Werther
Veterano
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- 16 Mar 2004
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Siempre sospeché que María sentía por mí algo más profundo que una simple atracción. En el instituto ella en todo momento se prestaba a dejarme los apuntes cuando yo faltaba a clase; al iniciar el curso procuraba sentarse junto a mí y siempre que hablaba conmigo sus ojos se iluminaban como dos estrellas. Después llego la época universitaria y María tuvo que partir a Valencia para cursar filología clásica. Desde allí me llamaba por teléfono continuamente para interesarse por mí y siempre que regresaba algún fin de semana o en vacaciones quedábamos para contarnos nuestras experiencias universitarias. Sus notas eran extraordinarias. Nunca le conocí por aquel período ningún novio: era muy tímida y yo creí que esa sería la razón. Tras terminar mis estudios y conseguir trabajo, me compré un piso y me fui a vivir solo. María siempre estaba ahí, cuando caía enfermo se prestaba a cuidarme: venía todos los días a hacerme la comida, me compraba los medicamentos y me observaba la fiebre dándome un beso en la frente; cuando estaba aburrido la llamaba y nunca me decía no a quedar para tomarnos algo; cuando me echaba novia se alegraba tristemente por mí. Yo siempre he pagado esa bondad con indiferencia. El sábado pasado la invité a cenar a mi casa. Cuando abrí la puerta ella estaba allí más bella que nunca. Se había vestido para la ocasión un vestido azul de tirantes que dejaba descubierta su blanca espalda de nieve. La sorpresa me inmovilizó; toda ella brillaba en la intensa sombra del umbral de mi casa como una piedra preciosa. Durante la cena nuestra conversación osciló desde el idealismo trascendental alemán a Salsa Rosa; desde las Guerras Médicas al Tomate; nos reímos mucho. Ella se levantó para recoger la mesa y yo hice lo propio. En medio del comedor nos cruzamos y en el instante que estuvimos así, cara a cara, mis ojos bebieron de los suyos. Se fue a la cocina nerviosa y se puso a fregar los platos. Yo me coloqué tras ella, la cogí de la cintura e inclinándome suavemente besé su cuello. Ella se dio la vuelta instintivamente y muy nerviosa, pero su indefensión era total: mis dos brazos la rodeaban…
Otro día si acaso termino y así os demuestro con un hecho verídico que el amor eterno existe.
Otro día si acaso termino y así os demuestro con un hecho verídico que el amor eterno existe.