Prohibir lo que no nos gusta
SALVADOR SOSTRES
El toro bravo no existiría sin la lidia. Ni viviría ni moriría en condiciones mejores o peores. Simplemente no existiría. Eso, para empezar. Para seguir, la calidad de vida de un toro bravo es extraordinaria, casi salvaje, y de ningún modo puede compararse a las pobres circunstancias existenciales de bueyes y vacas, tanto las que dan carne como las lecheras. A los que crean que el toreo es el espectáculo de la muerte les recomiendo que asistan un día al matadero. Y allí sí que presentirán, olerán la muerte. Como la presienten vacas y bueyes, que a menudo infartan y mueren antes de que los maten, muertos de miedo. Creo que es una aberración de nuestra era biempensante hablar de «derechos de los animales». Sólo tenemos derechos -y deberes- las personas, en tanto que sólo las personas somos capaces de comprender lo que un derecho significa, de otorgárnoslo y de ejercerlo. Pero incluso desde el delirio animalista es una locura creer que, por muchas banderillas y por mucho que el torero mate al toro, un animal sufre más en la plaza que en el matadero. A los que quieren prohibir las corridas quiero preguntarles si, por anteponer su prejuicio esteticista, prefieren que el toro bravo se extinga.
Porque lo que en esencia está detrás de querer prohibir los toros no es ni el catalanismo ni tan sólo el respeto por la vida de los animales. Yo soy independentista y de ningún modo estoy a favor de prohibir los toros. Digo más: ni he acudido a una corrida ni es probable que jamás acuda. De hecho, como tanta gente que en su vida cenará en L'Ambroisie o en Nobu, y espero que no quieran prohibírmelos. Por lo que refiere a la vida del toro, hay que ser muy cruel para preferir la estrechez de una granja a la amplitud impresionante del campo; y muy sádico para desearle a cualquier ser vivo el viacrucis del matadero antes que el hierro instantáneo y terminante de la espada. Desengañémonos: el destino de cualquier res -salvo las que nos dan leche o lana- es morir para alimentarnos.
El progreso se basa en la domesticación de la naturaleza, incluso en su subyugación, hasta sacarle todo el provecho. El vegetarianismo es contrario a los intereses de la humanidad. Comemos carne, «preferimos la velocidad a la Victoria de Samotracia» y «mil aeroplanos saludan a la nueva era / ellos son los oráculos y las banderas». Hay una jerarquía, y arriba estamos.
Detrás del intento de prohibir las corridas de toros en Cataluña lo que principalmente hay es un prejuicio más de la vieja izquierda poscomunista que siempre se ha sentido moralmente superior a los demás y con el derecho de imponernos sus tonterías. Esta corrección política de beatas costureras que no es más que una chochez de viejas que disecan el gato cuando se les muere. Ver el martes a todo un físico como Jorge Wagensberg haciendo la demagogia de la espada y de la banderilla sí que fue un espectáculo denigrante. Que Espido Freire asegurara que una corrida es como «dos niños cuando acorralan a otro para pegarle y lo graban con el móvil», da una idea de lo que cabe esperar de la literatura de esta chica. Que en un parlamento democrático se acuse a los aficionados a los toros de ser cómplices de un asesinato y se llegue a comparar el toreo con la violencia doméstica o la ablación del clítoris en África da una idea del momento político y moral que vive Cataluña.
Lo que está en juego con este intento de prohibición no es sólo la supervivencia de los toros en Cataluña, sino si la libertad retrocede o aguanta, la libertad personal y colectiva de tener negocios taurinos y de asistir a la plaza. Lo que el Parlamento va a decidir cuando al final vote y se pronuncie es si se puede prohibir algo porque simplemente a algunos no les guste. La libertad casi nunca cae de repente, de un solo golpe. Todo empieza por detalles tan pequeños que parecen insignificantes. El diablo está en los detalles. En Cataluña, por ejemplo, empezó el presidente Pujol pagándole una nueva rotativa a El Periódico y ya hoy toda la prensa catalana está subvencionada.
Es decir, comprada