Esperé la llegada del día encendiendo una cerilla de vez en cuando. El día llegó en una tromba de luz y des¬pués aparecieron los criados negros para ofrecerme, son¬rientes, su enorme inutilidad, salvo que eran alegres. Ya intentaban enseñarme la despreocupación. En vano pro¬curaba, mediante una serie de gestos muy meditados, ha¬cerles comprender hasta qué punto me inquietaba la de¬saparición de Robinson, no por ello parecía que dejara de importarles tres cojones. No cabe duda, es una locura completa ocuparse de algo distinto de lo que se tiene ante los ojos. En fin, yo lo que sentía sobre todo en aquel caso era la desaparición de la caja. Pero no es frecuente volver a ver a la gente que se marcha con la caja... Esa circuns¬tancia me hizo suponer que Robinson renunciaría a vol¬ver sólo para asesinarme. Menos mal.
¡Para mí solo el paisaje, pues! En adelante iba a tener todo el tiempo del mundo, pensé, para volver a ocupar¬me de la superficie, de la profundidad de aquel inmenso follaje, de aquel océano de rojo, de amarillo jaspeado, de salazones flameantes, magníficos, seguramente, para quienes amen la naturaleza. Yo, desde luego, no la amaba. La poesía de los trópicos me repugnaba. La mirada, el pensamiento sobre aquellos conjuntos me repetían, como sardinas. Digan lo que digan, siempre será un país para mosquitos y panteras. Cada cual en su sitio.
Prefería volver de nuevo a mi choza y apuntalarla en previsión del tornado, que no podía tardar. Pero también tuve que renunciar bastante pronto a mi empresa de con¬solidación. Lo que de trivial había en aquella estructura podía aún desplomarse, pero no volvería a alzarse nunca; la paja, infestada de parásitos, se deshilachaba; la verdad es que con mi vivienda no se habría podido hacer un uri¬nario decente.
Tras haber descrito, con paso inseguro, unos círculos en la selva, tuve que volver a tumbarme y callarme, por el sol. Siempre el sol. Todo calla, todo tiene miedo a arder hacia el mediodía; basta, por cierto, con un tris, hierbas, animales y hombres en su punto de calor. Es la apoplejía meridiana.
Mi pollo, el único, la temía también, esa hora, volvía a la choza conmigo, él, el único, legado por Robinson. Vi¬vió así conmigo tres semanas, el pollo, paseándose, si¬guiéndome como un perro, cloqueando por cualquier cosa, viendo serpientes por todos lados. Un día de abu¬rrimiento mortal me lo comí. No sabía a nada, su carne desteñida al sol como una tela de algodón. Tal vez fuera eso lo que me sentara mal. El caso es que el día siguiente de haberlo comido no podía levantarme. Hacia el medio¬día, me arrastré atontado hacia la cajita de las medicinas. Sólo quedaba tintura de yodo y un plano de la Línea de metro norte-sur de París. Aún no había visto clientes en la factoría, sólo mirones negros, que no cesaban de gesti¬cular y masticar cola, eróticos y palúdicos. Ahora se pre¬sentaban en círculo en torno a mí, los negros, parecían discutir sobre mi mala cara. Estaba muy enfermo, hasta el punto de que me parecía que ya no necesitaba las pier¬nas, colgaban tan sólo al borde de la cama como cosas despreciables y algo cómicas.
De Fort-Gono, del director, no me llegaban, mediante corredores nativos, sino cartas apestosas con broncas y estupideces, amenazadoras también. Los comerciantes, que se creen, todos, astutos de profesión, resultan en la práctica la mayoría de las veces ineptos insuperables. Mi madre, desde Francia, me instaba a cuidar la salud, como en la guerra. Bajo la guillotina, mi madre habría sido ca¬paz de reñirme por haber olvidado la bufanda. No perdía oportunidad, mi madre, para intentar hacerme creer que el mundo era benévolo y que había hecho bien al conce¬birme. Es el gran subterfugio de la incuria materna, esa supuesta providencia. Por lo demás, me resultaba muy fácil no responder a todos aquellos cuentos del patrón y de mi madre y nunca contestaba. Sólo, que esa actitud no mejoraba tampoco la situación.
Robinson había robado casi todo lo que había habido en aquel establecimiento frágil, ¿y quién me creería, si fuera a decirlo? ¿Escribirlo? ¿Para qué? ¿A quién? ¿Al patrón? Todas las tardes, hacia las cinco, tiritaba de fie¬bre, a mi vez, pero es que con ganas, hasta el punto de que mi crujiente cama temblaba como si estuviera cas¬cándomela. Negros de la aldea se habían apoderado, sin cumplidos, de mi servicio y mi choza; no los había llama¬do, pero ya sólo mandarles marcharse exigía demasiado esfuerzo. Se peleaban en torno a lo que quedaba de la factoría, metiendo mano con ganas en los barriles de ta¬baco, probándose los últimos taparrabos, apreciándolos, llevándoselos, contribuyendo aún más, de ser posible, al desorden de mi instalación. El caucho, tirado por el sue¬lo, mezclaba su jugo con los melones de la selva, las dul¬zonas papayas con sabor a peras orinadas, cuyo recuer¬do, quince años después, de tantas como jalé en lugar de las judías, aún me da asco.
Intentaba hacerme idea del nivel de impotencia en el que había caído, pero no lo lograba. «¡Todo el mundo roba!», me había repetido por tres veces Robinson, antes de desaparecer. Ésa era también la opinión del delegado general. Con la fiebre, esas palabras me obsesionaban. «¡Tienes que espabilarte!»... me había dicho también Ro¬binson. Intentaba levantarme. Tampoco lo conseguía. Sobre lo del agua de beber, tenía razón, lodo era; peor, posos. Unos negritos me traían muchos plátanos, grandes y pequeños, y naranjas sanguinas y siempre aquellas «pa¬payas», pero, ¡me dolía tanto el vientre con todo aquello y con todo! Habría podido vomitar la tierra entera.
En cuanto notaba un poco de mejoría, me sentía me¬nos atontado, el abominable miedo volvía a apoderarse de mí por entero, el de tener que rendir cuentas a la So¬ciedad Porduriére. ¿Qué iba a decir, a aquella gente malé¬fica? ¿Me creerían? Me mandarían detener, ¡seguro! ¿Quién me juzgaría, entonces? Tipos especiales, armados de leyes terribles, sacadas de quién sabe dónde, como el consejo de guerra, pero cuyas verdaderas intenciones nunca te comunican y que se divierten haciéndote escalar con ellas a cuestas, sangrando, el sendero a pico por enci¬ma del infierno, el camino que conduce a los pobres al hoyo. La ley es el gran Parque de Atracciones del dolor.
Cuando el pelagatos se deja atrapar por ella, se le oye aún gritar siglos y más siglos después.
Prefería quedarme pasmado allí, temblando, babeando con los 40o, que verme forzado, lúcido, a imaginar lo que me esperaba en Fort-Gono. Llegó un momento en que ya no tomaba quinina para dejar que la fiebre me ocultara la vida. Te embriagas con lo que puedes. Mientras me cocía así, a fuego lento, durante días y semanas, se me acabaron las cerillas. Robinson no me había dejado otra cosa que fabada «estilo de Burdeos». Ahora que de ésta me dejó la tira, la verdad. Vomité latas enteras. Y, para llegar a ese resultado, aún había que calentarlas.
Esa penuria de cerillas me proporcionó una pequeña distracción, la de contemplar a mi cocinero encender el fuego con dos piedras en eslabón y hierbas secas. Al ver¬lo hacer así, se me ocurrió hacer lo mismo. Además, tenía mucha fiebre y la idea cobró singular consistencia. Pese a ser torpe por naturaleza, tras una semana de aplicación, también yo sabía, igualito que un negro, prender el fuego entre dos piedras puntiagudas. En una palabra, empezaba a espabilarme en el estado primitivo. El fuego es lo prin¬cipal; luego queda la caza, pero yo no tenía ambición. El fuego del sílex me bastaba. Me ejercitaba concienzudo. Sólo tenía eso que hacer, día tras día. En el juego de re¬chazar las orugas del «secundario» no había adquirido tanta habilidad. Aún no había aprendido el truco. Aplas¬taba muchas orugas. Perdía interés. Las dejaba entrar con libertad en mi choza, como amigas. Se produjeron dos grandes tormentas sucesivas, la segunda duró tres días enteros y, sobre todo, tres noches. Por fin pude beber agua de lluvia en el bidón, tibia, claro, pero en fin... Bajo los aguaceros las telas en existencia empezaron a desha¬cerse, sin remedio, mezclándose unas con otras, mercan¬cía inmunda.
Negros serviciales me fueron a buscar, muy dentro de la selva, manojos de lianas para amarrar mi choza al sue¬lo, pero en vano, el follaje de las mamparas, al menor so¬plo de viento, se ponía a batir enloquecido, por encima del techo, como alas heridas. No hubo solución. Todo por divertirse, en suma.
Los negros, pequeños y grandes, decidieron vivir en mi ruina con total familiaridad. Estaban joviales. Gran distracción. Entraban y salían de mi casa (si así podemos llamarla) como Pedro por la suya. Libertad. Nos enten¬díamos por señas. Si no hubiera tenido fiebre, tal vez me habría puesto a aprender su lengua. Me faltó tiempo. En cuanto al encendido con piedras, pese a mis progre¬sos, aún no había adquirido su mejor estilo, el expeditivo. Aún me saltaban muchas chispas a los ojos y eso hacía reír mucho a los negros.
Cuando no estaba enmoheciendo de fiebre en mi «ple¬gable» o dándole al mechero primitivo, no pensaba sino en las cuentas de la Porduriére. Es curioso lo que cuesta liberarse del terror a la irregularidad en las cuentas. Des¬de luego, ese terror debía de venirme de mi madre, que me había contaminado con su tradición: «Primero robas un huevo... y después un talego y acabas asesinando a tu madre.» De esas cosas nos cuesta a todos mucho liberar¬nos. Las hemos aprendido siendo demasiado pequeños y acuden a aterrarnos, más adelante, en los momentos deci¬sivos. ¡Qué debilidades! Sólo podemos contar, para li¬brarnos de ellas, con las circunstancias. Por fortuna, son imperiosas, las circunstancias. Entretanto, nos hundía¬mos, la factoría y yo. Íbamos a desaparecer en el barro tras cada aguacero más viscoso, más espeso. La estación de las lluvias. Lo que ayer parecía una roca hoy no era sino melaza pastosa. Desde las ramas balanceantes el agua tibia te perseguía en cascadas, se derramaba por la choza y los alrededores, como en el lecho de un antiguo río abandonado. Todo se fundía en papilla de baratijas, esperanzas y cuentas y en la fiebre también, húmeda también. Aquella lluvia tan densa, que te cerraba la boca, cuando te agredía, como con una mordaza tibia. Aquel diluvio no impedía a los animales seguir persiguiéndose, los rui¬señores se pusieron a hacer tanto ruido como los chaca¬les. La anarquía por todos lados y en el arca, yo, Noé, medio lelo. Me pareció llegado el momento de poner fin a aquella vida.
Mi madre no sabía sólo refranes sobre la honradez; también decía, recordé oportunamente, cuando quemaba en casa las vendas viejas: «¡El fuego lo purifica todo!» Encuentras de todo en casa de tu madre, para todas las ocasiones del destino. Basta con saber escoger.
Llegó el momento. Mis sílex no eran los más apropia¬dos, sin punta suficiente, la mayoría de las chispas se me quedaban en las manos. Aun así, al fin las primeras mer¬cancías prendieron pese a la humedad. Se trataba de una provisión de calcetines absolutamente empapados. Era después de la puesta del sol. Las llamas se elevaron rápi¬das, fogosas. Los indígenas de la aldea acudieron a agru¬parse en torno al fogón, parloteando con furia de coto¬rras. El caucho en bruto que había comprado Robinson chisporroteaba en el centro y su olor me recordaba inva¬riablemente el célebre incendio de la Compañía Telefóni¬ca, en Quai de Grenelle, que fui a ver con mi tío Charles, quien tan bien cantaba romanzas. Era el año antes de la Exposición, la Grande, cuando yo era aún muy pequeño. Nada fuerza a los recuerdos a aparecer como los olores y las llamas. Mi choza, por su parte, olía exactamente igual. Pese a estar empapada, ardió enterita, con mercancías y todo. Ya estaban hechas las cuentas. La selva calló por una vez. Completo silencio. Debían de estar deslumbrados búhos, leopardos, sapos y papagayos. Es lo que nece¬sitan para quedarse pasmados. Como nosotros con la guerra. Ahora la selva podía volver a apoderarse de los restos bajo su alud de hojas. Yo sólo había salvado mi modesto equipaje, la cama plegable, los trescientos fran¬cos y, por supuesto, algunas fabadas, ¡qué remedio!, para el camino.
Tras una hora de incendio, ya no quedaba nada de mi edículo. Algunas pavesas bajo la lluvia y algunos negros incoherentes que hurgaban las cenizas con la punta de la lanza en medio de tufaradas de ese olor fiel a todas las miserias, olor desprendido de todos los desastres de este mundo, el olor a pólvora humeante.
Ya era hora de largarme a escape. ¿Regresar a Fort-Gono? ¿Intentar explicarles mi conducta y las circuns¬tancias de aquella aventura? Vacilé... Por poco tiempo. No hay que explicar nada. El mundo sólo sabe matarte como un durmiente, cuando se vuelve, el mundo, hacia ti, igual que un durmiente se mata las pulgas. La verdad es que sería una muerte muy tonta, me dije, como la de todo el mundo, vamos. Confiar en los hombres es dejarse matar un poco.
Pese al estado en que me encontraba, decidí internar¬me por la selva en la dirección que había seguido aquel Robinson de mis desdichas.