Hace diez años trabajaba a veinte metros de la Puerta del Sol. Tenía que cruzarla de cabo a rabo todos los días ida y vuelta. Vi in situ y a tiempo real todo el trascurso de acontecimientos, desde la primera tienda puesta a la ocupación total de la plaza y su posterior desalojo, y todo lo que había entre medias. Recuerdo haber ido con una conocida guiri atravesando la plaza y que me preguntara si es que había una revolución en España o qué. Le señalé alrededor: jipis fumando porros, el de la guitarrita, los de las rastas, unas pedorras vociferando, otras montando alguna mierda feminista-antifascista, otros recabando alimentos, nadie limpiando la basura que se iba formando día tras día. Qué coño revolución, le dije. Esto es una acampada de protesta jipi. En una revolución se pegan tiros, aquí si acaso se los ponen.
A mí me gustó que la gente se echara a las calles frente a la tropelía de los partidos de siempre. Una semana después, la definición de camping de Festimad era lo que más le cuadraba, daba putísimo asco. Y a ese moviemiento social, a ese carro se subieron los hijos de puta que todos sabemos para, en nombre de un movimiento que no eran ellos, arreglarse la vida.
El 15M pudo haber sido el inicio de un movimiento interesante y sin duda bueno para España, pero acabó en la enésima algarada comunistoide. Ya va siendo hora de que los partidarios de esa ideología dejen de intentar nada: o fracasan o lo joden, nunca jamás traen nada bueno. Es como si una y otra vez se dejara al subnormal de la clase operar a corazón abierto: lo normal es que ni sepa encontrar el quirófano; si lo encuentra, se raja él primero, y si consigue abrir al paciente, este muere por la operación y no por la enfemedad. Pero una y otra vez son los portadores de la antorcha. Una y otra vez.
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