Ya he regresado de Italia y estoy en casa. Pensaba currarme un hilo en el foro de viajes, pero estoy de mal humor y cansado, y no me apetece. Anteayer en Madrid unos de esos que me van a pagar las pensiones el día de mañana, se ve que necesitaban dinero para cotizar y me robaron en el metro la cartera. Por supuesto, no tenía un puto duro, pero me dejó sin las tarjetas y sin teléfonos (como no tengo móvil, los apunto en papelitos que llevo en la cartera). Tardé dos horas en encontrar a un amigo en Madrid que me pudiera dejar dinero para regresar al Puerto.
Por cierto, después de mi denodado esfuerzo por hacer el cedé con canciones italianas, resulta que el puñetero lector del coche no era capaz de leerlo. Eso sí, una de mis dos acompañantes pre-menopáusicas puso cara de sentido disgusto y me preguntó Pero ¿estaba Azzurro que me gusta muchísimo?. O sea, que a pesar de los improperios de semensatan mi elección había sido acertadísima.
Y, brevísimamente, el golfo de Nápoles es la cosa más mugrienta y sucia que he visto en Europa jamás. Lo mejor que le puede pasar a esa zona de Italia es que vuelva a entrar en erupción el Vesubio y sepulté bajo la lava todo lo animado e inanimado que puebla aquel rincón degenerado.
Las mujeres, en cambio, deliciosas. Alquilamos un apartamento cerca de Sorrento y resultó que mi casera, de unos cincuenta años, parecía sacada de una película de Fellini: inmensamente gorda y con dos tetazas que, reproducciones a escala del Vesubio, periódicamente se magreaba para volver a dejarlas en su sitio. Por supuesto, no paraba de hablar y caía muy simpática. Por la noche, después de cenar, dejaba a mis dos pre-menopáusicas roncando y me iba al jardincillo de mi casera con su familia. Allí, aprovechando mi labia italiana y mi buen humor, me ventilaba la fuente con los melocotones y la botella de limoncello casero que me ofrecían. Tenía esta casera una nipotina (sobrina, no nieta, que os veo venir) que era la encarnación de un ángel: la crin entre rubia y castaña, la piel blanquísima y los ojos tan grandes y azules que no parecían sino el mismo golfo de Nápoles. Por supuesto, cuando hacía acto de presencia, olvidaba los melocotones y el limoncello, dejaba de escuchar las zarandajas de la familia y me dedicaba a galantearla hasta que me echaban para irse a dormir. Por supuesto todo con fines honestos, porque yo nací para galán de monjas, quiero decir, para llorar sin premio y suspirar en vano.
Va. Ya vale que acabaré contándolo todo. Un saludo a todos.