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Vivimos tiempos en los que disentir del relato oficial, aunque sea con argumentos sólidos y datos contrastables, te convierte automáticamente en un negacionista, en un loco, en un peligro para el planeta.
Pero no hay nada más sano —y más necesario— que dudar de las verdades absolutas, sobre todo cuando están fabricadas por burócratas, amplificadas por los medios y blindadas con censura científica.
Durante décadas hemos sido bombardeados con la idea de que el planeta está al borde del colapso por culpa del ser humano.
Antes se llamaba "calentamiento global".
Luego, cuando los datos no encajaban del todo, lo rebautizaron como “cambio climático”.
Y hoy, cualquier fenómeno meteorológico —frío, calor, sequía, tormenta, lluvia, nieve, niebla, un meteorito, lo que sea— sirve como justificación de ese mismo dogma.
Pero, ¿qué hay realmente detrás de todo esto?
Empecemos por el principio.
En contra de lo que se cree, la Tierra no está en una fase cálida, sino en una época de glaciación. Llevamos en ella entre 3,5 y 4 millones de años, desde el Plioceno, dado que las glaciaciones se definen en geología como períodos prolongados de tiempo con hielo permanente en los polos —decenas de millones de años.
La ciencia geológica actual, basada en la tectónica de placas y en la configuración de las corrientes marinas, estima que esta fase glacial durará al menos 30 o 40 millones de años más, lo cual la sitúa en duración a la par de períodos geológicos como el Jurásico o el Paleoceno.
Está siendo y será una anomalía climática, dado que durante los últimos 250 millones de años lo normal era tener temperaturas entre 5 y 10ºC más altas que las actuales, estando el nivel del mar entre 150 y 200m por encima.
De hecho, la última vez que la Tierra tuvo una época de hielo polar permanente anterior a ésta fue hace unos 260 millones de años, a finales del Paleozoico, en el Pérmico tardío.
Aquel período acabó en la mayor extinción masiva del Fanerozoico, la conocida como Gran Mortandad, que arrasó con casi el 90% de la vida marina y más del 70% de la terrestre.
Es decir: los climas fríos como el actual sólo anuncian devastación.
Por otro lado, cuando se habla de "la última glaciación", se está hablando en realidad del último pico de frío dentro de esta misma era glacial: el pico de Würm, que terminó hace unos 10 o 12.000 años.
Desde entonces estamos en una fase más templada llamada interglaciar —el Holoceno— que también ha tenido altibajos.
Algunos de ellos, por cierto, más cálidos que hoy. Entre los siglos IX y XIV, por ejemplo, tuvimos el llamado Óptimo Cálido Medieval, en el que las temperaturas en Europa y el Atlántico Norte fueron hasta 1ºC más altas que ahora, sin fábricas, sin coches y sin CO₂ industrial.
De hecho, los vikingos colonizaron Groenlandia en esa época y la llamaron “tierra verde” por una razón.
Después vino la Pequeña Edad de Hielo, aproximadamente entre 1300 y 1850, que congeló el Támesis y arruinó cosechas en toda Europa.
Sin embargo, cuando llegamos a mediados del siglo XIX, justo cuando comenzaba la Revolución Industrial, se forzó una narrativa que conecta la ligera subida térmica natural de ese momento con la actividad humana, ignorando por completo los miles de años de oscilaciones naturales previas.
Efectivamente, la ONU afirma que el calentamiento global comenzó por la instalación de unos cientos de chimeneas de carbón en Londres, París y Frankfurt.
¿Y por qué cambiar el nombre de "calentamiento global" a "cambio climático"?
Pues porque no podían sostener su relato. Si de verdad estuviéramos ante un calentamiento global clásico —como los que se estudian en paleoclimatología— veríamos una subida generalizada de temperaturas en todo el planeta, especialmente en los trópicos.
Pero lo que tenemos son fenómenos aislados, regionales y muchas veces contradictorios. Hay años más fríos que hace cien o doscientos años. Hay primaveras en las que el calor no llega. Veranos con noches otoñales. Nevadas históricas, incluso en el desierto del Sáhara, cinco veces en lo que llevamos de siglo, siendo la de 2017 la más vigorosa, con hasta un metro de nieve.
Ante estas evidencias, el relato mutó.
Ya no hablaban de calor, sino de cambio. Y con esa palabra mágica lo arreglan todo: si hace más frío, es por el cambio climático. Si hace más calor, también. Si llueve mucho, si llueve poco, si nieva más, si nieva menos… todo entra dentro de la categoría.
Es la carta blanca perfecta.
No hace falta que la realidad se ajuste al modelo: el modelo se ajusta a cualquier realidad.
Así han blindado el relato.
Dentro de esta línea, uno de los grandes fraudes del discurso climático está en cómo se interpretan los datos.
Se nos dice que hay "aumento de temperaturas" sin mencionar dónde se producen esas mediciones.
Y es aquí donde entra en juego otra de las trampas más escandalosas: la sobreponderación de datos urbanos en el cálculo de medias térmicas globales.
La mayoría de las estaciones meteorológicas modernas están situadas en ciudades o zonas periurbanas, que se comportan de forma totalmente artificial desde el punto de vista térmico. Es decir, no reflejan en absoluto el comportamiento natural del planeta. Las urbes —como por ejemplo el área metropolitana de Madrid, con más de 12.000 km²— están cubiertas de asfalto, hormigón y materiales oscuros que absorben todo el espectro de radiación solar.
En física, esto se llama cuerpo negro: un objeto que absorbe toda la energía que recibe (luz visible, infrarrojos, etc.) y la reemite lentamente durante toda la noche.
(Foto satelital de Madrid en infrarrojos)
Eso significa que las ciudades no se enfrían al caer el sol.
Siguen irradiando calor durante toda la noche, haciendo que las mínimas nocturnas sean artificialmente altas. Este fenómeno se conoce como isla de calor urbana, y provoca diferencias térmicas de hasta 7 u 8ºC entre una ciudad y su entorno rural inmediato.
Es decir, no tiene sentido incluir esos datos en una media global como si fueran representativos del planeta, cuando más del 99% de la superficie terrestre está deshabitada o mínimamente intervenida.
En los entornos naturales —bosques, praderas, zonas agrícolas, desiertos, lagos— el calor solar se disipa rápidamente cuando desaparece la luz.
La hierba, la tierra, la arena o el agua no actúan como cuerpos negros: no acumulan calor en exceso ni lo retienen artificialmente. Por tanto, si se quisieran hacer mediciones representativas del "clima global" , habría que usar exclusivamente estaciones en zonas rurales, totalmente alejadas de núcleos urbanos.
Pero eso no se hace.
Lo que se hace es usar mayoritariamente datos urbanos, especialmente en verano, y con eso se inflan artificialmente las medias anuales.
Y aquí entra otra dimensión del engaño: el contexto geológico y oceanográfico nunca se tiene en cuenta.
Se nos dice que algunas zonas del planeta se están "calentando más que la media", como el noroeste de Europa o el Ártico, pero se omite explicar por qué.
El Océano Atlántico Norte, por ejemplo, está casi aislado del resto de los océanos. Su conexión con el Índico y el Pacífico es mínima y muy meridional.
Eso significa que el calor que se genera en regiones ecuatoriales, como el Golfo de Guinea y el Golfo de México, no se disipa hacia otros océanos, sino que es arrastrado por la Corriente del Golfo hacia el norte. Esa corriente lleva agua cálida hasta las costas de Europa occidental, provocando que países como Reino Unido, Francia o Noruega tengan temperaturas mucho más altas de lo que deberían por latitud.
De hecho, Madrid está a la misma latitud que Nueva York, pero el clima no tiene nada que ver.
Pero claro, cuando suben las temperaturas en Londres o París, no se explica esta dinámica: se dice que es "el cambio climático".
Por otro lado, el caso del Océano Glaciar Ártico es aún más descarado.
Se habla constantemente de su deshielo como prueba de calentamiento global, pero se omite que es una cuenca cerrada, con una única salida significativa al Atlántico a través del Estrecho de Fram, entre Groenlandia y Noruega, y otra menor por el Estrecho de Bering, que apenas tiene intercambio térmico con el Pacífico.
Además, bajo el Ártico se encuentra la Dorsal de Gakkel, una cordillera submarina activa con fuertes emisiones volcánicas, que calientan el agua desde abajo. Y como ese calor no se ventila —porque el Ártico está mal conectado— se acumula en la cuenca polar, provocando deshielo desde el fondo.
Es decir, no es el CO₂ atmosférico lo que está calentando el hielo ártico, sino el calor geológico del planeta, que no tiene absolutamente nada que ver con el ser humano.
Y si eso ya desmonta una parte del relato, lo de la Antártida lo deja directamente en ridículo.
Mientras se repite hasta la saciedad que "los polos se están derritiendo", lo cierto es que la Antártida lleva décadas ganando hielo. Especialmente en la parte oriental del continente —que representa la gran mayoría de su masa— se ha comprobado mediante satélites, estaciones meteorológicas y radar de penetración que la acumulación de hielo ha aumentado, no disminuido.
¿Cómo es posible?
Primero hay que entender que la Antártida es climáticamente un mundo aparte. Rodeada por el Océano Antártico, sufre un aislamiento brutal gracias al efecto Coriolis y a la Corriente Circumpolar Antártica, una corriente oceánica que gira perpetuamente de oeste a este y que impide el intercambio de masas de agua con los océanos Atlántico, Índico y Pacífico.
En otras palabras: el frío se queda atrapado allí, circulando alrededor del continente y reforzando su aislamiento térmico.
Para colmo, cuando se ven imágenes de grandes bloques de hielo desprendiéndose de la costa antártica, se presenta como si el continente estuviera colapsando por exceso de calor.
Pero esa visión es completamente errónea: el desprendimiento de glaciares se debe a la acumulación de hielo en el interior, que por presión natural desplaza esas masas hacia el exterior —mecánica de Arquímedes—, donde terminan fracturándose.
Es el resultado de demasiado hielo, no de falta de él.
Y sin embargo, todo este comportamiento perfectamente explicable por la dinámica del planeta, se sigue vendiendo como prueba irrefutable del cambio climático provocado por el ser humano.
Aquí es donde toca hablar de quién gana con todo esto.
El IPCC, brazo del aparato climático de la ONU, no investiga nada por sí mismo. No tiene laboratorios, ni científicos independientes. Lo que hace es seleccionar informes ya existentes, y de ellos sólo tiene en cuenta entre el 1 y el 2%, filtrando los que encajan con su relato.
El resto, simplemente, se ignora.
Esto no es ciencia: es burocracia.
Pero, ¿qué se consigue con eso? Pues legitimar políticas que generan negocios millonarios: la industria verde, las energías subvencionadas, los bonos de carbono, las consultorías climáticas, las fundaciones ecológicas con dinero público, y por supuesto, el aumento de impuestos bajo la excusa de "salvar el planeta". Un tinglado que mueve cientos de millardos de dólares al año.
Y todo basado en un modelo teórico que no predice nada y que se contradice constantemente con la realidad.
Esta estrategia no es nueva.
En los años 80 y 90 ya se vivió un pánico climático similar con el famoso "agujero de la capa de ozono".
Se decía que íbamos a morir todos de cáncer de piel, que la radiación ultravioleta lo iba a arrasar todo…, pero nunca existió tal agujero, sino una bajada estacional de densidad de ozono que ocurre cada invierno austral sobre la Antártida.
Un fenómeno perfectamente natural y conocido desde mediados del siglo XX. El ozono se forma de manera espontánea allá donde incide la radiación solar.
Si desapareciera ahora mismo, se regeneraría solo.
O₂ + Ultravioleta = O₃ (ozono).
Entonces, ¿por qué ese alarmismo? Porque en esos años estaban a punto de expirar las patentes de los CFC (clorofluorocarbonos), usados en refrigerantes y aerosoles. La empresa DuPont, junto con otras multinacionales, tenía preparados nuevos compuestos —los HFC— con nuevas patentes que necesitaban vender.
Así que se lanzó la campaña, se culpó a los CFC, se forzó un tratado internacional (el Protocolo de Montreal), se prohibieron los antiguos productos y se introdujeron los nuevos.
Negocio redondo.
Y todo avalado por científicos institucionales, los mismos que hoy firman el dogma del CO₂.
Y por si fuera poco, el supuesto "agujero" se detectaba solo en la Antártida, justo donde no se producían ni consumían CFC.
En los años 80, el uso de esos compuestos estaba concentrado en Europa y Norteamérica. China ni siquiera se había industrializado.
¿Cómo es posible que los CFC "atacaran" selectivamente a la Antártida sin antes destruir la capa de ozono del hemisferio norte? Es absurdo desde cualquier punto de vista físico, químico o atmosférico.
Pero se aceptó porque servía para un fin.
Ese modelo se ha reciclado con el calentamiento global.
Sólo que ahora es mucho más ambicioso: no se trata de cambiar un gas por otro, sino de reformular por completo la economía, la energía, la movilidad y el estilo de vida de miles de millones de personas, bajo una narrativa emocional, apocalíptica e incontestable.
Todo encaja, todo se justifica, todo es cambio climático.
El resto —la ciencia real, los datos incómodos, los matices— simplemente se calla.
Si realmente se quisiera entender el clima del planeta, se tendría en cuenta la geología, la tectónica, la paleoclimatología, la dinámica oceánica, el vulcanismo, el Sol, y la enorme complejidad de sistemas interconectados que llevan funcionando desde hace miles de millones de años sin nuestra intervención.
Pero eso no da dinero.
No da control.
Y no permite culpar al ciudadano medio de consumir, respirar y existir.
Pero no hay nada más sano —y más necesario— que dudar de las verdades absolutas, sobre todo cuando están fabricadas por burócratas, amplificadas por los medios y blindadas con censura científica.
Durante décadas hemos sido bombardeados con la idea de que el planeta está al borde del colapso por culpa del ser humano.
Antes se llamaba "calentamiento global".
Luego, cuando los datos no encajaban del todo, lo rebautizaron como “cambio climático”.
Y hoy, cualquier fenómeno meteorológico —frío, calor, sequía, tormenta, lluvia, nieve, niebla, un meteorito, lo que sea— sirve como justificación de ese mismo dogma.
Pero, ¿qué hay realmente detrás de todo esto?
Empecemos por el principio.
En contra de lo que se cree, la Tierra no está en una fase cálida, sino en una época de glaciación. Llevamos en ella entre 3,5 y 4 millones de años, desde el Plioceno, dado que las glaciaciones se definen en geología como períodos prolongados de tiempo con hielo permanente en los polos —decenas de millones de años.
La ciencia geológica actual, basada en la tectónica de placas y en la configuración de las corrientes marinas, estima que esta fase glacial durará al menos 30 o 40 millones de años más, lo cual la sitúa en duración a la par de períodos geológicos como el Jurásico o el Paleoceno.
Está siendo y será una anomalía climática, dado que durante los últimos 250 millones de años lo normal era tener temperaturas entre 5 y 10ºC más altas que las actuales, estando el nivel del mar entre 150 y 200m por encima.
De hecho, la última vez que la Tierra tuvo una época de hielo polar permanente anterior a ésta fue hace unos 260 millones de años, a finales del Paleozoico, en el Pérmico tardío.
Aquel período acabó en la mayor extinción masiva del Fanerozoico, la conocida como Gran Mortandad, que arrasó con casi el 90% de la vida marina y más del 70% de la terrestre.
Es decir: los climas fríos como el actual sólo anuncian devastación.
Por otro lado, cuando se habla de "la última glaciación", se está hablando en realidad del último pico de frío dentro de esta misma era glacial: el pico de Würm, que terminó hace unos 10 o 12.000 años.
Desde entonces estamos en una fase más templada llamada interglaciar —el Holoceno— que también ha tenido altibajos.
Algunos de ellos, por cierto, más cálidos que hoy. Entre los siglos IX y XIV, por ejemplo, tuvimos el llamado Óptimo Cálido Medieval, en el que las temperaturas en Europa y el Atlántico Norte fueron hasta 1ºC más altas que ahora, sin fábricas, sin coches y sin CO₂ industrial.
De hecho, los vikingos colonizaron Groenlandia en esa época y la llamaron “tierra verde” por una razón.
Después vino la Pequeña Edad de Hielo, aproximadamente entre 1300 y 1850, que congeló el Támesis y arruinó cosechas en toda Europa.
Sin embargo, cuando llegamos a mediados del siglo XIX, justo cuando comenzaba la Revolución Industrial, se forzó una narrativa que conecta la ligera subida térmica natural de ese momento con la actividad humana, ignorando por completo los miles de años de oscilaciones naturales previas.
Efectivamente, la ONU afirma que el calentamiento global comenzó por la instalación de unos cientos de chimeneas de carbón en Londres, París y Frankfurt.
¿Y por qué cambiar el nombre de "calentamiento global" a "cambio climático"?
Pues porque no podían sostener su relato. Si de verdad estuviéramos ante un calentamiento global clásico —como los que se estudian en paleoclimatología— veríamos una subida generalizada de temperaturas en todo el planeta, especialmente en los trópicos.
Pero lo que tenemos son fenómenos aislados, regionales y muchas veces contradictorios. Hay años más fríos que hace cien o doscientos años. Hay primaveras en las que el calor no llega. Veranos con noches otoñales. Nevadas históricas, incluso en el desierto del Sáhara, cinco veces en lo que llevamos de siglo, siendo la de 2017 la más vigorosa, con hasta un metro de nieve.
Ante estas evidencias, el relato mutó.
Ya no hablaban de calor, sino de cambio. Y con esa palabra mágica lo arreglan todo: si hace más frío, es por el cambio climático. Si hace más calor, también. Si llueve mucho, si llueve poco, si nieva más, si nieva menos… todo entra dentro de la categoría.
Es la carta blanca perfecta.
No hace falta que la realidad se ajuste al modelo: el modelo se ajusta a cualquier realidad.
Así han blindado el relato.
Dentro de esta línea, uno de los grandes fraudes del discurso climático está en cómo se interpretan los datos.
Se nos dice que hay "aumento de temperaturas" sin mencionar dónde se producen esas mediciones.
Y es aquí donde entra en juego otra de las trampas más escandalosas: la sobreponderación de datos urbanos en el cálculo de medias térmicas globales.
La mayoría de las estaciones meteorológicas modernas están situadas en ciudades o zonas periurbanas, que se comportan de forma totalmente artificial desde el punto de vista térmico. Es decir, no reflejan en absoluto el comportamiento natural del planeta. Las urbes —como por ejemplo el área metropolitana de Madrid, con más de 12.000 km²— están cubiertas de asfalto, hormigón y materiales oscuros que absorben todo el espectro de radiación solar.
En física, esto se llama cuerpo negro: un objeto que absorbe toda la energía que recibe (luz visible, infrarrojos, etc.) y la reemite lentamente durante toda la noche.
(Foto satelital de Madrid en infrarrojos)
Eso significa que las ciudades no se enfrían al caer el sol.
Siguen irradiando calor durante toda la noche, haciendo que las mínimas nocturnas sean artificialmente altas. Este fenómeno se conoce como isla de calor urbana, y provoca diferencias térmicas de hasta 7 u 8ºC entre una ciudad y su entorno rural inmediato.
Es decir, no tiene sentido incluir esos datos en una media global como si fueran representativos del planeta, cuando más del 99% de la superficie terrestre está deshabitada o mínimamente intervenida.
En los entornos naturales —bosques, praderas, zonas agrícolas, desiertos, lagos— el calor solar se disipa rápidamente cuando desaparece la luz.
La hierba, la tierra, la arena o el agua no actúan como cuerpos negros: no acumulan calor en exceso ni lo retienen artificialmente. Por tanto, si se quisieran hacer mediciones representativas del "clima global" , habría que usar exclusivamente estaciones en zonas rurales, totalmente alejadas de núcleos urbanos.
Pero eso no se hace.
Lo que se hace es usar mayoritariamente datos urbanos, especialmente en verano, y con eso se inflan artificialmente las medias anuales.
Y aquí entra otra dimensión del engaño: el contexto geológico y oceanográfico nunca se tiene en cuenta.
Se nos dice que algunas zonas del planeta se están "calentando más que la media", como el noroeste de Europa o el Ártico, pero se omite explicar por qué.
El Océano Atlántico Norte, por ejemplo, está casi aislado del resto de los océanos. Su conexión con el Índico y el Pacífico es mínima y muy meridional.
Eso significa que el calor que se genera en regiones ecuatoriales, como el Golfo de Guinea y el Golfo de México, no se disipa hacia otros océanos, sino que es arrastrado por la Corriente del Golfo hacia el norte. Esa corriente lleva agua cálida hasta las costas de Europa occidental, provocando que países como Reino Unido, Francia o Noruega tengan temperaturas mucho más altas de lo que deberían por latitud.
De hecho, Madrid está a la misma latitud que Nueva York, pero el clima no tiene nada que ver.
Pero claro, cuando suben las temperaturas en Londres o París, no se explica esta dinámica: se dice que es "el cambio climático".
Por otro lado, el caso del Océano Glaciar Ártico es aún más descarado.
Se habla constantemente de su deshielo como prueba de calentamiento global, pero se omite que es una cuenca cerrada, con una única salida significativa al Atlántico a través del Estrecho de Fram, entre Groenlandia y Noruega, y otra menor por el Estrecho de Bering, que apenas tiene intercambio térmico con el Pacífico.
Además, bajo el Ártico se encuentra la Dorsal de Gakkel, una cordillera submarina activa con fuertes emisiones volcánicas, que calientan el agua desde abajo. Y como ese calor no se ventila —porque el Ártico está mal conectado— se acumula en la cuenca polar, provocando deshielo desde el fondo.
Es decir, no es el CO₂ atmosférico lo que está calentando el hielo ártico, sino el calor geológico del planeta, que no tiene absolutamente nada que ver con el ser humano.
Y si eso ya desmonta una parte del relato, lo de la Antártida lo deja directamente en ridículo.
Mientras se repite hasta la saciedad que "los polos se están derritiendo", lo cierto es que la Antártida lleva décadas ganando hielo. Especialmente en la parte oriental del continente —que representa la gran mayoría de su masa— se ha comprobado mediante satélites, estaciones meteorológicas y radar de penetración que la acumulación de hielo ha aumentado, no disminuido.
¿Cómo es posible?
Primero hay que entender que la Antártida es climáticamente un mundo aparte. Rodeada por el Océano Antártico, sufre un aislamiento brutal gracias al efecto Coriolis y a la Corriente Circumpolar Antártica, una corriente oceánica que gira perpetuamente de oeste a este y que impide el intercambio de masas de agua con los océanos Atlántico, Índico y Pacífico.
En otras palabras: el frío se queda atrapado allí, circulando alrededor del continente y reforzando su aislamiento térmico.
Para colmo, cuando se ven imágenes de grandes bloques de hielo desprendiéndose de la costa antártica, se presenta como si el continente estuviera colapsando por exceso de calor.
Pero esa visión es completamente errónea: el desprendimiento de glaciares se debe a la acumulación de hielo en el interior, que por presión natural desplaza esas masas hacia el exterior —mecánica de Arquímedes—, donde terminan fracturándose.
Es el resultado de demasiado hielo, no de falta de él.
Y sin embargo, todo este comportamiento perfectamente explicable por la dinámica del planeta, se sigue vendiendo como prueba irrefutable del cambio climático provocado por el ser humano.
Aquí es donde toca hablar de quién gana con todo esto.
El IPCC, brazo del aparato climático de la ONU, no investiga nada por sí mismo. No tiene laboratorios, ni científicos independientes. Lo que hace es seleccionar informes ya existentes, y de ellos sólo tiene en cuenta entre el 1 y el 2%, filtrando los que encajan con su relato.
El resto, simplemente, se ignora.
Esto no es ciencia: es burocracia.
Pero, ¿qué se consigue con eso? Pues legitimar políticas que generan negocios millonarios: la industria verde, las energías subvencionadas, los bonos de carbono, las consultorías climáticas, las fundaciones ecológicas con dinero público, y por supuesto, el aumento de impuestos bajo la excusa de "salvar el planeta". Un tinglado que mueve cientos de millardos de dólares al año.
Y todo basado en un modelo teórico que no predice nada y que se contradice constantemente con la realidad.
Esta estrategia no es nueva.
En los años 80 y 90 ya se vivió un pánico climático similar con el famoso "agujero de la capa de ozono".
Se decía que íbamos a morir todos de cáncer de piel, que la radiación ultravioleta lo iba a arrasar todo…, pero nunca existió tal agujero, sino una bajada estacional de densidad de ozono que ocurre cada invierno austral sobre la Antártida.
Un fenómeno perfectamente natural y conocido desde mediados del siglo XX. El ozono se forma de manera espontánea allá donde incide la radiación solar.
Si desapareciera ahora mismo, se regeneraría solo.
O₂ + Ultravioleta = O₃ (ozono).
Entonces, ¿por qué ese alarmismo? Porque en esos años estaban a punto de expirar las patentes de los CFC (clorofluorocarbonos), usados en refrigerantes y aerosoles. La empresa DuPont, junto con otras multinacionales, tenía preparados nuevos compuestos —los HFC— con nuevas patentes que necesitaban vender.
Así que se lanzó la campaña, se culpó a los CFC, se forzó un tratado internacional (el Protocolo de Montreal), se prohibieron los antiguos productos y se introdujeron los nuevos.
Negocio redondo.
Y todo avalado por científicos institucionales, los mismos que hoy firman el dogma del CO₂.
Y por si fuera poco, el supuesto "agujero" se detectaba solo en la Antártida, justo donde no se producían ni consumían CFC.
En los años 80, el uso de esos compuestos estaba concentrado en Europa y Norteamérica. China ni siquiera se había industrializado.
¿Cómo es posible que los CFC "atacaran" selectivamente a la Antártida sin antes destruir la capa de ozono del hemisferio norte? Es absurdo desde cualquier punto de vista físico, químico o atmosférico.
Pero se aceptó porque servía para un fin.
Ese modelo se ha reciclado con el calentamiento global.
Sólo que ahora es mucho más ambicioso: no se trata de cambiar un gas por otro, sino de reformular por completo la economía, la energía, la movilidad y el estilo de vida de miles de millones de personas, bajo una narrativa emocional, apocalíptica e incontestable.
Todo encaja, todo se justifica, todo es cambio climático.
El resto —la ciencia real, los datos incómodos, los matices— simplemente se calla.
Si realmente se quisiera entender el clima del planeta, se tendría en cuenta la geología, la tectónica, la paleoclimatología, la dinámica oceánica, el vulcanismo, el Sol, y la enorme complejidad de sistemas interconectados que llevan funcionando desde hace miles de millones de años sin nuestra intervención.
Pero eso no da dinero.
No da control.
Y no permite culpar al ciudadano medio de consumir, respirar y existir.
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