Como ya se ha dicho, para mí también lo peor de viajar es la gente. En los viajes hay malos tragos que pasar como lo de cagar, que te caigan tempestades o que te mareen en el control del aeropuerto, como me pasó a mí con un poli tonto que decía que yo no era el de la foto del pasaporte. Pero nada comparable a la gente. Y no porque seamos muchos; yo también formo parte del mogollón de turistas y me tengo que aguantar. Lo que me jode es el número elevado de imbéciles que se puede llegar a concentrar en un momento dado. Tú vas con ellos, y ellos contigo, pero por alguna razón los idiotas se sienten especiales, superiores, y lo que ellos hacen es siempre más y mejor.
Entras al avión y ves que todo el mundo despega una gran parafernalia a su alrededor, para un mísero vuelo de hora y media. Está bien aprovechar el tiempo con algo de lectura, escuchar música, leer el diario o alternar con una buena conversación si hace falta. Pero es de gilipollas integral descalzarse, o ponerse unas zapatillas de hotel (robadas), un cojín de esos cervical, hinchar dos almohadas que llevaban escondidas en el bolso y zamparse todo un catering apestoso antes de tomar en el asiento una pose rocambolesca. No meten la mesa camilla en el avión porque no les dejan.
Lo mismo en el aterrizaje. Aún está el avión maniobrando y oyes el clic clic de los cinturones a cientos. Todo el despliegue de medios pasajerísticos desaparecen igual que aparecieron, y en un abrir y cerrar de ojos está todo el mundo de pie en el pasillo, estorbándose, poniéndose nerviosos los unos a los otros. Fiel a mis principios, salgo el último del avión, rezando "que os den por culo uno por uno", sobre todo dirigido al listo de turno que te dice lo que tienes que hacer. Porque ese no falta nunca.
En las cafeterías y bares perdidos de un lugar, por remoto que sea, siempre darás con un par de imbéciles que hablan a voces para que sepas que están allí, haciendo lo mismo que tú. Tienen que amortizar el vuelo y el hostel pobretón en el que se han dejado los cuatro cuartos que tienen pregonando que viajan, que son guays y dan envidia por instagram. Recorres unos kilómetros a pie para llegar a ese templo majestuoso y esperas el momento de saborear la fachada sin mil idiotas haciendo postureo. Pasado unos momentos, te das cuenta de que eres el único que entra, presenta sus respetos y habla con la gente del lugar. Al salir, los idiotas de los selfies se han largado, pero a buen seguro te los toparás en cualquier esquina, haciéndola suya y más guay de lo que ya era.
Es algo que me ha pasado siempre. No es que haya viajado mucho, porque como ya he contado en otros hilos, necesitaba ahorrar pasta para otros menesteres. Pero es que siempre, maldita sea, siempre, aparecen estos payasos que lo echan a perder todo. Me viene a la cabeza una anécdota tan hortera como ejemplar, cargada del karma que reparte nuestro amigo
@ignaciofdez. Me sucedió hace cosa de seis o siete años, en el Peñón. Sí señores, en lo más alto del Peñón. Glamour cero, para que vean. Nada de Empires Esteites ni nada de eso. Allá que me fui yo a quemar curiosidad, recorriendo la costa por la zona de la Línea, cuando hice una paradita en una sombra en lo alto del Peñón, por las escalinatas que unen los antiguos búnkeres. Era finales de julio y el sol no daba tregua, así que me senté en un muro del recorrido, pero alejado de la muchedumbre. Ese día había bastante movimiento, sobre todo inglesitos que verían orgullosos (me supongo) las cuatro calles que circundan el peñón. Pasado un rato, escuchando el cri cri de las chicharras, apareció de la nada una mona con su cría agarrada a la espalda, caminando tranquilamente por el muro en mi dirección. Sin darle mucha atención, pasó por detrás de mí sin rozarme, se alejó como un metro, se detuvo y se sentó en el muro, a mi izquierda. Cruzamos un par de miradas. La cría se agarró a una rama y trepó por la arboleda a hacer de las suyas. La mona me miraba de vez en cuando, y la cría se me iba acercando, pasando de rama en rama. La mona, rebosante de tranquilidad, nos vigilaba a los dos, a la cría y a mí. Y cuando menos me lo esperaba, la cría se me abalanzó sobre la espalda, me trepó por la camisa, por los hombros, se me subía por la cabeza... y así que pasamos nuestro rato simpático los tres. Mientras no cogiera a la cría de macaco, había buen rollo.
Hasta que apareció un guiri de lo más estrafalario. No tengo ni putísima idea de dónde sería, pero cualquiera de nosotros diría que era polaco. Recuerdo perfectamente su polo negro y sus pantalones piratas de ataque, llenos de bolsillos, y una mochila negra de la que sacó una manzana verde. Apostado contra la pared que había frente a nosotros (los monos y yo), se dispuso a saborear la manzana, con ruidosos y carnosos mordiscos. Hasta que, en un abrir y cerrar de ojos, la mona madre dio un salto, se fue directo al gañán aquel, lo agarró por el niqui, y le empezó a soltar de hostias hasta que le quitó la manzana. Pero hostias, amigos. A mano abierta. No he visto cosa igual. Estaba el idiota del guiri todavía recomponiéndose las gafas de sol cuando la mona ya estaba de nuevo a mi lado comiendo manzana, echándome unas miradas de puro LOL.
Aquel revuelo llamó la atención de la gente que pululaba por alrededor, y al parecer era yo con el monito pequeño la atracción de la feria. Nadie se acercaba demasiado, pero hacían corro alrededor. En primera fila, una guiri con un carrito de bebé rojo, vacío, con un crío algo mayor y otro más mozalbete a cada lado. Supuse que eran sus hijos, pero vayan ustedes a saber quiénes eran. El espectáculo se fue a tomar por culo cuando mi amiga la mona pegó otro brinco y se subió al carrito, agarrando las asideras y enseñándole el poderío dental a la guiri. Gritos y huida general. La mona que se apodera del carro y lo traquetea para ver si tiene algo de valor. El único que permanece quieto es el chaval más mayor, pero la mona se va hacia él, lo arrincona contra la pared y lo cachea. Flipante. Le palpó todos y cada uno de los bolsillos, hasta que dio con un flamante móvil que sacó con precisión cirujana. Lo miró, lo olió y lo tiró para atrás como el chisme inútil que era. Antes de que el chico huyera, le calzó otras dos hostias en la cara. Finalmente la mona vino hacia mí, trincó a la cría y se perdió por entre la arboleda. Hijaputa la macaca cómo repartía. Nunca pensé que tendría envidia de un simple homínido.
Nos volvimos a cruzar una media hora después, cuando bajaba yo por una escalera de caracol que da lugar a una terraza en lo alto del peñón, que nadie se atrevía a usar porque estaba llena de monos. No se me olvidará que, al ir bajando por la mitad de la escalera, salió de nuevo el monito a recibirme, como a darme la despedida.
Perdón por la castaña, pero tenía que cagarme de alguna manera en todos los hijosdeputa que me han jodido los viajes. Hostias de mono para todos.