El otro día estaba descargando la compra de la tanqueta y metiéndola en casa, y vi por el rabillo del ojo en la plaza un par de hembras jóvenes algo fuera de lugar en una aldea de octogenarios. Seguí a lo mío, metiendo cerveza y bizcochos de kiwi Mildred dentro mientras intentaban ubicarse indolentemente a lo lejos, buscando cristo sabe qué.
Al final parece que se decidieron a acercarse al sociópata del pueblo.
Unos veinticinco años ambas, delgadas, caras agradables y una fresca, sana y reveladora ausencia de maquillaje, o de uno estridente. Vestían un par de vestidos vaporosos de cuello alto de algodón estampado de los que te tapan a medias las pantorrillas y de los que sientan tan bien en primavera a la voluptuosidad de la hembra. Simplemente eso, un par de vestidos sencillos y formales marcando las formas juveniles de un par de cuerpos delgados y sanos de un par de tías buenas.
Como no, venían a hablarme de las bondades de un tal Jehová.
Y como no, las invite a que siguiesen haciéndolo dentro de mi guarida. Declinaron, y a cambio me dieron un papelito porque creo que mi erección era ya notoria.
Este par de putas alienadas parecían el prototipo de una juventud sana y sexy. Lo que han cambiado las cosas, o lo que he cambiado yo. Como algo tan marypoppinesco, por escaso, femenino y comedido, puede hacerme hervir la sangre de la polla deseando trincar del cogote a ese par de puercas y deseando destrozar a jirones sus vestidos, su dignidad y su condescendiente falsa preocupación por mi bienestar espiritual encima de mí sofa cama.
Joder, qué puta paja me tuve que hacer después.