Coles rebuznó:
En total primicia!!!!
La continuación!!!!!
La verdadera odisea comenzó en la ciudad eterna, Roma. Como muchos de vosotros sabéis, Roma pasa por ser la ciudad más bella de Europa, aunque en mi precaria situación sólo era otra ciudad hostil llena de españolos que no me iban a ayudar a volver a mi tierra. Cuando llegué a la famosa Estación Termini, símbolo viajero de Roma, sentí la necesidad de salir de allí corriendo. No soporto las enormes estaciones de las grandes capitales, donde confluyen trenes, metros y autobuses, me siento agobiado por los luminosos y los avisos por megafonía, por las cafeterías artificiales y las tiendas de productos inútiles. Me compré un ejemplar del Corriere de la Sera, ya que por simple intuición, leyendo un par de noticias, podía aprender las suficientes palabras como para no morirme de hambre en aquel lugar. Llevaba un par de euros en el bolsillo, un MP3 a punto de descargarse, y unas bragas que mi señorita X me había deslizado furtivamente en uno de los bolsillos de mi mochila.
Con ese par de euros pensaba llamar a casa y pedir ayuda, no porque deseara volver especialmente, ya que la aventura me estaba gustando, sino porque al día siguiente entraba a trabajar y no me convencía la idea de que me echasen del curro por un error de cálculo tan idiota. Marqué el número que tan pocas veces he marcado, y la conversación con mamá me reveló que me esperaban días de vino y rosas, días de aventura gansa:
- Madre, estoy jodido, me ha pasado...blaoblao... necesito volver a España, mañana curro.
- No querías aventura (gritando), pues toma aventura! Yo no te voy a sacar del lío.
Mi madre es una persona muy ama, lo reconozco, supo leer en mi voz que lo que yo ansiaba realmente, ansiaba y necesitaba, no era que mi familia se gastara setenta euros en un billete de avión y me salvara el culo y el puesto de trabajo. Mi madre supo ver que su hijo deseaba convertirse en hombre, y arreglárselas por si mismo en un país extranjero, sin un puto duro, sin móvil y sin posibilidad alguna de volver, salvo robando y siendo deportado o haciendo auto-stop.
Abandonado a mi suerte, salí de Termini a patearme Roma de arriba a abajo, esperando un golpe de suerte que el destino me debía, después de tantos sinsabores y con el cuerpo desmenuzado por las doce horas de infierno ferroviario. Tras tres o cuatro horas de paseo sin rumbo, atravesando los lugares mágicos de Roma, observando sus ruinas, sus catedrales y sus plazas abotargadas de turistas y bermudas (y eso que eran finales de Octubre), me sentí muy desprotegido sin un puto euro en el bolsillo, sin capacidad monetaria alguna, ni para comprar una mera botella de agua, así que abordé a uno de esos negros que venden fruslerías por las calles de Roma, y logré que me comprara el MP3 (sin cable de carga ni hostias, y lleno de música), por diez euros. Le podría haber sacado 15, veinte si hubiese apretado, pero en realidad yo sólo quería un billete caliente en mi bolsillo, un billete que me permitiese albergar alguna esperanza de supervivencia y resolución. Nunca he tenido miedo al hambre ni al frío, y sé que nadie puede morir de necesidad en plena ciudad, pero el tiempo corriendo en mi contra, mi jefe a punto de descubrir el pastel de mi ausencia, mi vida a punto de desmoronarse, me impedían disfrutar de la libertad salvaje que implica estar tan tirado.
Usé los diez euros del negro en cubrir dos necesidades básicas. Lo primero que hice fue comprarme un paquete de Fortuna. Fumar me relajaba, me ayudaba a pensar en lo que iba a hacer para salir de ese atolladero en el que andaba metido. Corría, día arriba, día abajo, el 25 de Octubre, así que dándole vueltas al coco, llegué a la única conclusión que en ese momento pude hilvanar: debía sobrevivir 5 días en Roma, a mi suerte, y esperar al día 1 de Noviembre. Ese día, pese a que en mi curro ya me habrían dado por desaparecido, ingresarían mi nómina en la cuenta bancaria, y con ese dinero podría viajar de nuevo a Palermo y presentarme ante la señorita X, contarle lo que había pasado y probar suerte en Palermo, ante la negra perspectiva de paro y LOLES que me esperaba en mi Murcia natal. No era mal plan, después de todo, y al menos me iba a quedar unos meses con mi por aquel entonces ya novia.
Marqué el número de mi curro, con el consabido 0034 delante, y me contestó mi encargado:
- Ehhhh Jose, dónde andas, te lo estás pasando bien?
- Carlos, te quiero pedir un favor, no me eches del curro, no me eches hasta el día 1. Mi vida depende de que no lo hagas.
- ¿Qué estas diciendo? ¿Cuándo vuelves jose? Curras mañana.
- No lo sé Carlos.
- ¿Cómo que no lo sabes?
- Carlos, NO LO SÉ, tú no me eches, hasta el día 1.
- Me cago en tu puta madre!!!
Y colgué.
Sabía que Carlos, pese a su cabreo, no me iba a dejar en la estacada, así que le di otra calada al cigarro y respiré tranquilo. Sólo eran 5 días de miseria, y después, noche de hotel, ducha, tal vez algo de ropa nueva y de vuelta a Palermo, con ella, hacia una nueva vida. Deambulé como un muerto viviente por Roma todo el día, temía pararme y helarme de frío. No tenía sed ni hambre, pero empezaba a echar de menos una ducha. Qué irónico es el deseo para los ex-anoréxicos. En lugar de estar suspirando por un buen plato de comida, o por una cerveza fresca, mi única necesidad era recibir una ducha caliente sobre mi, sentirme limpio y perfumado, con la piel fresca y la cabeza despejada. Pero no podía obtener nada de aquello, no lo había intentado tampoco, y a medida que las horas pasaban me iba desanimando. No iba a ser fácil sobrevivir 5 días en Roma, a no ser que me cruzase con algunos Erasmus españoles que me brindaran ayuda y me dieran cobijo. Me crucé con unos cuantos por la calle, pero no me atreví a pedir ayuda, en una mezcla de pudor y orgullo de hombre solitario. Yo me había metido en aquel lío y yo iba a salir de él, con los pies por delante, hundido en las aguas del Tíber, o triunfante en mi regreso.
Cayó la noche romana y yo seguía caminando, con la capucha de mi abrigo calada hasta los ojos, sin poder pararme. Calculé y llevaba sin parar más de ocho horas, y el frío del otoño empezaba a molestarme. Decidí buscar un lugar para dormir, y tras mucho dudar, pues no tengo alma de vagabundo, me colé en un viejo portal cerca de la plaza Navonna, y allí me acurruqué, a verlas venir. El portal no ofrecía cobijo alguno contra el frío, y pasé una noche helada, aferrado a mi mochila, a las bragas de mi amada, mi nuevo amuleto de la suerte. Ni dos horas logré conciliar el sueño, pero tuve tiempo de pensar y relajar mi ansiedad, hacerme a la idea de que si nada malo ocurría, el infierno romano duraría poco más de cuatro días. Qué larga fue la noche, y que fría el alba. A las siete de la mañana ya estaba de nuevo en camino, helado, con la capucha aplastando mis pelos, cruzando uno de los puentes del Tíber una vez más, rumbo hacia ninguna parte. Era Sábado por la mañana, y no podía imaginar lo que me deparaba la suerte.
Os podéis imaginar la risa que me da cuando alguien me dice que su sueño es viajar a Roma, o que ha estado y le ha parecido algo bellísimo. Comprendo la objetividad estética del comentario, pero no puedo evitar acordarme de que estuve cagándome en la puta loba capitolina, en Roma, en la Lazio y en Mónica Belucci durante interminables horas. Seguía sin tener hambre, pero llevaba tiempo sin comer, así que me metí en un supermercado y logré pedirle al dependiente, en un italiano lamentable, un poco de pan, que terminó de derrumbar mi ánimo. Al comer aquel pedazo de masa aceitosa (sí, eran pan de aceite, no sé por qué cojones no me dio pan normal), me sentí muy desgraciado, pensando en que venían mal dadas y en que iba a pasar un calvario como no me andara listo. Mi preocupación radicaba en que a medida que las horas pasaban, mi aspecto y mi higiene se iban deteriorando, y cada vez me iba a ser más complicado convencer a alguien de que era un muchacho normal que había tenido mala suerte. Unas cuantas horas más y no podría acercarme a nadie sin provocar asco y temor, el tiempo se me estaba agotando, y el vínculo que me unía con la "sociedad normal" se iba rompiendo poco a poco. Un perroflauta sucio es un simpático e irresponsable aventurero, pero un tipo vestido con ropas normales, sucio y demacrado, es un enfermo mental al que no conviene acercarse demasiado.
La necesidad de una ducha se acrecentaba, e incluso pensé en bajar a las orillas del Tíber y asearme con sus aguas milenarias, lo que seguramente me hubiese conferido unos cuantos poderes especiales. Pero acababan de condenarme a seis meses de prisión en España, muy pocos días antes, y mi comportamiento estaba muy limitado por la idea de que cualquier metedura de pata podía dar con mis huesos en la trena. Como veis, estaba atado de pies y manos, demasiado atado como para tomar la iniciativa. La única solución para lo de mi higiene me pareció preguntar por algún hospital de beneficiencia. Al fin y al cabo no estaba enfermo ni necesitaba dinero, ni comida, ni pollas en vinagre. Sólo quería una ducha de agua, aunque fuese fría, y un poco de jabón. Preguntando a unas cuantas monjas que me crucé cerca del Tíber (mi punto de referencia para saber donde hostias estaba), llegué a la Isola Tiberina, una especie de hospital religioso en mitad de una isla artificial sobre el río.
Entré desesperado, y tardé poco en revelarle al fraile el propósito de mi visita. Yo era un Cruzado del Coño, había ido de viaje a buscar a una pava y había sufrido un percance, así que necesitaba, pedía, ROGABA, un poco de amparo y sobre todo, una ducha. El viejo fraile alucinaba con mi historia, y con el hecho de que mi madre me hubiese dejado tirado en la cuneta. Claro que el fraile no conocía mi historial, porque de ser así hubiese comprendido muchas cosas, y me hubiese sacado a hostias de su remanso de paz Tiberino.
Es admirable la capacidad de resolución de los frailes romanos. Me dijo que me dejara de duchas ni de hostias, ni de planes descabellados, que mi lugar no estaba deambulando como un vagabundo por Roma, sino en Murcia, mi ciudad, donde estaba mi trabajo y mi sitio. Tan claro lo tenía el amigo religioso, que me metió en la trastienda, me compró un billete de avión para ese mismo día, hacia Barcelona (fue imposible, con mi nivel de italiano, explicarle al hombre que lo prefería a Valencia, que era igual de caro y que estaba más cerca de Murcia), me dio 15 euros para el tren hacia el aeropuerto Fiumicino, y me deseó buena suerte con mi ragazza. Me dio sus datos para que le devolviera el dinero cuando pudiera (aún conservo lo que me escribió, así como las intenciones de devolverle su dinero), y me solucionó la vida en apenas media hora. Es impresionante como cruzarse con personas que quieren hacer el bien, puede cambiar nuestro futuro y hacernos creer que nuestra suerte siempre va a ser tan benévola. Aquel fraile, y sólo aquel fraile, con un gesto de apenas 100 euros, salvó mi vida y me mantuvo dentro de la sociedad, cuando yo sólo había acudido a su hospital a por una ducha.
Ducha que por cierto, no me dejó darme el tío rata. Pero me desquité con creces en el aeropuerto del Prat, donde me metí sin pudor debajo del grifo.
:pringui Hola Coles