Juvenal
Clásico
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- 23 Ago 2004
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Ladran perros a mi paso, plantas ajadas y un rastro de flores marchitas flanquean mi camino, el frío se adueña de las estancias que piso y ningún espejo refleja un rostro solo en apariencia juvenil: entre vivos estoy muerto, estoy vivo entre muertos.
Venció a la naturaleza el Odio, aferró mi carne a este mundo y negó al Tártaro el precipitado tributo de mi alma. Sí, a ti te odio, que esculpes en la carne bronceada dragones; y a ti, que logras arrancar murmullos de aprobación en el auditorio; y a ti, que caminas con paso firme sosteniendo autoritario sarmiento; y a ti, te odio... Y a ti, y a ti también, y tú, el de allá, tampoco escaparás de mi ira. Y a ti también será dado ver mi rostro enojado...
Soy el heraldo de la Muerte, y familias enteras perecen a mi encuentro. Cadáveres exangües y yertos se amontonan incesantemente y cada nueva víctima acrecienta, sí, mi odio. Odio eterno, llama que no cesa, sed insaciable.
Quieres mentirme, lo leo en tu mente. Duermes y veo tu sombra alejarse ceñida por sutil hilo de plata. No trates de embaucarme, miles lo intentaron antes; no implores clemencia, miles suplicaron antes...
¿Intentas amedrentarme? Puedes blandir un crucifijo y, por poca fe que tengas, me verás retroceder y huir espantado. Sí, soy débil y cobarde, pero no estúpido. Recordaré el rostro de quien me venció y no te molestaré más. Te lo prometo. Aunque, al cabo de varios años, quizá me acerque a la alcoba de tu anciana madre o tal vez sustraiga de su cuna a tu recién nacido. Y antes de mudarlos en resecos pellejos, en polvo, en olvido y en nada, piensa que es el premio a tu fe.
Mis dedos se mueven con la celeridad del rayo y no necesitan como el pequeño Danny Glick golpetear el cristal de tu ventana. Ya ni lo recuerdas, hace mucho tiempo respondiste a mi pregunta retorcida, alambicada...
Ahora cada noche entraré en tu casa, y en la tuya, y en la tuya también, y tomaré lo que me plazca.
Diste tu permiso.
Venció a la naturaleza el Odio, aferró mi carne a este mundo y negó al Tártaro el precipitado tributo de mi alma. Sí, a ti te odio, que esculpes en la carne bronceada dragones; y a ti, que logras arrancar murmullos de aprobación en el auditorio; y a ti, que caminas con paso firme sosteniendo autoritario sarmiento; y a ti, te odio... Y a ti, y a ti también, y tú, el de allá, tampoco escaparás de mi ira. Y a ti también será dado ver mi rostro enojado...
Soy el heraldo de la Muerte, y familias enteras perecen a mi encuentro. Cadáveres exangües y yertos se amontonan incesantemente y cada nueva víctima acrecienta, sí, mi odio. Odio eterno, llama que no cesa, sed insaciable.
Quieres mentirme, lo leo en tu mente. Duermes y veo tu sombra alejarse ceñida por sutil hilo de plata. No trates de embaucarme, miles lo intentaron antes; no implores clemencia, miles suplicaron antes...
¿Intentas amedrentarme? Puedes blandir un crucifijo y, por poca fe que tengas, me verás retroceder y huir espantado. Sí, soy débil y cobarde, pero no estúpido. Recordaré el rostro de quien me venció y no te molestaré más. Te lo prometo. Aunque, al cabo de varios años, quizá me acerque a la alcoba de tu anciana madre o tal vez sustraiga de su cuna a tu recién nacido. Y antes de mudarlos en resecos pellejos, en polvo, en olvido y en nada, piensa que es el premio a tu fe.
Mis dedos se mueven con la celeridad del rayo y no necesitan como el pequeño Danny Glick golpetear el cristal de tu ventana. Ya ni lo recuerdas, hace mucho tiempo respondiste a mi pregunta retorcida, alambicada...
Ahora cada noche entraré en tu casa, y en la tuya, y en la tuya también, y tomaré lo que me plazca.
Diste tu permiso.