EvaristoBukowski
Novato de mierda
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- 20 Nov 2024
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José estaba sentado en esa silla destartalada, la de siempre, la de la cocina con las patas torcidas. Yo tenía el vaso en la mano, no de whisky ni de vino, sino de café aguado. El tipo de café que no anima a nadie, ni siquiera al diablo. Lo miré. Tenía su cara, la de su madre, esa mezcla de derrota y esperanza que aún me hace polvo.
—Hijo —empecé—. Me estoy quitando.
No levantó la cabeza. Sus manos estaban ocupadas con ese teléfono idiota, como si ahí dentro estuviera la solución de todos los pecados. Pero seguí.
—He perdido mi juventud en el chabolo. Tantos años… —solté el aire como si con eso pudiera borrar algo—. Perdóname. Lo sé, yo mismo me doy asco.
Él no dijo nada. Solo alzó una ceja, apenas un milímetro. Pero eso fue suficiente para que algo dentro de mí se encendiera. Como si me hubieran tirado un fósforo a un charco de gasolina.
—¡Mírame, coño! —le grité, golpeando la mesa. El eco del golpe llenó la habitación, y por un momento sentí que todo se detenía. Hasta el tiempo mismo se encogió como un perro apaleado.
José alzó la cabeza, pero sus ojos eran fríos. Helados. No eran los ojos del niño que una vez jugó con un camión de juguete en esta misma cocina. Me miraba como si yo fuera algo que había quedado pegado en la suela de su zapato.
—La cocaína, José… es el diablo. La puta cocaína. ¿Lo entiendes?
—¿Y qué? —respondió, seco, cortante. Como si nada le importara, como si yo no importara.
Me reí. No porque fuera gracioso, sino porque la risa era lo único que me quedaba. Una carcajada hueca, rota, que murió antes de salir del todo.
—Agarro la cacharra, ¿sabes? No lo pienso, y doy el palo. Luego me meto diez, doce gramos… y escucho voces. Voces que me dicen que mate, que mate a todos.
—Siempre las voces, ¿no? —dijo él, con una media sonrisa que era más un cuchillo que otra cosa—. Siempre el diablo. Nunca tú.
—¿Qué mierda sabes tú? —espeté, señalándolo con un dedo que temblaba tanto como yo—. Tú no sabes lo que es tener el corazón negro. Que la maldad, el odio y la mentira vivan aquí dentro —me golpeé el pecho, aunque apenas sentí algo.
Él me miraba. Fijo. Inmóvil. Era como hablar con una estatua, una estatua que me odiaba.
—¿Sabes lo que es meterte un gramo detrás de otro hasta que sientes que el corazón va a reventar? ¿O esconderte en un portal porque los putos polis te están buscando? No. No lo sabes. Pero yo sí.
Me levanté, tambaleándome un poco, y fui hacia la ventana. Afuera, la ciudad seguía con su danza absurda: coches, ruido, gente que corría hacia ninguna parte. Me giré hacia él.
—Esto no es vida, José. Es un infierno. Y el diablo siempre cobra. Siempre.
—¿Y ahora qué? —preguntó él, cruzando los brazos—. ¿Ahora me vienes con Jesús? ¿Con que te has reformado?
—¡Sí, maldita sea! —grité—. Leí el evangelio. Sentí algo… algo que no sé explicar. Como si después de toda esta mierda pudiera haber otra cosa. Libertad, tal vez. No lo sé.
Él se rió. Una risa corta, áspera, que dolió más que cualquier golpe.
—Ya es tarde, viejo. Para mí, para ti. Para todos.
—No digas eso —le rogué, aunque mi voz sonaba tan patética que me dieron ganas de vomitar—. No digas eso. Todavía hay tiempo. Por ti. Por mí. Por los dos.
Él no respondió. Solo se levantó, agarró su chaqueta y se fue, dejándome allí, solo con mi café frío y mis demonios. Me quedé mirando la puerta cerrada, esperando que volviera. Pero no lo hizo.
No lo haría.
—Hijo —empecé—. Me estoy quitando.
No levantó la cabeza. Sus manos estaban ocupadas con ese teléfono idiota, como si ahí dentro estuviera la solución de todos los pecados. Pero seguí.
—He perdido mi juventud en el chabolo. Tantos años… —solté el aire como si con eso pudiera borrar algo—. Perdóname. Lo sé, yo mismo me doy asco.
Él no dijo nada. Solo alzó una ceja, apenas un milímetro. Pero eso fue suficiente para que algo dentro de mí se encendiera. Como si me hubieran tirado un fósforo a un charco de gasolina.
—¡Mírame, coño! —le grité, golpeando la mesa. El eco del golpe llenó la habitación, y por un momento sentí que todo se detenía. Hasta el tiempo mismo se encogió como un perro apaleado.
José alzó la cabeza, pero sus ojos eran fríos. Helados. No eran los ojos del niño que una vez jugó con un camión de juguete en esta misma cocina. Me miraba como si yo fuera algo que había quedado pegado en la suela de su zapato.
—La cocaína, José… es el diablo. La puta cocaína. ¿Lo entiendes?
—¿Y qué? —respondió, seco, cortante. Como si nada le importara, como si yo no importara.
Me reí. No porque fuera gracioso, sino porque la risa era lo único que me quedaba. Una carcajada hueca, rota, que murió antes de salir del todo.
—Agarro la cacharra, ¿sabes? No lo pienso, y doy el palo. Luego me meto diez, doce gramos… y escucho voces. Voces que me dicen que mate, que mate a todos.
—Siempre las voces, ¿no? —dijo él, con una media sonrisa que era más un cuchillo que otra cosa—. Siempre el diablo. Nunca tú.
—¿Qué mierda sabes tú? —espeté, señalándolo con un dedo que temblaba tanto como yo—. Tú no sabes lo que es tener el corazón negro. Que la maldad, el odio y la mentira vivan aquí dentro —me golpeé el pecho, aunque apenas sentí algo.
Él me miraba. Fijo. Inmóvil. Era como hablar con una estatua, una estatua que me odiaba.
—¿Sabes lo que es meterte un gramo detrás de otro hasta que sientes que el corazón va a reventar? ¿O esconderte en un portal porque los putos polis te están buscando? No. No lo sabes. Pero yo sí.
Me levanté, tambaleándome un poco, y fui hacia la ventana. Afuera, la ciudad seguía con su danza absurda: coches, ruido, gente que corría hacia ninguna parte. Me giré hacia él.
—Esto no es vida, José. Es un infierno. Y el diablo siempre cobra. Siempre.
—¿Y ahora qué? —preguntó él, cruzando los brazos—. ¿Ahora me vienes con Jesús? ¿Con que te has reformado?
—¡Sí, maldita sea! —grité—. Leí el evangelio. Sentí algo… algo que no sé explicar. Como si después de toda esta mierda pudiera haber otra cosa. Libertad, tal vez. No lo sé.
Él se rió. Una risa corta, áspera, que dolió más que cualquier golpe.
—Ya es tarde, viejo. Para mí, para ti. Para todos.
—No digas eso —le rogué, aunque mi voz sonaba tan patética que me dieron ganas de vomitar—. No digas eso. Todavía hay tiempo. Por ti. Por mí. Por los dos.
Él no respondió. Solo se levantó, agarró su chaqueta y se fue, dejándome allí, solo con mi café frío y mis demonios. Me quedé mirando la puerta cerrada, esperando que volviera. Pero no lo hizo.
No lo haría.