Que coño les voy a contar una historia, real como la vida misma, la historia de Eugenio y Conchita, y saquen sus propias conclusiones:
EUGENIO Y CONCHITA
Eugenio era un hombre enamorado de su mujer. Contra lo que hacían tantos hombres de su generación, imbuidos de un espíritu machista y desconsiderado hacia las féminas, él se desvivía por ella. Jamás la engañó con ninguna otra mujer ni actuó de una manera prepotente con ella. La respetaba profundamente y siempre cumplió el mandamiento al que se comprometió en el altar de cuidarla. Tuvieron varios hijos a los que Eugenio no sin pocos sacrificios pudo dar carrera. Por la mañana era funcionario y por la tarde trabajaba de comercial, para sacarse unas perrillas según decía.
Cuando los hijos se fueron de casa, todos colocados y casados, la mujer enfermó, sufrió lo que llaman el síndrome del nido vacío, una especie de depresión, y se quedó en la cama. Eugenio la cuidaba como buenamente podía, hacía los recados, limpiaba la casa. La pensión que le quedó era pequeña y hacía virguerías para no tener que pedir nada a los hijos. No le importaba andar varios kilómetros incluso, con tal de encontrar un comercio donde el aceite saliera unas pesetas menos y luego se recorría media ciudad para comprar los huevos en otro lado, que eran más baratos, así ahorraba dinero con el que agasajar a sus numerosos hijos y nietos, a los que nunca quiso pedir nada.
Su mujer, Conchita, no quería levantarse de la cama; pero él nunca trató de presionarla. Con sumo amor, la hacía la comida y se la llevaba allí. Así pasaron varios años, Conchita en la cama, enferma de depresión y Eugenio haciéndose cargo él solo de la casa.
Hasta que un día Eugenio, ya muy mayor, haciendo uno de esos largos paseos por no gastar en el autobús y tener así más ahorrado para las propinas de los nietos, sufrió una trombosis en una pierna. Como pudo volvió a casa, su máxima preocupación era su esposa, que no se asustara cuando la dijera que debía ir al hospital, pues la pierna la tenía paralizada y sentía un atroz dolor en ella.
Esa noche se acercó, como quien no quiere molestar, a las urgencias del hospital. De inmediato le ingresaron y le amputaron esa pierna, pues había entrado en gangrena ya.
Los hijos decidieron que debían buscar un sitio donde se atendiera debidamente a su padre, ya que ellos no se podían hacer cargo, tenían muchas obligaciones. La hija mayor se llevó a su madre, Conchita, a su casa, pero dejó claro a los demás hermanos que la pensión iba para ella mientras la cuidara. No habría dinero para un sitio para Eugenio. Su mujer, Conchita, como por arte de magia se recuperó de sus dolencias, al ir a casa de su hija, ya estaba de pie y trataba de ser útil. Iba a ver a Eugenio al hospital mientras se recuperaba de la operación.
Pero un día Conchita oyó a sus hijos hablar de lo que harían con su marido, debían ingresarle, decían, en un centro para él. Al día siguiente le daban el alta y Conchita se negó a salir de casa de su hija, pues temía que la ingresaran a ella también.
A Eugenio le buscaron un sitio de la Comunidad, estaba en un pueblo en otra provincia, muy lejos de su casa, era un lugar pequeño e insalubre, donde habían conseguido una cama. El día que le dieron el alta se extrañó de no ver a su amada esposa en la habitación y más lo hizo cuando su hijo le dijo que no le podían atender y le habían buscado un centro para él.
Eugenio ya no era útil, sin una pierna no podría hacer las compras ni cuidar de su casa y su mujer, era mejor ingresarle en aquel centro de aquel pueblo lejano, cada quince días o así irían a verle.
A los dos meses Eugenio murió, dicen que lo hizo de pena, su compañero de cuarto contó amargamente como se pasó una noche gritando que quería agua, atado como era la norma en aquel centro con correas a la cama. Durante el tiempo que permaneció allí, preguntaba mucho por su mujer, pero ella nunca fue a verle, pues temía no volver y que la dejaran a ella también. Cuando en casa de su hija se mencionaba el tema de ir a visitar a Eugenio, ella rompía a llorar y a suplicar que por favor no la llevaran. Él preguntaba siempre por ella y no se explicaba que no apareciera, pensaba que le había ocurrido algo terrible y no querían contárselo y se angustiaba todos los días por no poder cuidar de ella.
Ya en vida de Eugenio sus hijos se repartieron la herencia: La colección de sellos de Eugenio, su único hobby y mayor tesoro, pues tenía todos los que habían salido desde que se comenzaron a utilizar en España, que empezó siendo niño y trabajando en correos pudo seguir con ella, el piso y la pensión. Discutieron mucho los hijos por la herencia y se llevaron a pleitos y tal. De eso, afortunadamente, Eugenio no se enteró, solo estaba angustiado por su mujer, Conchita, y quién iba a cuidar ahora de ella.
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Si les gustan mis historias les iré colgando otras.
Un saludo.