—Hola, cariño. ¿Quieres pasar un buen rato?
Ahora lo tienes fácil, Bandini.
—Bueno —dije—, puede que sí y puede que no. ¿Qué sueles hacer?
—Sube y lo verás, cariño.
Deja de sonreír por lo bajo, Arturo. Sé educado y comprensivo.
—Podría subir —dije—. Pero a lo mejor se me quitan las ganas.
—Vamos, cariño, sube de una vez. —Los huesos frágiles de la cara, el olor a vino agrio que le brotaba de la boca, la nauseabunda hipocresía de su dulzura, sed de dinero en los ojos.
Bandini que dice:
— ¿Cuánto se cobra actualmente?
Me cogió del brazo y tiró de mí hacia la puerta, aunque con amabilidad.
—Sube, cariño. Ya hablaremos arriba.
—Es que en realidad no estoy muy caliente—dijo Bandini—. Vengo... vengo directamente de una orgía.
Dios te salve, María, llena eres de gracia, mientras subo las escaleras, no voy a poder hacerlo. Tengo que salir de ésta. Los pasillos huelen a cucarachas, una bombilla amarilla en el techo, eres demasiado exquisito para soportar estas cosas, la chica que me sujeta por el brazo, algo raro te pasa, Arturo Bandini, eres un misántropo, tu vida entera está condenada al celibato, habrías tenido que ser cura, el padre O’Leary cuando nos habló aquella tarde, cuando nos contó las alegrías de la contención y la renuncia, y con el dinero de mi mismísima madre además, Oh, María, tú, que fuiste concebida sin pecado, ruega por aquellos que recurrimos a ti... hasta que llegamos al final de las escaleras, recorrimos un pasillo sombrío y mugriento, alcanzamos la habitación del fondo, la chica encendió la luz y entramos.
Un cuarto más reducido que el mío, sin alfombras, sin retratos, una cama, una mesa, una jofaina. Se quitó el abrigo. Llevaba debajo un vestido estampado azul. No llevaba medias. Se quitó la bufanda. No era una rubia de verdad. En las raíces del pelo le despuntaba el color negro. Tenía la nariz un tanto aquilina. Bandini en la cama, instalado como por casualidad, como hombre que supiera sentarse en un lecho.
Bandini:
—Tienes una habitación muy bonita.
Dios mío, tengo que escapar de aquí, es horrible.
La chica se sentó a mi lado, me rodeó con los brazos, apretó el pecho contra el mío, me besó, me recorrió los dientes con una lengua helada. Me puse en pie de un salto. Piensa con rapidez, oh cerebro mío, querido cerebro mío, por favor, sácame de este aprieto y nunca volverá a suceder. Volveré a la iglesia de mis mayores desde mañana mismo. De ahora en adelante, mi vida discurrirá semejante a un arroyuelo de aguas puras y cristalinas.
La chica se tumbó de espaldas con las manos en la nuca, las dos piernas en la cama. Aspiraré la fragancia de las lilas de Connecticut, lo juro, antes de morir, y veré las iglesias blancas, limpias, pequeñas, silenciosas de mi juventud, las cercas que rompí para escapar.
—Mira —le dije—, quiero hablar contigo.
Cruzó las piernas.
—Soy escritor —dije—. Estoy acumulando material para un libro.
—Ya sabía que eras escritor —me dijo—. O agente de comercio, o algo por el estilo. Respiras espiritualidad, cariño.
—Pues sí, soy escritor. Me gustas y esas cosas. Estás buena y me gustas. Pero antes quisiera hablar contigo.
Se enderezó.
— ¿No tienes dinero, cariño?
Dinero, je, je, je. Lo saqué, saqué el fajo de dólares prieto y pequeño. Pues claro que tenía dinero, montañas de dinero, esto no es más que una muestra insignificante, el dinero no es problema, el dinero no significa nada para mí.
— ¿Cuánto cobras?
—Dos dólares, cariño.
Dale tres entonces, con desenvoltura, como quien se desprende de la caspa, sonríe y dáselos porque el dinero no es ningún problema, quien me dio éste puede darme mucho más, mi madre, sentada en este preciso segundo junto a la ventana, con el rosario en la mano, esperando a que el Viejo vuelva, pero hay dinero, siempre hay dinero.
Cogió el dinero y lo guardó bajo la almohada. Me dio las gracias y su sonrisa se transformó. El escritor quería hablar. ¿Qué tal estaba el trabajo actualmente? ¿Cómo es que a una chica como ella le gustaba aquella clase de vida? Oh, por favor, cariño, basta ya de hablar, empecemos de una vez. No, no, yo quiero que hablemos, es importante, un nuevo libro, materia prima. Lo hago a menudo. ¿Cómo te metiste en el oficio? Joder, cariño, ¿es que también me vas a preguntar eso? Que el dinero no es problema, ya te lo dije. Pero mi tiempo tiene precio, cariño. Toma otros dos dólares. Ya van cinco, Santo Dios, cinco dólares del ala y aún no he salido de aquí, cuánto te odio, basura inmunda. Aunque eres más pura que yo porque no tienes ninguna inteligencia que vender, sólo la triste envoltura de la carne.
La chica estaba impresionada, dispuesta a cualquier cosa. Habría hecho con ella lo que me hubiera dado la gana, y quiso atraerme hacia sí, pero no, esperemos un rato. Te he dicho que quiero hablar, que el dinero no es problema, toma tres más, ya van ocho, pero no importa. Quédate con los ocho dólares y cómprate algo bonito. De pronto chasqué los dedos como hombre que recuerda algo, algo importante, una cita, un compromiso.
—Eh —dije—, ahora que recuerdo. ¿Qué hora es?
Había hundido la barbilla en mi cuello y me lo acariciaba.
—No te preocupes por la hora, cariño. Puedes quedarte toda la noche.
Un hombre importante, importantísimo, ahora lo recordaba, mi editor, iba a llegar en avión aquella misma noche. En Burbank, iba a aterrizar en Burbank. Tendré que coger un taxi para ir allí, tengo que darme prisa. Adiós, adiós, quédate los ocho pavos, cómprate algo bonito, adiós, adiós, bajando las escaleras a toda velocidad, huyendo, sumergiéndome en la niebla acogedora de la calle, quédate los ocho pavos, oh dulce niebla, te he visto y hacia ti corro, oh aire puro, oh mundo maravilloso, hacia ti voy, adiós, gritando por las escaleras, volveremos a vernos, quédate los ocho dólares y cómprate algo que te guste. Ocho dólares que me hacen llorar sangre, Jesús, acaba conmigo, dame la muerte y envía a casa mi cadáver, dame la muerte, hazme morir como un pagano idiota que no cuenta con sacerdote alguno para absolverle, ni con la extremaunción, ocho dólares, ocho dólares...