Antes que nada pido disculpas por si a alguien le molesta la siguiente historia que voy a contar, pero creo que a través de ella uno puede sacar sus conclusiones acerca de lo que estamos tratando.
La historia me la contó un amigo cubano de Miami, llamado Iván, que hablando con otro amigo suyo de un tercero, con la gracia que tienen al hablar, me inspiró esta historia basada como la anterior en hechos reales y no precisamente exagerados:
EN EL CAFÉ DE LA CALLE OCHO
Fue en los primeros días. Carlos empezaba a trabajar en los astilleros de Miami, gracias a la Fundación Cubano-Norteamericana. Había abandonado Cuba, dejando a su familia atrás; y empezaba a aclimatarse a su nueva vida en Florida. De aquel tiempo Carlos tiene como un difuso recuerdo sus nervios al comenzar en su puesto de laminador y su preocupación por hacerlo bien y conservar ese empleo, demostrar que era útil y merecía el dinero que le dieran. Junto a él había un hombre regordete entrado en la cincuentena, harto parlanchín y chismoso, que había adoptado el papel de padrino de Carlos en aquellas circunstancias. Aquel hombre, llamado Pitote, o así era como se presentaba, trataba de llamar la atención de Carlos sobre un joven de su edad que lloraba desconsoladamente a unos metros de ellos.
-Mírale al desgrasiao –decía sin atisbo de compasión el tal Pitote- todavía sigue con la depresión, no más.
-Y eso –se atrevió a preguntar Carlos, por decir algo, con cierta timidez y sin levantar demasiado sus ojos de la maquinaria-.
-Su mujer le dejó -contestó socarronamente Pitote, esperando ansioso que Carlos preguntara la razón, para soltar toda la historia-.
Pero Carlos no preguntó, no se sentía demasiado seguro en aquella nueva situación como para meterse en los asuntos de nadie. Eso no desanimó a Pitote, que al cabo de unos instantes continuó con su chisme.
-Su mujer se llama Estrella. Es muy bella, morena de ojos rasgados y piel blanca, no parece cubana. Se la trajo con él y con dos niños pequeños. A los pocos días ella encontró trabajo en el café de la calle ocho. Al principio la habían encontrado labor en un hipermercado, pero al resto de cajeras las molestaba la belleza de Estrella e hicieron que la despidieran; sin embargo en los cafés, las mujeres bellas son bienvenidas como camareras. Aquello atraía clientes, viejos que mataban las horas jugando al dominó y gustaban de mirarla y decirla cosas lindas. Un día, uno de esos viejos: Octavio Mería, la espetó que una mujer tan guapa como ella no era justo que trabajara en eso. La seguridad en la mirada del viejo, inquietó a Estrella, que acostumbrada a los requiebros más o menos ocurrentes de aquella caterva de cubanos ingeniosos por la ociosidad, no les prestaba demasiada atención; pero aquella vez se sintió intrigada; y al terminar su jornada no la costó nada acercarse a don Octavio que la pidió a través de uno de sus empleados hablar con ella.
Don Octavio fue claro, era un descendiente de gallegos que había amasado una gran fortuna en Miami al que no gustaba andarse con rodeos, pues pensaba que esos eran para tratar con gente que estaba por encima de uno. Miraba a la cara con ojos impetuosos, a pesar de sus años, y hablaba pausado:
-Estrella te llamas ¿no es así?
-Sí, don Octavio –contestó presurosa la mujer-.
-Veo que conoces mi nombre.
-Aquí todo el mundo le conoce... –acertó a decir Estrella con esa ambigüedad que a veces tienen las mujeres al hablar y que deja a su interlocutor sin saber si lo que dicen, lo hacen en tono de reproche, de ironía o de halago-.
El viejo la miraba fijamente como quien contempla un trofeo. Aquello ponía nerviosa a la chica, que quiso zanjarlo preguntándole qué quería de ella.
-Puedes pasarte la vida aquí, Estrella, sirviendo a viejos y fregando platos hasta que envejezcas o puedes vivir como una princesa. ¿Conoces la torre Sullivan a cuatro cuadras de aquí? Es un edificio de veinticinco plantas todas con apartamentos de lujo, la mitad es mía. Te ofrezco un apartamento allí y una vida regalada, con todos los caprichos que quieras.
-A cambio de qué –contestó Estrella-.
-De que olvides esta vida perra que llevas y te vengas conmigo. ¿No viniste acá a empezar de cero? Pues borra tu pasado y vive como una reina.
En aquel momento lo único que atinó a decir Estrella fue un amargo “para qué”. Lo dijo mientras pensaba en lo que la esperaba al salir de aquel local, tomar un interurbano hasta su habitación en los suburbios a veinte millas de allí, recoger a los niños de casa de una vecina que a cambio de la mitad del sueldo de Estrella les cuidaba por la tarde, darles de cenar, bañarlos, acostarles, y atender a su marido que tenía turno de noche, antes de que se fuera. Manuel trabajaba todo lo que podía, de día cuidando un parking privado en Miami Dade y por las noches en los astilleros, porque quería dar lo mejor para su familia, pero apenas les llegaba, a pesar de que casi nunca podía estar con ellos. Estrella se veía condenada a esa rutina durante años, hasta que ya no tuviera ganas de vivir y como Maribel, su vecina, cuidase los niños de otras desgraciadas a 75 dólares la semana. Recordó a su abuela, que cuando Estrella era chica, la decía: “una niña tan guapa como tú se tiene que casar con un rico, no cometas el error que tuvo tu madre de acabar con un donnadie”.
-¿Vienes entonces? –la inquirió Don Octavio-.
-Sí -contestó Estrella-.
Y salió cogida de la mano de aquel viejo, mientras sonreía alguna obscenidad que el Puerco Mería (llamado así por su color rosáceo y su gran papada, que junto a una inmensa nariz chata le daban aspecto de aquel animal) la decía al oído.
Manuel no volvió a ver a Estrella. Ella no pisó más los apartamentos sociales de la avenida Lexington donde vivían, abandonándolo a él y a los niños; pero supo que vivía con un capo de la mafia cubana en un lujoso departamento de Little Habana, en una de esas torres gigantescas con piscina en la azotea y vistas a la playa. Al principio fue presa de la incredulidad, que se fue convirtiendo poco a poco en desasosiego, después pensó que todo aquello era un mal sueño y Estrella volvería. Tras eso, empezó a reprocharse la fuga de su esposa, culpándose de no haberla prestado más atención y no haber sido más tierno con ella; y al final un dolor sordo le comía el alma y pese a que cumplía con sus obligaciones como un autómata, solo tenía ganas de enroscarse en una esquina y llorar ríos de lágrimas.
-Todo el día se lo pasa lacrimeando como una niña, porque la parienta se le fue con un viejo mafioso de la calle ocho, wey. –decía Pitote animado como sólo se animan esas almas mezquinas por la desgracia de los demás-.
Pitote se acercó al desconsolado y le dijo: “Ya vale Manuel, tu mujer no va a volver, acéptalo y sigue con tu vida, hay más mujeres que chinas en la playa, no merece la pena hermano. Deja ya de llorar”.
El dolor de Manuel era algo que molestaba notablemente a Carlos, que tenía claro que los pobres como ellos no tenían derecho a sufrir de amores, al menos no de 12 a 7 en la nave 4 de la factoría McKinley, solo eran supervivientes y había otras prioridades de las que preocuparse. Él tuvo que dejar atrás a mucha gente querida, así era la vida de un refugiado cubano. La mujer de aquel tipo decidió cambiar de vida, irse con un rico y ya está, de qué tanto drama, había cosas peores en la vida y había que seguir. Todo aquello le parecía tragicómico, obsceno incluso, así que le dijo al desconsolado: “No se preocupe usted, que encontrará otra mujer. Si sigue así además de perder una mujer, va a perder un buen empleo, hágame caso y olvídelo”.
Pero Manuel no podía olvidarlo. Pensó en matarse, en matar a aquel viejo... en hacer una locura, pero los niños le frenaron, ahora solo le tenían a él.
Al cabo de unas semanas, Carlos se enteró que unos hombres del Puerco Mería habían ido a la habitación alquilada de Manuel para que firmase los papeles del divorcio entregando la custodia de sus hijos. Le dijeron que tendrían una vida mejor con Estrella y podrían estudiar en la Universidad; y que si se negaba le joderían la vida y los niños irían a parar igual con ella. Le dijeron que firmase y don Octavio le recompensaría con dos mil dólares y tendría en cuenta su buena disposición para sacarle de un apuro algún día. Así era la vida en Miami, poco que ver con los ideales de la Revolusión. Manuel firmó.
Nunca se volvió a casar.
Ya no lloraba, se había vuelto taciturno, al salir del trabajo bebía ron en su casa y soñaba con volver a Cuba cuando el viejo barbón la cascara y hacerse con una casita cerca del mar en el pueblo de sus padres.
Carlos se ha casado cuatro veces desde entonces, nunca con una cubana. Conoció a una mujer colombiana en un chat, que trajo a Miami, pero no salió bien, porque ella se empeñaba en traer a toda su familia. Estuvo con una mujer mayor que él, que se había pasado la vida cuidando a su madre, pero en la cama no se satisfacía con ella como quería, después con una dominicana que servía en una mansión de Palm Beach que conoció en un bar, una mulatona algo gordita, que le terminó aburriendo, pues la encontraba muy vulgar; y por último con una gringa que vende casas y con la que a día de hoy apenas se habla.
De Manuel y de Pitote dejó de saber al cabo de diez meses en los que cambió de trabajo; aunque en una ocasión en un restaurant español muy lujoso al que acudió años después, se encontró con una tal Estrella comiendo marisco junto a un hombre grotesco al que presentaron como don Octavio y con el que quedó para hablar de una inversión que tenía pensada hacer en un hotel de la playa, ya cuando él había prosperado. Entonces recordó a Manuel y pensó en sus lágrimas mientras se decía a sí mismo: “Para qué”.