El relato de Rubba no tiene desperdicio, porque cuando escribe alguien que tiene oficio y horas de lectura a sus espaldas, las palabras ni sobran ni faltan, sólo están y cumplen su cometido.
Pero más allá de la limpieza sublime del relato, de su cadencia y de la capacidad de decir justo lo que se quiere decir, virtud clásica que algunos cantamañanas vienen olvidando en favor de una originalidad aberrante, me quedo con el significado profundo, ese que todos hemos captado pero que pocos, por vergüenza adulta o por desgana, se atreven a poner de manifiesto: a mi también me gustaría tener las agallas suficientes como para reconocer que amo, irme hacia ciertas personas y fundirme con ellas en un abrazo silencioso, duradero, revelador. A mí también me gustaría brindar el merecido reconocimiento a las vidas de sacrificio de las únicas mujeres a las que no debería odiar ni despreciar, a las que han hecho lo que han podido para que hoy yo sea yo, y no otro cualquiera.
Tengo envidia.