Ayer pasé junto a un chiringuito de esos que ponen dj y todo el copón. Era un sitio más bien cutrecillo, con musica cutrecilla y lleno hasta las trancas de chavales rondando la veintena.
Ellas enfundadas en vestidos elásticos que acentuaban sus curvas y ellos con esos peinados franciscanos que llevan ahora, con el mocho arriba y los lados pelados (algunos con permanente incluida) y esos ridículos pantalones pitillo a la altura de la espinilla.
Parecían clones, gente que dedica los mejores años de su vida a disfrazarse de oveja y mezclarse en un rebaño enorme que se mueve a ritmo de proclamas emitidas por traperos ininteligibles y comunicadas a través de tiktoks de 40 segundos.
Era una sensación extraña, y no pude sino mirar a mi mujer y, pese a lo penoso que suponía semejante homogeneidad competitiva por ver quién era el más canónico de todos, recordarle que podemos tenerlo todo, pero el mundo por delante, como aquellos imberbes, eso ya no.
Cambiar todo lo que uno tiene por volver a tener 20 años, aunque sea apareciendo desnudo y sin posesiones en la cima del Moncayo, es una fantasía recurrente, aunque supongo que acabaría con los asquerosos pantalones esos y el pelo franciscano. Mejor me quedo como estoy y espero a la muerte como todo hijo de vecino que va llegando a los 40.
Perdón, es que hoy no puedo cavar zanjas para evadirme, que estoy en territorio hostil.
Pd. También disfrutaría haciendo rabiar a
@Una Bellísima Persona y a
@Misógino Empedernido.