Antropología de la Vieja España: metafísica del piropo

Frente Negro

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16 Mar 2004
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Antropología de la Vieja España: metafísica del piropo

Redacción.- Presentamos la segunda entrega de la serie Antropología de la Vieja España, consagrada al piropo, una de las especificidades propias de nuestra cultura en la que el varón juega con la imaginación y el ingenio para halagar a la ricahembra. Una tradición que, de perderse, supondria una verdadera tragedia nacional, en tanto que peculiaridad propia de nuestra identidad.

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El piropo es una metáfora halagadora, desorbitada, chistosa y, en ocasiones, desagradable o chabacana, dedicado a la mujer. La hipérbole suele ser la característica más habitual en la que se basa el piropo. El piropo alcanza en España su máximo nivel de ingenio con los diálogos de los hermanos Alvarez Quintero, verdaderos duelos entre piropeador y piropeada.

Del piropo lo esencial es aguantar la mirada de la piropeada (que hasta hace poco tendía a bajar la vista abochornada por lo chabacano del lance o bien la sostiene acompañada de sonrisa premiando el ingenio del piropeador y desde hace unos años tiende a responder con un desarbolador “¡gilipollas!” si la chica comparte los ideales del “Women’s Lib”). Y es que para piropear hacen falta buenas dosis de aplomo. Por que el piropo se lanza a pocos centímetros del objeto de lisonja y a la cara; salvo aquellos, naturalmente, aquellos piropos que glosan las cuartos traseros de la anatomía femenina. En esta España en que el toreo no ha podido desbancar al Día de la Constitución como “Fiesta Nacional”, el piropeador tiene algo de banderillero, incluso en la pose para lanzar el piropo. Al hacerlo estira el cuerpo, tensándolo hacia atrás, dando la sensación de que así va a saltar mejor sobre la presa. También el canon del piropo acepta arrimar el cuerpo hacia el de la hembra como el mataor acerca la muleta al morlaco.

El piropo dicho con arte y conforme al canon tradicional, debe permanecer entre los dos seres que entran en juego: la garbosa y el atrevido. Éste debería lanzar su lisonja al oído sin compartirlo con terceros. Nada que ver con la chabacanería de quien piropea en alta voz para que el respetable admire el ingenio, el arrojo o incluso la zafiedad del dador, más que el halago para la interesada. Para piropear conforme al canon hay que hacerlo midiendo las distancias y estas deben ser más cortas que largas.

Es falso que el piropo sea algo que ha arraigado sólo en Andalucía indiscutible tierra del gracejo y la chufla. No hay nada tan español como el piropeo. Lo que ha ocurrido es que el piropo ha seguido una evolución notable que le ha llevado del canto coral al solo, de la cuadrilla a la individualidad, de la noche al día.

Hubo un tiempo en el que los mozos de todas las regiones de España, organizados en cuadrillas, recorrían amparados en la noche las calles de las ciudades y los pueblos para ir a cantar, bandurria en mano y flauta en boca, las glorias de las mujeres más hermosas: “¿Quien fuera rayo de luna para entrar en tu ventana?” o aquel otro más lúgubre: “Quisiera ser el sepulcro donde a ti te han de enterrar, para tenerte en mis brazos por toda la eternidad”. Tales cuadrillas son, en la práctica, un remedo de las “mannerbünde” germánicas, las sociedades de hombres con su dominio propio (la taberna del lugar), sus cofrades (la patulea) y sus armas (bandurrias, flautas, gaitas). Estas agrupaciones no crecen hasta el infinito, alcanzada una masa crítica se escinden y surgen así rivalidades entre unas y otras. A menudo, las diferencias se dirimían a las bravas. Pero más frecuentemente unos terminaban cantando coplas ridiculizando a los rivales y estos respondían procurando hacer gala de su más cruel mordacidad e ingenio. Sólo en algunos casos se llegaba al puñetazo y en muchos menos las partes descubrían pinchos y navajas y sólo en unas pocas se oía algún disparo. Pero haberlos, húbolos. Como en cualquier mannerbünde que se preciara.

El objetivo final que era recordado en las tabernas como Don Juan de Austria recordó Lepanto en los palacios, era que la mujer objeto del deseo, saliera al balcón y deparara una sonrisa a los cofrades tras la mejor de sus canciones. Habitualmente quien salía al balcón era el padre, garrota en mano, o la madre tenía a bien arrojar un cubo de inmundicias. Gajes del oficio, se decían, para volver al día siguiente a ese o a cualquier otro balcón. “Debajo de tu ventana paso las noches al claro y no logro que te asomes por más que canto y te llamo”, era una letrilla clásica, como la de “Bien sé que estás en la cama, bien sé que no duermes, no, bien sé que estás escuchando cantares que canto yo...” (imposibles de ignorar por que los cofrades más que cantar, daban alaridos y aquello terminaba pareciendo un concurso de desafinos). Pero buena voluntad, eso si que podían.

Habitualmente, en aquel tiempo, un cofrade cantaba una copla de apertura y luego otro pronunciaba el “yo sigo” y seguía con su cuarteta y luego otro y otro más, hasta que al final la interesada descorría levemente el visillo o la cortina y las más audaces saludaban con la mano. Entonces el cante se enfebrecía y las voces ganaban en aplomo y convicción, aunque no en calidades tonales. Al cabo de un rato venía la despedida: “Divina estrella, buenas noches tenga usted y asómate a la ventana y te lo diré”. Era el último intento antes de irse con la música a otra parte.

Había regiones en las que la función concluía cuando un familiar -nunca la interesada- o una fámula arrojaban algunas monedas... Y a la taberna, que al día siguiente un solemne cátedro les aburriría (y abrumaría) con su saber.

Los piropos cantados fueron sin duda lo más sofisticado del arsenal lisonjero nacional. Y como todas las artes patrias tuvieron sus recopiladores. Rodríguez Marín, tras el desastre del 98, realizó un compendio de las más brillantes coplillas. Las ordenó por alusiones a la anatomía femenina. Y las había de todo: “Mañana, si Dios quiere, voy a confesar lo que unos ojos negros me han hecho pecar”, “Los dientes de tu boquita campanitas de oro son”, “Esos ricitos, rubita, que te cuelgan, por la frente son campanillas de oro que van llamando la gente”. Se ve la tónica del piropo cantado.

Si estos eran piropos cantados en cuadrilla -de los que la Tuna ha sido el último resabio- lo más habitual eran los piropos unipersonales y estos han sobrevivido, mal que bien, especialmente en determinados oficios y especialidades de la construcción. Difícilmente lo tiene el encofrador colgado más allá de un segundo proyecto de piso, en advertir las bondades de la anatomía femenina y mucho más lo tiene el albañil perdido en las alturas de los andamios. El piropo es algo que se da a nivel de calle, a menudo surge del pozo o la zanja o a pie de obra en el momento de la descarga de materiales.

Morfológicamente el piropo, que no la copla cantada, debe ser breve, no más de dos frases, entre tres y cuatro segundos para expelerlo. Necesariamente la hipérbole no debe ser excesivamente retorcida, o la aludida no lo entenderá a la primera. Debe causar un impacto positivo, halagador en cualquier caso. Por supuesto, no debe ofender ninguna de las cualidades físicas de la aludida, por evidentes que sean. Es una afirmación de las preferencias sexuales. Quien lo dice aprecia a la mujer, piensa en la mujer y su placer está en la mujer y sólo en ella. Por que el piropo, aun intercambiándose entre individuos del mismo sexo, alcanza su clímax de hombre a mujer. Y es bueno que así sea por que su intención lejana fue lejanamente, acercar a los jóvenes al noviazgo y de allí al altar y del altar al paridero, que tal era el riguroso orden de las cosas. Probablemente, de seguir con buena salud la tradición del piropo otro gallo cantaría a la demografía patria.

El origen del piropo se pierde en la noche de los tiempos. Debió derivar, sin duda, del romance medieval con fases de transición. Cantado al son de la vigüela y la flauta, el romancero viejo castellano está repleto de poemillas que hablan de los amores de Lanzarote (“Nunca hubo caballero de damas tan bien servido como era Lanzarote cuando de Bretaña vino”), los amores imposibles de cristianos y moras (romances fronterizos) o bien los cortejos que descarrilaron nuestra historia, con particular énfasis en la traición de Don Opas y la “pérdida de España” por el amor de una mujer.

Cuando la flecha de la historia hizo que los grandes y pequeños romances medievales quedarán muy atrás, irrumpió la costumbre del piropo cantado en cuadrilla. Y luego, visto el éxito, el mozo aislado, repitió en la calle las frases surgidas de su ingenio. Al no tener instrumento alguno que acompañara al cante, se limitó a recitar la copla y al no estar amparado por la noche, se fue desarrollando una técnica nueva que incluía una plástica específica. Acombar el cuerpo, arrimarlo, estampar la frase a quemarropa, al oído inicialmente; luego, en la fase evolutiva siguiente, el alarde pasó a ser representado para la contemplación de los transeúntes y haciendo gala de vozarrón.

Existió una fase de transición que logró sobrevivir. Cuando se hizo el día, la cuadrilla seguía de taberna en taberna. Seguía siendo preciso demostrar, no solo quien estaba enamorado, sino quien era más machito. Apareció así el piropeo en grupo. Del seno de la formación de compañeros se destacaba uno ante la proximidad de la dama de buen ver y lanzaba sus frases tal como indicaban los cánones. Los había sin mucho valor, nulo aplomo, pero inspirados, que solían ampararse en el muro de sus compañeros y en su presencia, para disparar el piropo sin que la dama pudiera ver su rostro. Sin duda, el piropo en voz alta, indiscreto y chillón, a menudo ofensivo, debió nacer entre estas compañías cuando hacerse consideraron que la virilidad y el arrojo se demostraba realizando alardes ante los cofrades. El piropo dejó de estar amparado por la nocturnidad, dejó también de ser un lance entre dos, dejó incluso de tener como objeto a la mujer hermosa para ser una demostración de virilidad ante los propios. El piropo así ganó en decibelios, y se hizo público, llegando a ser tal como lo conocemos.

Pero el piropo puede ser algo más que una frase ingeniosa. A menudo fue un gesto. Los hidalgos españoles arrojaban las capas al paso de la dama deseada. La costumbre pasó luego a otras categorías sociales y hubo un tiempo en el que las capas de los estudiantes eran, literalmente, un deshecho a fuerza de ser pisadas una y otra vez por calzado femenino y enfangadas por su envés.

Casas recuerda que en el siglo XIX español los varones al pasar ante una ricahembra se tapaban los ojos como indicando que podían ser deslumbrados por la bella. Luego estaba la costumbre de arrojar un beso al aire, la de orientar la dirección del beso con la palma de la mano como asegurándose que iba a llegar a la dama. Y el suspiro profundo, sin palabras, acompañado de un cierre momentáneo de párpados, evidenciando que el varón había alcanzado el cortocircuito psicológico a la vista de la dama. Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.

Si ustedes miran a los niños y adolescentes en las verbenas verán que, la costumbre de la mayor de las Pityusas se ha extendido a la Península, pues no en vano, los petardos son preferentemente arrojados a los pies de las chicas. Las costumbres han cambiado pero la embriaguez de la pólvora persiste. Sólo que las chicas ya no comprenden el universal lenguaje del petardeo nacional, ni los chicos quieren iniciar una conversación para la que les faltarían las palabras. El estallido no es más que un albor del sentimiento sadomasoquista que hace que los jóvenes amen el rictus de sorpresa y miedo en las niñas antes de amarlas de verdad. Pero eso ya no es piropo, es el primer despunte de la sexualidad más dura que pura.

Cuando el noble arte del piropeo se recupere, España volverá a ser grande como en sus mejores tiempo. Y probablemente hasta suban las tasas de natalidad en un plazo prudencial.

© Ernesto Milà - infokrisis - [email protected]
 
Antropología de la Vieja España: ritos de novios

Antropología de la Vieja España: ritos de novios

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Redacción.- Presentamos a nuestros lectores una serie de artículos sobre aspectos antropológicos del pueblo español relativos a esa institución tan denostada y atacada como es el matrimonio y la pareja HETEROSEXUAL. En los próximos días vamos a repasar los distintos aspectos y tradiciones de matrimonio en España. Era lógico que empezáramos con el noviazgo.

1. EL NOVIAZGO INCIPIENTE

En apenas un siglo se han perdido todas las tradiciones del noviazgo. Los tiempos discurren demasiado rápidamente y las mutaciones sociales mucho más rápidas aún.

Era tradicional de finales del siglo XIX y duró hasta mediados del XX que las jovencitas fueran estrechamente tuteladas por sus familias durante el noviazgo. Algo parecido ocurría en toda Europa Occidental. En algunos pueblos franceses se creía hasta la Primera Guerra Mundial que una jovencita, por el mero hecho de estar a solas con un varón, ya estaba deshonrada para toda la vida a menos que se casara con él y aunque jamás hubiera mantenido relaciones sexuales con él. Por eso mismo puede inferirse que en España las cosas no iban mucho mejor.

Casas dice textualmente: “Hasta que se les reconocía oficialmente sus relaciones, los novios pasaban más fatigas que Hércules”. Era de buen tono que las chicas no salieran de casa sino acompañadas por una carabina vocacional que imposibilitaba cualquier coqueteo con el otro sexo. Y eso hasta el reconocimiento oficial del noviazgo y la petición de mano; algo que sólo ocurría tras un dilatado noviazgo.

Pero hoy las chicas están emancipadas, se mueven solas en la calle y en su tiempo de ocio, lo que no está tan claro es si esta nueva situación ha redundado en beneficio del noviazgo o bien lo ha hecho trizas. Por que hoy los noviazgos están alterados, no cumplen su función preparatoria para el matrimonio y apenas están sometidos a rituales. No está de mas repasar lo que fueron para advertir como deberían ser.

¿Dónde se inicia el noviazgo? Había pocas ocasiones en las que chicos y chicas pudieran conocerse para iniciar un noviazgo. La coeducación no existía, incluso se paseaba por aceras diferentes, la mujer no trabajaba fuera del hogar. Así pues los matrimonios o estaban concertados por las familias o bien los noviazgos se fraguaban con una subrepticia mirada el domingo en la Iglesia o en el paseo, o cuando una familia visitaba a otra acompañado por sus hijos e hijas; entonces se producía el fatal primer contacto visual entre los jóvenes que estaba en el origen de un enamoramiento que debería discurrir a distancia y en silencio en sus primeras fases. La mirada ocupaba el lugar de cualquier otro sentido y actitud. Las miradas lo decían todo y particularmente las de los varones que se comían a las hembras con los ojos. Estas se sofocaban al sentirse observadas, cambiaban la vista, la piel de las mejillas enrojecía. Esta púdica actitud contrastaba con la de las carabinas que, si advertían el barrido visual del machito, montaban en cólera y, muy frecuentemente, lo despachaban a cajas destempladas.

Pero la mirada, ocasionalmente podía ser respondida por otra de deseo. En ese caso el varón la seguía hasta su hogar y se apostaba en la cera de enfrente hasta que ella le correspondía desde el balcón o del quicio de la ventana con una sonrisa o un gesto. El amor clandestino comenzaba a partir de ese momento. La primera fase consistía en “pelar la pava” que junto con el “hacer el oso” eran características del inicio de los noviazgos a principios del siglo XX. ¿Pelar la pava? Apenas el galanteo en sus primeros pasos, realizada mediante la conversación mantenida a uno y otro lado de la reja. ¿Hacer el oso? Esperar interminablemente en plantón permanente a la amada en la calle, con frío, viento o sol. El aspirante a novio realizaba un papelón ridículo y solía ser objeto de burlas y comentarios crueles.

La mirada, en una segunda fase era sustituida por el lenguaje gestual cuando la distancia impedía el contacto. Un hispanista germano, Frachkampf, dedicó una curiosa obra a describir este tema: “El lenguaje español de los gestos”. Gracias al tudesco sabemos que los aspirantes a novios se comunicaban mediante chasquidos de los dedos que deletreaban un alfabeto propio. El abanico era el instrumento más empleado por las mujeres en el arte del lenguaje gestual. Dependía de cómo se manejara ese abanico, que el amante sabía a qué atenerse. Taparse el rostro por debajo de los ojos indicaba deseo, agitarlo frenéticamente o cerrarlo con brusquedad indicaba que la carabina estaba cerca. Cuando se le cerraba y se apoyaba contra los labios como ocultando una sonrisa, el gesto indicaba aceptación. Las flores tenían también su significado particular y eran utilizadas por ambos sexos. Un alhelí prendido en el sombrero de un varón era una imprecación a la dama para que no lo olvidara. El tulipán enarbolado por el hombre equivalía a una declaración de amor cuando lo largaba a su dama. La dama que aceptaba el reto del amor se ornaba con margaritas blancas en la cabeza. Y ella decía el “yo te amo” colocándose rosas blancas.

Luego, tras la mirada y el gesto, viene el verbo. En la Andalucía de no hace mucho “pedir conversación” equivalía a iniciar una relación. Y aquí el varón se la jugaba por que debía mostrar ingenio, educación, capacidad para el diálogo y ciertas dosis de sabiduría. Se trataba de que la muchacha se divirtiera primero, comprobase la calidad intelectual de la otra parte y conociera finalmente los rasgos dominantes de la personalidad del cortejador. Frecuentemente la conversación tenía lugar a través de la reja que pasaba a ser el confesionario del amor. Cualquier contacto físico, un simple roce de manos, se excluía. En Galicia los novios se intercambiaban confidencias a la puerta del caserío. Esto se producía dos veces a la semana y los jóvenes llamaban al rito “ir de tuna”. Ir de tuna equivalía a ser un tunante. Y un tunante no era de fiar. En Asturias las chicas se reunían para hilar; los mozos acudían los sábados y entablaban conversación con ellas pero se excluía el palique en pareja, eran dos bloques, hombres y mujeres, que realizaban justas.

Era frecuente que una sola moza fuera cortejada por varios varones. En esos casos, como en Baleares, pero no sólo allí, los aspirantes al noviazgo eran citados el mismo día a la misma hora en casa de ella. Al llegar se les concentraba en la cocina y allí esperaban su turno. Mientras hablaban entre ellos, la chica tenía una breve conversación con cada uno de los mozos ante la presencia de la madre y terminaba eligiendo a uno. Con cierta frecuencia los no elegidos aceptaran mal la elección y surgieran pequeñas o no tan pequeñas trifulcas al concluir la velada.
En Ibiza se realizaba el mismo ritual solo que en un banco exterior a la casa, pero es imprescindible que esté cubierto por una manta doblada. En otras regiones todavía se dan más variantes.

La escritura es el otro vehículo del amor. Las cartas que cruzan los amantes, inflamadas de pasión, henchidas de ingenio o bien desbordando cursiladas, entregadas por correos o por cómplices de uno o de otro o de ambos, tras ser leídas son guardadas juntas, una sobre otra, dispuestas para ser leídas y releídas como si los amantes recargaran la fuerza de su amor. Antes, cuando el analfabetismo era lacerante en nuestra sociedad, las cartas se confiaban a escribientes que, como abogados o confesores, mantenían siempre el secreto de su oficio. Tico Medina cuenta que en México conoció a uno de estos escribientes. Adornaba las cartas con lagrimillas que reunían para él viejas plañideras. Llevaba consigo el preciado líquido y preguntaba primero al amante si la carta debía ser “con lágrima o sin lágrima”. Si era con lágrima, la pregunta siguiente era “¿de llanto o artificial?”. Si era artificial -y por ende más barata- rociaba el papel recién escrito con unas cuantas gotas, pero nada que ver con la textura que lograba la lágrima viva retenida en el correspondiente frasquito que, inmediatamente, hacía que la tinta se corriera, pero no hasta el extremo de volver ilegible el mensaje como solía ocurrir con la lágrima falsa. En fin, toda una técnica. Hoy de todo esto no queda ni el recuerdo. Los novios se conocen por Internet, mantienen largos intercambios de E-mail plagados de abreviaturas y convencionalismos que excluyen por definición cualquier evocación amorosa. Pero es el signo de los tiempos.

Con todo, cuando hay amor sobra todo lo demás, incluida la palabra. No es raro que los grandes amores fragüen en el silencio más soterrado y hermético. Pero no todos están dispuestos al silencio como vehículo del amor. Los hay que no conciben la aproximación a la hembra sin el recurso al piropeo.

© Ernesto Milà - infokrisis - [email protected]
 
Cuando sera el dia en que Frente Negro deje de hacer copy&pastes y escriba algo suyo interesante.
 
chispun rebuznó:
Cuando sera el dia en que Frente Negro deje de hacer copy&pastes y escriba algo suyo interesante.

Cuando yo quiera y no cuando tu digas...
Y si no te parecen interesante, pues no entres en los pocos hilos que he abierto.
 
paso de leer todo eso, me esperare a la pelicula :?
 
MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAADREEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEE lo que se aburre la gente !!!!
 
Frente Negro rebuznó:
Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.

Vaya por dios,mira por dónde aparecieron ciertas costumbres de mi tierra. De todos modos el arte del galanteo por estos lares tenía cosas más curiosas que esa.
 
Frente Negro rebuznó:
chispun rebuznó:
Cuando sera el dia en que Frente Negro deje de hacer copy&pastes y escriba algo suyo interesante.

Cuando yo quiera y no cuando tu digas...
Y si no te parecen interesante, pues no entres en los pocos hilos que he abierto.

¿y perdernos el espectaculo de ver como pierdes la poca dignidad que te queda respondiendo a los insultos?

No hombre no
 
Frente Negro rebuznó:
Antropología de la Vieja España: metafísica del piropo

Redacción.- Presentamos la segunda entrega de la serie Antropología de la Vieja España, consagrada al piropo, una de las especificidades propias de nuestra cultura en la que el varón juega con la imaginación y el ingenio para halagar a la ricahembra. Una tradición que, de perderse, supondria una verdadera tragedia nacional, en tanto que peculiaridad propia de nuestra identidad.

Piropo.gif


El piropo es una metáfora halagadora, desorbitada, chistosa y, en ocasiones, desagradable o chabacana, dedicado a la mujer. La hipérbole suele ser la característica más habitual en la que se basa el piropo. El piropo alcanza en España su máximo nivel de ingenio con los diálogos de los hermanos Alvarez Quintero, verdaderos duelos entre piropeador y piropeada.

Del piropo lo esencial es aguantar la mirada de la piropeada (que hasta hace poco tendía a bajar la vista abochornada por lo chabacano del lance o bien la sostiene acompañada de sonrisa premiando el ingenio del piropeador y desde hace unos años tiende a responder con un desarbolador “¡gilipollas!” si la chica comparte los ideales del “Women’s Lib”). Y es que para piropear hacen falta buenas dosis de aplomo. Por que el piropo se lanza a pocos centímetros del objeto de lisonja y a la cara; salvo aquellos, naturalmente, aquellos piropos que glosan las cuartos traseros de la anatomía femenina. En esta España en que el toreo no ha podido desbancar al Día de la Constitución como “Fiesta Nacional”, el piropeador tiene algo de banderillero, incluso en la pose para lanzar el piropo. Al hacerlo estira el cuerpo, tensándolo hacia atrás, dando la sensación de que así va a saltar mejor sobre la presa. También el canon del piropo acepta arrimar el cuerpo hacia el de la hembra como el mataor acerca la muleta al morlaco.

El piropo dicho con arte y conforme al canon tradicional, debe permanecer entre los dos seres que entran en juego: la garbosa y el atrevido. Éste debería lanzar su lisonja al oído sin compartirlo con terceros. Nada que ver con la chabacanería de quien piropea en alta voz para que el respetable admire el ingenio, el arrojo o incluso la zafiedad del dador, más que el halago para la interesada. Para piropear conforme al canon hay que hacerlo midiendo las distancias y estas deben ser más cortas que largas.

Es falso que el piropo sea algo que ha arraigado sólo en Andalucía indiscutible tierra del gracejo y la chufla. No hay nada tan español como el piropeo. Lo que ha ocurrido es que el piropo ha seguido una evolución notable que le ha llevado del canto coral al solo, de la cuadrilla a la individualidad, de la noche al día.

Hubo un tiempo en el que los mozos de todas las regiones de España, organizados en cuadrillas, recorrían amparados en la noche las calles de las ciudades y los pueblos para ir a cantar, bandurria en mano y flauta en boca, las glorias de las mujeres más hermosas: “¿Quien fuera rayo de luna para entrar en tu ventana?” o aquel otro más lúgubre: “Quisiera ser el sepulcro donde a ti te han de enterrar, para tenerte en mis brazos por toda la eternidad”. Tales cuadrillas son, en la práctica, un remedo de las “mannerbünde” germánicas, las sociedades de hombres con su dominio propio (la taberna del lugar), sus cofrades (la patulea) y sus armas (bandurrias, flautas, gaitas). Estas agrupaciones no crecen hasta el infinito, alcanzada una masa crítica se escinden y surgen así rivalidades entre unas y otras. A menudo, las diferencias se dirimían a las bravas. Pero más frecuentemente unos terminaban cantando coplas ridiculizando a los rivales y estos respondían procurando hacer gala de su más cruel mordacidad e ingenio. Sólo en algunos casos se llegaba al puñetazo y en muchos menos las partes descubrían pinchos y navajas y sólo en unas pocas se oía algún disparo. Pero haberlos, húbolos. Como en cualquier mannerbünde que se preciara.

El objetivo final que era recordado en las tabernas como Don Juan de Austria recordó Lepanto en los palacios, era que la mujer objeto del deseo, saliera al balcón y deparara una sonrisa a los cofrades tras la mejor de sus canciones. Habitualmente quien salía al balcón era el padre, garrota en mano, o la madre tenía a bien arrojar un cubo de inmundicias. Gajes del oficio, se decían, para volver al día siguiente a ese o a cualquier otro balcón. “Debajo de tu ventana paso las noches al claro y no logro que te asomes por más que canto y te llamo”, era una letrilla clásica, como la de “Bien sé que estás en la cama, bien sé que no duermes, no, bien sé que estás escuchando cantares que canto yo...” (imposibles de ignorar por que los cofrades más que cantar, daban alaridos y aquello terminaba pareciendo un concurso de desafinos). Pero buena voluntad, eso si que podían.

Habitualmente, en aquel tiempo, un cofrade cantaba una copla de apertura y luego otro pronunciaba el “yo sigo” y seguía con su cuarteta y luego otro y otro más, hasta que al final la interesada descorría levemente el visillo o la cortina y las más audaces saludaban con la mano. Entonces el cante se enfebrecía y las voces ganaban en aplomo y convicción, aunque no en calidades tonales. Al cabo de un rato venía la despedida: “Divina estrella, buenas noches tenga usted y asómate a la ventana y te lo diré”. Era el último intento antes de irse con la música a otra parte.

Había regiones en las que la función concluía cuando un familiar -nunca la interesada- o una fámula arrojaban algunas monedas... Y a la taberna, que al día siguiente un solemne cátedro les aburriría (y abrumaría) con su saber.

Los piropos cantados fueron sin duda lo más sofisticado del arsenal lisonjero nacional. Y como todas las artes patrias tuvieron sus recopiladores. Rodríguez Marín, tras el desastre del 98, realizó un compendio de las más brillantes coplillas. Las ordenó por alusiones a la anatomía femenina. Y las había de todo: “Mañana, si Dios quiere, voy a confesar lo que unos ojos negros me han hecho pecar”, “Los dientes de tu boquita campanitas de oro son”, “Esos ricitos, rubita, que te cuelgan, por la frente son campanillas de oro que van llamando la gente”. Se ve la tónica del piropo cantado.

Si estos eran piropos cantados en cuadrilla -de los que la Tuna ha sido el último resabio- lo más habitual eran los piropos unipersonales y estos han sobrevivido, mal que bien, especialmente en determinados oficios y especialidades de la construcción. Difícilmente lo tiene el encofrador colgado más allá de un segundo proyecto de piso, en advertir las bondades de la anatomía femenina y mucho más lo tiene el albañil perdido en las alturas de los andamios. El piropo es algo que se da a nivel de calle, a menudo surge del pozo o la zanja o a pie de obra en el momento de la descarga de materiales.

Morfológicamente el piropo, que no la copla cantada, debe ser breve, no más de dos frases, entre tres y cuatro segundos para expelerlo. Necesariamente la hipérbole no debe ser excesivamente retorcida, o la aludida no lo entenderá a la primera. Debe causar un impacto positivo, halagador en cualquier caso. Por supuesto, no debe ofender ninguna de las cualidades físicas de la aludida, por evidentes que sean. Es una afirmación de las preferencias sexuales. Quien lo dice aprecia a la mujer, piensa en la mujer y su placer está en la mujer y sólo en ella. Por que el piropo, aun intercambiándose entre individuos del mismo sexo, alcanza su clímax de hombre a mujer. Y es bueno que así sea por que su intención lejana fue lejanamente, acercar a los jóvenes al noviazgo y de allí al altar y del altar al paridero, que tal era el riguroso orden de las cosas. Probablemente, de seguir con buena salud la tradición del piropo otro gallo cantaría a la demografía patria.

El origen del piropo se pierde en la noche de los tiempos. Debió derivar, sin duda, del romance medieval con fases de transición. Cantado al son de la vigüela y la flauta, el romancero viejo castellano está repleto de poemillas que hablan de los amores de Lanzarote (“Nunca hubo caballero de damas tan bien servido como era Lanzarote cuando de Bretaña vino”), los amores imposibles de cristianos y moras (romances fronterizos) o bien los cortejos que descarrilaron nuestra historia, con particular énfasis en la traición de Don Opas y la “pérdida de España” por el amor de una mujer.

Cuando la flecha de la historia hizo que los grandes y pequeños romances medievales quedarán muy atrás, irrumpió la costumbre del piropo cantado en cuadrilla. Y luego, visto el éxito, el mozo aislado, repitió en la calle las frases surgidas de su ingenio. Al no tener instrumento alguno que acompañara al cante, se limitó a recitar la copla y al no estar amparado por la noche, se fue desarrollando una técnica nueva que incluía una plástica específica. Acombar el cuerpo, arrimarlo, estampar la frase a quemarropa, al oído inicialmente; luego, en la fase evolutiva siguiente, el alarde pasó a ser representado para la contemplación de los transeúntes y haciendo gala de vozarrón.

Existió una fase de transición que logró sobrevivir. Cuando se hizo el día, la cuadrilla seguía de taberna en taberna. Seguía siendo preciso demostrar, no solo quien estaba enamorado, sino quien era más machito. Apareció así el piropeo en grupo. Del seno de la formación de compañeros se destacaba uno ante la proximidad de la dama de buen ver y lanzaba sus frases tal como indicaban los cánones. Los había sin mucho valor, nulo aplomo, pero inspirados, que solían ampararse en el muro de sus compañeros y en su presencia, para disparar el piropo sin que la dama pudiera ver su rostro. Sin duda, el piropo en voz alta, indiscreto y chillón, a menudo ofensivo, debió nacer entre estas compañías cuando hacerse consideraron que la virilidad y el arrojo se demostraba realizando alardes ante los cofrades. El piropo dejó de estar amparado por la nocturnidad, dejó también de ser un lance entre dos, dejó incluso de tener como objeto a la mujer hermosa para ser una demostración de virilidad ante los propios. El piropo así ganó en decibelios, y se hizo público, llegando a ser tal como lo conocemos.

Pero el piropo puede ser algo más que una frase ingeniosa. A menudo fue un gesto. Los hidalgos españoles arrojaban las capas al paso de la dama deseada. La costumbre pasó luego a otras categorías sociales y hubo un tiempo en el que las capas de los estudiantes eran, literalmente, un deshecho a fuerza de ser pisadas una y otra vez por calzado femenino y enfangadas por su envés.

Casas recuerda que en el siglo XIX español los varones al pasar ante una ricahembra se tapaban los ojos como indicando que podían ser deslumbrados por la bella. Luego estaba la costumbre de arrojar un beso al aire, la de orientar la dirección del beso con la palma de la mano como asegurándose que iba a llegar a la dama. Y el suspiro profundo, sin palabras, acompañado de un cierre momentáneo de párpados, evidenciando que el varón había alcanzado el cortocircuito psicológico a la vista de la dama. Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.

Si ustedes miran a los niños y adolescentes en las verbenas verán que, la costumbre de la mayor de las Pityusas se ha extendido a la Península, pues no en vano, los petardos son preferentemente arrojados a los pies de las chicas. Las costumbres han cambiado pero la embriaguez de la pólvora persiste. Sólo que las chicas ya no comprenden el universal lenguaje del petardeo nacional, ni los chicos quieren iniciar una conversación para la que les faltarían las palabras. El estallido no es más que un albor del sentimiento sadomasoquista que hace que los jóvenes amen el rictus de sorpresa y miedo en las niñas antes de amarlas de verdad. Pero eso ya no es piropo, es el primer despunte de la sexualidad más dura que pura.

Cuando el noble arte del piropeo se recupere, España volverá a ser grande como en sus mejores tiempo. Y probablemente hasta suban las tasas de natalidad en un plazo prudencial.

© Ernesto Milà - infokrisis - [email protected]

Va a leer todo eso tu puta madre
 
Bes rebuznó:
Frente Negro rebuznó:
Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.

Vaya por dios,mira por dónde aparecieron ciertas costumbres de mi tierra. De todos modos el arte del galanteo por estos lares tenía cosas más curiosas que esa.


Que jarta de reir con lo del trabucazo...


Pero a quien coño se le puede ocurrir, pegarle un susto de cojones a base de un tiro en los pinreles a una dama, con el objetivo de seducirla.

Si en el fondo no somos tan diferentes de los gorilas esos de la espalda plateada
 
Mucho texto para estas horas. Ya lo leeré mañana si eso.
 
Benito rebuznó:
Bes rebuznó:
Frente Negro rebuznó:
Por haber, hubo tiempo atrás la costumbre ibicenca de disparar un trabucazo (sin plomos) a los pies de la amada, de tal manera que ésta, cuando se dispersaba el humo y el polvo, ésta se sabía cortejada pero no por ello distraía su paso. Era el piropo apetardado. Quería la costumbre que el agresivo mozo se situara junto a la joven y le diera conversación. El trabucazo, que las zagalas ibicencas soportaban con estoicismo y tenían por el más elevado de los halagos, era una forma traumática pero aceptable de iniciar la conversación.

Vaya por dios,mira por dónde aparecieron ciertas costumbres de mi tierra. De todos modos el arte del galanteo por estos lares tenía cosas más curiosas que esa.


Que jarta de reir con lo del trabucazo...


Pero a quien coño se le puede ocurrir, pegarle un susto de cojones a base de un tiro en los pinreles a una dama, con el objetivo de seducirla.

Si en el fondo no somos tan diferentes de los gorilas esos de la espalda plateada

En realidad, en el campo de Ibiza, hasta hace unos 50 años, había una costumbre bastante peculiar, el llamado "festeig".
Resumiendo mucho, se trata de que los gañanes se reunían y charlaban con la cortejada, por estricto turno y bajo vigilancia de la madre o abuela, en el porche de la casa familiar.
Tras un tiempo de cortejo en el que era habitual la presencia de numerosos pretendientes, era la interesada la que escogía a su futuro marido.

Durante el proceso, el no respetar los turnos y tiempos de cada uno era motivo de frecuentes peleas.

En cuanto a lo del trabucazo, se hacía al salir de misa, aunque se utilizaba también para despedirse de una casa después del festeig.

Es que los ibicencos siempre hemos tenido las armas bastante a mano por culpa de los putos moros que nos venían a tocar las narices con frecuencia.
 
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