Había una chica con la que me enrollaba que me acabó odiando -y con razón- por desaparecer de repente y no responder a sus llamadas y mensajes en los cuales se iba cabreando gradualmente hasta dejar de hacerlo con un odio infinito.
En una nochevieja que tomé mdma, salimos de nuestro sitio habitual, un amigo y yo, hipersalidos y creyéndonos dioses. En uno de esos bares vi al fondo a esa muchacha. Sin pensármelo siquiera me dirigí a donde se encontraba, y delante de todas sus amigas, sin mediar palabra, le agarré del culo y le comí el morro como un puto loco. Tras el shock que le debió suponer, en vez de retirarse o abofetearme, se siguió dejando hacer, con una excitación que cada vez era mayor. Cuando ya pude asegurar que había mojado las bragas y la baba de caracol había traspasado el pantalón, eché un vistazo a la otra punta del local, vi a mi amigo que se iba a ir, y sin haber hablado o vuelto a hablar, desaparecí.
Que pena no acordarme de la cara que se le quedó