"Tener hijos es como tener algo siempre en el fuego", decían las viejas de mi pueblo con abnegación.
Mas allá del sacrificio de la propia vida y comodidad que supone el tener hijos, ser padre supone dejar de ser una consecuencia para convertirse en una causa, y eso lo cambia todo.
Ser la causa de una existencia, y del sufrimiento inevitable que sin duda esta conllevará. Un individuo responsable nunca daría ese paso sin saber qué es lo que hay detrás del telón.
Ser la causa es intentar asemejarse a un Dios.
Parte de mi visión casi religiosa de la vida consiste en que la vida es casi sagrada y no hay que intervenir; solo contemplarla, no añadir, no construir sobre el puente, no matar ni hacer nacer.
De esto último me terminé de convencer cuando me quedé dormido en una soporífera madrugada de verano con unos cánticos de
Sainte Chapelle puestos. Pues me sobrevino una demoníaca erección que dio lugar a una de las ensoñaciones más tenebrosas de mi vida, donde comprendí que el sexo es cosa del diablo y no hay pecado más terrible que el de traer la marca de la propia carne a este mundo, sin otro fin que el de pudrirse.
Estas disquisiciones y argumentos son los que exponía Francisco Alarcón, "Isco", a su novia y enamorada
, ante la posibilidad- o no- de traer descendencia a este mundo.