-Hola amigos, mi nombre es Chaim Slavin, y pese a que llevo ya una temporada bajo tierra sigo molando un montón. ¿Que por qué? Porque pertenezco al Pueblo Elegido, no como vosotros, jajajajaja pringuis. Bueno, por eso y por otras cosillas que os va a relatar Boniato.
Pues sí, voy a contaros otro anecdotón
melitar. El narigudo éste de arriba fue un judío ruso e ingeniero que, en el verano de 1945, recién terminada la IIGM, tenía 41 años, trabajaba de día en una central eléctrica de Palestina (recordemos que el Estado de Israel todavía no había sido fundado) y por las noches, en su apartamento, pues fabricaba explosivos y esas cosillas para la Haganah. Lo normal.
En aquella época las armas con las que contaban los
jews eran un surtido heterogéneo de fusiles conseguidos aquí y allá: comprados a los árabes, robados de los arsenales británicos e incluso recuperadas de entre las abandonadas por el Afrikakorps en medio del desierto. Urgía conseguir un suministro propio y estable de armas y municiones para el inminente conflicto y fue entonces cuando nuestro protagonista tropezó con una pequeña noticia en un periódico según la cual 700.000 máquinas-herramientas pertenecientes a fábricas de armamento en EEUU iban a ser vendidas como chatarra, pues la IIGM había terminado.
Se puso en contacto con el tito David (David Ben Gurion) para informarle de la oportunidad que se les presentaba y en respuesta se le ordenó buscar la manera de adquirirlas y hacerlas entrar clandestinamente en Palestina. Así que para allá que fue, más concretamente a Nueva York, donde se reunió con Rudolph Sonnenborn, otro
capullorrecortao miembro de una rica familia de industriales, quien sería la persona encargada de prestarle el apoyo necesario para su empresa en suelo americano.
El colegui Chaim era ingeniero, sí, pero no tenía mucha idea de la fabricación industrial a gran escala de fusiles, granadas y demás parafernalia, así que se metió en un quiosco que vio por casualidad y compró todos los viejos ejemplares que pudo de una revista llamada
Technical Machinery, para posteriormente encerrarse en una habitación de hotel a estudiarlas, hasta aprenderse de memoria todas las características del utillaje necesario para la fabricación de armas.
Luego inició un peregrinaje por todo EEUU, haciéndose pasar por sordomudo (LOL) porque su inglés era
molt lamentabla (como el de Puchimón, para que os hagáis una idea), consiguiendo comprar a precio de saldo, de chatarra, todo tipo laminadoras, prensas, tornos y demás maquinaria. Pero la cosa no iba a ser tan fácil: cierto utillaje muy especializado (e indispensable) no podía ser vendido directamente, sino que debía ser desmontado o inutilizado previamente por sus dueños. Así que, ni corto ni perezoso, reclutó a todo un ejército de ojeadores para rastrear los principales depósitos de chatarra de EEUU en la búsqueda de las distintas piezas. Chaim situó su cuartel general en Harlem, en una vieja lechería, a donde iban llegando poco a poco hasta la última tuerca o arandela y donde, con paciencia infinita, fue reconstruyendo las máquinas.
Cuando terminó había logrado reconstruir el utillaje necesario para realizar las 1.500 operaciones indispensables para la fabricación de metralletas en serie, para la producción de 50.000 balas de fusil diarias y también para fabricar obuses de mortero de 88mm. Había comprado al peso chatarra por valor de 2 millones de dólares; Ese mismo material pocos meses antes, nuevo, valía 80 millones.
Pese a lo prodigioso de su tarea todavía faltaba una última prueba que superar, un último muro que escalar: introducirlas en Palestina. Aquello seguía siendo colonia británica, quienes controlaban puertos y fronteras y que, obviamente, no permitían la importación de armas. ¿Que qué hizo? Volver a desmontarlo todo y etiquetarlo con un código de su invención. 65.000 piezas nada menos, toneladas de material, que fueron embalados con disimulo de tal modo que, en caso de inspección británica, pareciese conforme a lo declarado, máquinas textiles. Y así es como entraron.
Las cajas fueron escondidas en los kibbutz, a la espera de que el último soldado británico abandonara Palestina, momento en el que fueron abiertas. No faltaba un solo perno ni una sola arandela de las 65.000 piezas enviadas desde una lechería de Harlem.
Y por cosas como esta nuestros simpáticos amigos de glande descapotado llevan medio siglo meándose encima y pisándole la cabeza a todo aquél que ose pechear con ellos.
Fin.