De pequeño sentía pavor al imaginarme un trozo de mierda pegada a mi culo. Sí, me refiero a esa porción de mierda que acababa colgando. Tenía un puto trauma con esa situación (por suerte ahora tengo otros más dañinos y patéticos) así que pensaba y pensaba sobre la taza del inodoro, hasta dar con una solución óptima a mi problema. En ese momento rondaron por mi cabeza ideas extraordinarias, extravagantes y propias de un lúcido chaval que acabaría siendo físico -yo es que soy muy listo y muy leído-, ideas como comer alimentos que estriñeran para así cagar duro y de una tacada, o apoyar el ojete lo más cerca del filo de la taza, creyendo que así la forma de la mierda sería más redonda y no acabaría pegada a las nalgas.
Al final, en un alarde de genialidad, se me ocurrió la mejor idea posible; utilizar la pistola de agua que había en la bañera, con la que martirizaba a los vecinos en el fervor estival, para disparar justamente al inicio de la mierda, a ese hilillo con el grosor de un espagueti. Así que agachaba la cabeza haciendo alarde de una flexibilidad impropia de un chaval de mi edad, apuntaba fríamente a mi objetivo y disparaba sin pensármelo dos veces.
Después de haber gastado 3 o 4 cartuchos de agua vi que no era la solución más óptima, así que decidí contárselo a mis padres y me descubrieron el maravilloso mundo de utilizar una cantidad ingente de papel para así no sentir jamás el tacto de tan delicada ambrosía fecal.
Con el tiempo me he hecho un adorador de la mierda y si pudiese, deglutiría la comida y la cagaría por la boca, para que mi paladar disfrutara de tamaña delicia intestinal.