El uso de la productividad como argumento se debe a que los conceptos del capitalismo se han apoderado totalmente de la sociedad y a mucha gente, incluso de izquierdas, no les parece posible argumentar fuera de ellos. La aseveración de que la productividad es buena siempre y de que siempre ha de aumentar, sin importar el coste en el entorno o en el bienestar de los individuos, se ve como una especie de axioma innegable que hay que satisfacer siempre. Es la productividad como religión, como dictador interno del ser humano.
Y las élites tienen la sartén tan por el mango que hay que jugar a convencerles con su propia retórica, ya que no hay armas ni campo de batalla donde defenderse. Es como querer convencer a los amos de una plantación de que no explotar tanto a los esclavos era lo mejor para su economía, cuando en realidad los únicos beneficiados de trabajar menos serían los esclavos. La idea de que la productividad infinita es buena es simplemente una mentira creada por las élites para que nadie les discuta, es la justificación ideológica de su poder, igual que el derecho divino era la de los reyes anteriormente.
La realidad es que la productividad infinita, como objetivo del capitalismo absoluto, es la justificación del mal absoluto. La desigualdad socieconómica desproporcionada no es mala por cuestiones económicas, sino por cuestiones morales, ya que crea un nivel de sufrimiento innecesario en una gran cantidad de individuos para proteger el alto estatus de unos pocos, y minimizar en la medida de lo posible el sufrimiento global debe ser el objetivo moral de la sociedad, es el objetivo correcto. Y por eso todos los empresarios que no reparten adecuadamente son unos hijos de puta que provocan directamente el mal en la sociedad, pero nadie es capaz de decírselo a las claras, ni los de izquierdas, ya que el argumentario conceptual está tan integrado que la mayoría gente no es capaz ni de pensar otra realidad.