o son pobres y solo van en blablacar?
Comenten experiencias.
Viajar es de los pocos placeres verdaderos que consiguen arrebatarnos de nuestras grises y monótonas vidas, es una cura, una terapia de reconstrucción, un elixir de nuestros los tiempos.
Por eso esto que les expongo viene a ser considerado un inconveniente.
Bien. Tengo miedo a volar en avión. No solo a volar en avión, volar en ala delta, globo aerostático o arnés motorizado tampoco genera en mí demasiadas expectativas. No les tengo simpatía. No sabría explicarlo, no me caen bien. No disfruto viendo mi cuerpo en suspensión a 20 mil pies, no veo motivo para hacerle semejante menoscabo a mi vida, me parece que es de ser poco agradecidos con los dones del Señor y con la existencia de uno mismo.
Ni yo misma sé en qué momento ni por qué comenzó todo esto del miedo a volar, solo sé que hace unos años ante un viaje de 12 horas empecé a sentirme incómoda.
- Señorita, ¿cuándo vamos a despegar?, ¿Hay algún problema con el avión? He escuchado ruidos…
- Tranquilícese, despegaremos en seguida, por favor abróchese el cinturón.
Entonces rauda y veloz saqué mis gafas de media luna de su funda y empecé a mirar mis papeles, los doblé y los desdoblé frenéticamente para llegar a una única y terrible conclusión: En mitad del océano atlántico no había ninguna pista de aterrizaje de emergencia.
Me eché las manos a la cabeza. Estamos vendidos, me dije (eso sí, para mis adentros, ya que al parecer aquella gente no sabía nada).
Entonces unos minutos después el avión echó a rodar por la pista y empezó a coger velocidad. Se podía escuchar a los viajeros hablar distendidamente, como si nada pudiera ocurrir, incluso aprecié una ligera carcajada allá a lo lejos.
No soporto a la gente que ante un despegue se comporta como si estuvieran de romería. Me parece de mal gusto provocar así al destino, es como si se buscaran una catástrofe.
Yo no quiero que me castiguen a mí por culpa de los demás.
Son los mismos que silban y aplauden cuando el avión aterriza, con la diferencia de que en ese caso y debido a la tranquilidad que en ese momento me embarga al pisar tierra firme me fundo con ellos en un abrazo y les doy la paz y las bendiciones y les deseo una feliz y próspera estancia sintiendo no volver a saber nada más de ellos.
Mi miedo a los aviones es irracional y por ende más difícil de curar. Sé cómo funciona un avión, claro que sí, pero no por ello dejo de comportarme como una campesina del siglo XVII cuando estoy en uno de ellos.
Creo firmemente que ambas cosas no son incompatibles.
A colación de esto siempre me viene a la cabeza el amable tipo de marras que oyendo de mis males antes de un viaje, coge tiernamente mi mano y me dice:
- No seas cándida…si supieras cómo funciona un avión no temerías nada.
Y coge un papel y lo dobla y hace un avioncillo, prosiguiendo
- De la misma forma que este avioncillo vuela por el aire (lanzándolo ante mis ojos) un avión comercial se mantiene por la fuerza de sustentación. Es la mecánica de fluidos.
Y entonces el avioncillo que ha lanzado vuela apenas 30 cm y cae al suelo de morros con una fuerza inopinada y viene un perro y lo mordisquea y ambos nos acercamos al perro y tratamos de arrancarle el papel de las fauces pero el perro nos muerde terriblemente a los dos y huimos como cobardes mientras nos culpamos mutuamente de la situación y defendemos nuestras propias heridas como las más alarmantes ante el otro.
Decidimos que nos odiamos como nunca antes habíamos odiado a nadie y no volvemos a vernos nunca más.
En definitiva, aunque bienintencionadas, nunca saco ningún provecho de esta clase de conversaciones. Preferiría evitarlas.
Una vez que me subo en un avión un miedo inusitado se apodera de mí, siento la imperante necesidad de moverme, como si me picara todo el cuerpo, se me acelera el pulso y a la sazón me reclino violentamente en pos de mayor comodidad, entonces la mujer de detrás grita y me lanza una patada y acto seguido chasqueo la lengua asomándome por el hueco de los dos asientos sin parar de cambiar de postura y molestar con mis codos.
Para ese momento la azafata insiste
- Le pido por favor que se calme.
Yo intento hacerle caso, cierro el pico diciéndome que debo mantenerme serena y cojo el cinturón, pero cuando termino de abrocharlo éste me queda grande, no termino de sentirme segura del todo y así se lo hago saber a buena parte de la tripulación.
Finalmente deciden con la ayuda de dos amables voluntarios darle varias vueltas al cinturón y enrollármelo fuertemente por el cuerpo incluyéndome la boca hasta que me quedo prácticamente inmóvil en mi asiento, cosa que yo agradezco encarecidamente porque al menos tengo la convicción de que en caso de colisión no saldré despedida por el aire.
He intentado valerme de medios de transporte alternativos, ese fue mi primer y cobarde subterfugio.
Al principio me valía de los trenes y aprovechando la ocasión de un viaje a Praga convencí a mis acompañantes a decidirnos por un trenhotel.
- ¿Quién necesita un avión pudiendo vivir la incomparable experiencia de recorrer Europa estación a estación, instantánea a instantánea y disfrutarla con detenimiento a través de las ventanas de un encantador tren con aire victoriano?
No es que la idea del tren saliera mal, pero para mi sorpresa algunos de mis camaradas resultaron ser demasiado quisquillosos.
La primera mañana, nada más levantarme, coincidimos en el pasillo y antes de dar el primer sorbo a mi expreso les pregunté con optimismo si el ligero movimiento del tren les había impedido dormir correctamente, a lo que me respondieron que no sabían a qué ligero movimiento me refería pero que ya que lo mencionaba el fanático sacudimiento de los vagones durante la noche había alcanzado un 8.3 en la escala Richter ocasionando varios muertos.
Intuí por alguno de sus gestos, que fue apartarme bruscamente hacia un lado, que no estaban del todo contentos con mi elección del tren hotel.
Tampoco ayudaba la lentitud con la que nos desplazábamos. Íbamos un poco lentos, debo reconocerlo. Salimos un 20 de julio de 2012 y llegamos a Praga el 24 de diciembre de 2014. Uno de nuestros acompañantes, que mucho antes concluyó desistir y bajarse en Lyon, decidió seguir hasta la república checa en una mula y me consta que llegó antes que nosotros. A menudo recibíamos correspondencia suya desde Pilsen.
Visto lo visto para sucesivos viajes no tuve más remedio que decantarme por el barco.
No sin antes pensármelo dos veces, eso sí.
Verán no es que no me gusten los barcos, yo no tengo nada en contra de los barcos, son los barcos los que decididamente tienen algo en contra de mí.
Siempre tengo la sensación de que los barcos disfrutan haciéndome daño.
Disponen los barcos de una rampa de subida. Pues bien, es una rampa que se mantiene inmóvil y convincente cuando los demás turistas se disponen a subir por ella, dándoles la bienvenida con su robusta solidez, pero cuando el turno es mío, reflexiona y concluye que ya ha trabajado mucho pisoteada y que no puede vivir en esa rectitud toda su vida y decide entonces moverse de un lado a otro y zarandearse y alejarse del muelle dejando un espacio al vacío ciclópeo que me obliga a menearme con todos mis bártulos de la forma más atropellada y funambulesca posible para no dar con mi triste sombra en el agua.
Las gentes del puerto y demás lugareños me miran y hacen apuestas y disponen que se me ve tan torpe que es probable que en Madrid o en cualquier otra ciudad de interior también pueda vérseme caer al mar. Ánimos que yo considero que no son los adecuados para empezar unas vacaciones.
Además, una vez subida en el barco yo tengo la extraña manía de que los alimentos que consumo se queden conmigo, cumpliendo su función en el cuerpo, me parece lo justo ya que he pagado por ellos.
Verme encaramada a la barandilla de popa expeliendo mis jugos gástricos no me parece fino ni un bonito recibimiento, yo no trato así a mis invitados.
Cuando uno cree que ya no tiene nada en el estómago y que puede disfrutar del resto del viaje apaciblemente leyendo un libro en cubierta, el barco busca a su alrededor y se dirige hacia las olas más violentas e intempestivas que encuentra, y mientras tanto por el camino, decide también hacer amistad con unos terribles y violentos vientos huracanados que me arrancan de mi silla y lanzan mi libro recién comprado en mitad del océano.
Entonces me levanto calumniando y despachándome con todo aquel que me rodea, niños y ancianos postreros incluidos, pero no consigo apartarme de la cara el pelo que me impide respirar y que se me mete en la boca, al menos no dignamente y decido marcharme golpeándome fuertemente el dedo meñique del pie con la pata de la mesa.
Tampoco son los barcos tan cómodos como la gente cree, los camarotes no son tan espaciosos como dicen los folletos, si uno quiere estirarse en la cama, parte de la pierna izquierda sale indefectiblemente por el ojo de buey. Si optas por reclinarte hacia el otro lado lo que entonces se te sale es la cabeza, y yo tengo terminantemente prohibido dormir con la cabeza a la intemperie. No me va bien a los nervios.
Por algún extraño motivo, el barco tampoco termina de convencerme.
Además, cuando uno lleva veinte días a bordo y cree que al desembarcar en el puerto final, de regreso a casa, va a sentirse con fuerzas renovadas, convencido de haber logrado descansar y gozar de nuevos ánimos es cuando empieza el calvario.
Uno sale del barco como si hubiera regresado de misión a Marte, con un terrible malestar generalizado, mostrándose asustadizo de volver a tierra firme y es entonces cuando con los ojos entrecerrados te agarras molestamente a cualquier desconocido pasajero, temblando y pisando torpemente el pavimento, familiarizándote de nuevo con la gravidez y con los ritmos circadianos humanos. En definitiva, no te encuentras bien y te convences de que necesitas guardar reposo al menos otras dos semanas más porque estás terriblemente enfermo.
Sin duda, el barco tampoco es la panacea.
A todo esto y para terminar ¿Sufren ustedes de algún mal similar? ¿Algún miedo o terrible manía relacionada con los medios de transporte?
¿Tienen especial predilección por alguno? ¿Disfrutan haciendo largos recorridos al volante de un sencillo utilitario mirando al mar o se reservan únicamente para el veloz avión? ¿Son unos románticos de los viajes en moto? ¿Es el barco o el tren una opción en determinados trayectos o son pobres y solo van en blablacar?
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