Clark Gable
Master of pucheritos
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En fin, comparto esto con vosotros porque lleva todo el día reconcomiéndome y necesito una opinión ajena a la de mis hamijos del Farmville.
Resulta que me hallo estos días acondicionando mis bancales para la correcta recolección de la algarroba, es decir: retirada de matojos, hierbajos, un toque de sulfato aquí y allá y demás cosas para que la puesta de mantas no parezca la cordillera Cantábrica. En esto que esta mañana mi señor padre y yo, a las ocho y antes del almuerzo, empezamos a oir berridos, gritos e improperios a destajo. Que si malnacido, cabrón, que eres un inútil y un desgraciado, que si no vales ni para caerte muerto, etc. Ante mi cara de gñé, mi padre me dice que no me preocupe, que será el vecino de bancal que está discutiendo con alguien. ¿Con quién para tratarle de esa manera?, pregunto. ¿Con un rumano jornalero suyo, o quizás con un búlgaro, progenitor mío? A lo que mi padre me dirige una mirada extraña, como apenada, y sigue a lo suyo. Ante mi insistencia me dice que pase de historias, y que no meta las narices donde no me llaman (cita gratuíta, aprovechadla).
El caso es que soy de natural más bien curioso, así que con la excusa de echar un meo me acerco al límite de las tierras y, antes de sacar mi portentoso miembro, miro al bancal vecino. Y lo que veo me deja atónito: quien gritaba era un señor mayor, calculo que sobre la cincuentena baja, pertrechado con alpargatas, desabrochada camisa a cuadros arreatada en torno a una panza prominente, caliqueño apagado en boca y gorra de Ruralcaja calzada sobre una frente arrrugada y parda como tierra seca; con una azada arrancaba las malas hierbas y entre bajada y subida y subida maldecía y blasfemaba a un hombrecillo que labraba otro algarrobo cercano, mucho más despacio. El pobre estaba apoyado en una piedra, secándose el sudor con un pañuelo de los de antes, de tela, blanquiazul ajedrezado, y soportando los improperios del otro. En esto que me enciendo un cígar para no olvidar que esto del pueblo es algo transitorio, y me quedo mirando a la pareja. Como quien no quiere la cosa, una calada y otra, suponiendo la relación pero resistiéndome a asumirla. No tardo mucho en llamar la atención del joven.

Resulta que me hallo estos días acondicionando mis bancales para la correcta recolección de la algarroba, es decir: retirada de matojos, hierbajos, un toque de sulfato aquí y allá y demás cosas para que la puesta de mantas no parezca la cordillera Cantábrica. En esto que esta mañana mi señor padre y yo, a las ocho y antes del almuerzo, empezamos a oir berridos, gritos e improperios a destajo. Que si malnacido, cabrón, que eres un inútil y un desgraciado, que si no vales ni para caerte muerto, etc. Ante mi cara de gñé, mi padre me dice que no me preocupe, que será el vecino de bancal que está discutiendo con alguien. ¿Con quién para tratarle de esa manera?, pregunto. ¿Con un rumano jornalero suyo, o quizás con un búlgaro, progenitor mío? A lo que mi padre me dirige una mirada extraña, como apenada, y sigue a lo suyo. Ante mi insistencia me dice que pase de historias, y que no meta las narices donde no me llaman (cita gratuíta, aprovechadla).

El caso es que soy de natural más bien curioso, así que con la excusa de echar un meo me acerco al límite de las tierras y, antes de sacar mi portentoso miembro, miro al bancal vecino. Y lo que veo me deja atónito: quien gritaba era un señor mayor, calculo que sobre la cincuentena baja, pertrechado con alpargatas, desabrochada camisa a cuadros arreatada en torno a una panza prominente, caliqueño apagado en boca y gorra de Ruralcaja calzada sobre una frente arrrugada y parda como tierra seca; con una azada arrancaba las malas hierbas y entre bajada y subida y subida maldecía y blasfemaba a un hombrecillo que labraba otro algarrobo cercano, mucho más despacio. El pobre estaba apoyado en una piedra, secándose el sudor con un pañuelo de los de antes, de tela, blanquiazul ajedrezado, y soportando los improperios del otro. En esto que me enciendo un cígar para no olvidar que esto del pueblo es algo transitorio, y me quedo mirando a la pareja. Como quien no quiere la cosa, una calada y otra, suponiendo la relación pero resistiéndome a asumirla. No tardo mucho en llamar la atención del joven.

Como la gente de campo es de natural hosco con desconocidos, y yo bajo al pueblo en veranos, vacaciones, recolecciones y matanzas, me presento. Buenas, soy tal, ¿pasa algo aquí? Es que estaba aquí al lado y he oído unos gritos y tal y he venido a ver qué pasaba. El joven se carga la azada al hombro, me mira y dice: Tú eres hijo de tal, ¿verdad? Sí, aquí estamos con las algarrobas, dice mi padre, que se acerca al suponer la escena. Qué tal, Venancio. Muy bien, padre de Gable, aquí con mi padre labrando. Y ahí es cuando he torcido el cuello, me he rascado la nuca y, muy educadamente, me he dirigido al viejo. Mucho gusto, señor. Una calada al cigarro, despacio, mirando de nuevo al joven detenidamente, después a mi padre.

Tal que así. Llamadme peliculero, pero ha sido propio de una puta película de vaqueros con azadones, algarrobos y olor a Roundup. La magia se ha roto cuando mi padre, dándome un golpecito en el hombro, ha dicho que nos fuéramos a almorzar, despidiéndonos de los vecinos. Camino de las fiambreras y las garrafas de agua, el silencio. Y así durante medio almuerzo, hasta que a punto de terminar el mojete se lo he preguntado: ¿Qué cojones? A lo que mi padre me ha respondido: sí, se lo ha dicho todo a su padre. ¿Por? Siempre le ha tratado así, hijo; siempre, desde que lo conozco de los picús en casa de nosequién. Pues yo le metía una hostia bien dada, padre. Ponte a la cola, hijo.
Ponte a la cola.
¿Qué puedo hacer yo? No entiendo que seas capaz de insultar al hombre que te dió la vida, te crió y te enseñó a afeitarte, dar patadas a una pelota, a no llorar en los entierros y a respetar a las personas mayores. He sentido una rabia tremenda, y pienso seriamente en hacer alguna cobardía impersonal, del tipo llamada anónima a la policía acusando de disturbios (viven juntos, soltero y viudo), o pincharle las ruedas de la C15, o colarle un sadetón, alacrán o similar en el capazo de los hatos. Me ha puesto de muy mala hostia toda esta mierda, y si mañana (dentro de un rato, cagon tó) vuelvo a oirle, como mínimo pegaré un berrido a ver si deja de insultar a su padre. A su padre, joder, me cago en su puta vida.
Ponte a la cola.
¿Qué puedo hacer yo? No entiendo que seas capaz de insultar al hombre que te dió la vida, te crió y te enseñó a afeitarte, dar patadas a una pelota, a no llorar en los entierros y a respetar a las personas mayores. He sentido una rabia tremenda, y pienso seriamente en hacer alguna cobardía impersonal, del tipo llamada anónima a la policía acusando de disturbios (viven juntos, soltero y viudo), o pincharle las ruedas de la C15, o colarle un sadetón, alacrán o similar en el capazo de los hatos. Me ha puesto de muy mala hostia toda esta mierda, y si mañana (dentro de un rato, cagon tó) vuelvo a oirle, como mínimo pegaré un berrido a ver si deja de insultar a su padre. A su padre, joder, me cago en su puta vida.