Servidora ha estado tres veces en Italia y las tres veces ha salido del país atónita. Aficionada a la Historia del Arte, desde mi más tierna infancia idealicé todo lo que tenía que ver con los italianos, así que cuando por fin tuve dinero suficiente organicé la partida. Era mi cometido viajar a aquellas lejanas tierras para por fin conocerlos a todos, ver aquellos hermosos rostros rafaelinos, indagar en sus excelsos debates filosóficos, sentirme parte de ellos.
El desencanto brotó a los tres días de mi llegada. Mi compañera de viaje y yo, marchábamos hacia el centro de Roma en la línea A de metro, en un vagón construido posiblemente entre 1780 y 1784, no estoy segura.
Era de esperar que de un momento a otro las ruedas de corcho del convoy nos llevaran a una muerte segura a todos pero aquello no era lo peor que me esperaba aquel día.
Mientras observaba la multitud de italianos que allí se agolpaba (no sabría decir cual de ellos era más pedestre y vocinglero) comienzo a notar en mis reales posaderas una ligera presión. Queriendo no pensar mal y siendo consciente del gentío y de que lo más probable era que me estuviera rozando con algún objeto, me di la vuelta y fijé la mirada en mis nalgas, especialmente en el lado derecho de las susodichas.
No vi nada. No vi nada porque tenía sobre ellas la PALMA DE UNA MANO ITALIANA negándome su visión. Una vigorosa mano de pajillero se posaba anhelante sobre aquella íntima parte del cuerpo femenino. La esfera de calor propia de las verguenzas me subió a las orejas y tartamudeando increpé al italiano con alguna patética respuesta que yo creí meritoria. - Qué hacerssss, idiotars?
Lo peor no fue el tocamiento en sí, eso podría hacerlo cualquier europeo, pensarán. Lo peor de todo y lo que me infundió auténtico terror fue la reacción de descaro del sujeto. Me retaba con la mirada, no sentía ni un ápice de verguenza, no se escondía cual cachondo mental fotografiando.
A esta manifestación de desfachatez se añadió la total indiferencia del resto de la sociedad italiana que con nosotros viajaba y que ni siquiera nos miraba por curiosear. Lo veían normal, incluso bien. Todo aquello era como una maldita película de Salieri en la que los viejos y viejas que acuden a la escena ni se inmutan.
Que aquel era el pan nuestro de cada día lo comprendí en los posteriores viajes que hice a Italia. Todo es una falta absoluta de seriedad, una juerga padre, un regodeo incansable de machismo y ultraprotección. El hombre italiano es un hortera de bolera.
El español medio, debo reconocer, que es un hombre mucho más digno y educado.
(Esto último suena a cachondeo pero no es culpa mía.)