Hombre, 67a, casado, prejubilado a los 62, buena paga, y con más vitalidad y cojones que una miríada de funcionarios. Con su tractor, su maquinaria, sus 300 sacos de semilla de cebada, almendros, avellanas, la huerta, sus almuerzos diarios en el bar de siempre, su café de tertulia, y a los 66 cogiendo dos jornales de avellanas que parecían la selva amazónica y dejarlos como nadie de los que lo tomaban por loco pudiese imaginar. Y el domingo tarde sagrado para pasear con su mujer como si fuera un ministro de los de Franco. Y la caza, que nunca falte y no haya jueves y domingo por la mañana sin asistir. Libros ni uno, pero más carreras de la vida y más puntería que el médico y Ortega. Y siempre una risa, pero no de tonto, de lleno, de vital, de infinito.