Victor I
Freak
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- 24 Ene 2006
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Creo que ya lo he contado en anteriores episodios de "Los foreros y sus pasiones escatológicas". Hace años, sin haber colaborado ni pasiva y previamente con el pecado de la sodomía, sufrí una de las peores enfermedades que pueden devastar la felicidad de un hombre con independencia de sus querencias sexuales. Una fisura anal que me dejaba trémulo y lloroso después de cada descarga. Cada mojón que mi recto alumbraba eran como tizones hirviendo, como cuchillas de afeitar arañando con precisión mi ojete lastimado. Lloraba sincera y desconsoladamente cada vez que me bajaba los pantalones, cada vez que mi ano esperaba el paso de ese tiburón rabioso erizado de colmillos. Una minúscula herida y un sufrimiento descomunal amargaban mis noches, mis días y mi felicidad fecal.
Un día, ya desesperando, ante la certeza de una descarga dura, recia y de dimensiones imposibles de manejar intenté buscar una solución lo menos cruenta posible. Por lo visto los baños de asiento con agua tibia facilitaban el asunto evacuatorio. Así que llené el bidé con agua templada y lo sazoné con aceite de almendras y de aloe vera para facilitar tanto la lubricación como la cicatrización de mi descosido anal. Metí el culo y abrí las compuertas a ese tren infernal que me atravesaba el vientre. La cosa fue resbalando con algo menos de aspereza que en anteriores ocasiones. Al tiempo, mi vejiga también liberó su contenido, amarilleando aquella balsa aceitosa convertida ahora en la piscina particular de una hez sólida, espléndida en su tamaño, presencia y forma. Era una mierda imperial, una sierpe mitológica, una maza digna de mismísimo Heracles, chapoteando como un narval entre orina, un pellizco de sangre y los tonos satinados del balsámico óleo. Una obra maestra de la humanidad mostrándose desnuda y arrabalera, una humanidad descamisada y sin complejos.
Aquella mezcla de excrementos, dolor, placer, sangre, orina con restos seminales y aceites cosméticos era una especie de caldo primigenio, un crisol genésico, una mixtura que resumía la esencia del hombre, su gloria y su destino. En cualquier momento aquel precioso líquido podía entrar en efervescencia y darle la vida a mi mojón, erectarse, saltar del bidé y salir por la puerta de mi casa a conquistar el mundo. Antes de que eso pasara, lo cogí entre mis manos, note su vívido calor, y camine solemnemente hasta al váter. Estuve a punto de llamar a mi mujer para que tocara la corneta mientras le despedíamos. Allí le dejé, desapareciendo entre la espuma del remolino, palpitante, tan lleno de vida y de potencias, tan imponente, y sobre todo, tan MÍO.
Un día, ya desesperando, ante la certeza de una descarga dura, recia y de dimensiones imposibles de manejar intenté buscar una solución lo menos cruenta posible. Por lo visto los baños de asiento con agua tibia facilitaban el asunto evacuatorio. Así que llené el bidé con agua templada y lo sazoné con aceite de almendras y de aloe vera para facilitar tanto la lubricación como la cicatrización de mi descosido anal. Metí el culo y abrí las compuertas a ese tren infernal que me atravesaba el vientre. La cosa fue resbalando con algo menos de aspereza que en anteriores ocasiones. Al tiempo, mi vejiga también liberó su contenido, amarilleando aquella balsa aceitosa convertida ahora en la piscina particular de una hez sólida, espléndida en su tamaño, presencia y forma. Era una mierda imperial, una sierpe mitológica, una maza digna de mismísimo Heracles, chapoteando como un narval entre orina, un pellizco de sangre y los tonos satinados del balsámico óleo. Una obra maestra de la humanidad mostrándose desnuda y arrabalera, una humanidad descamisada y sin complejos.
Aquella mezcla de excrementos, dolor, placer, sangre, orina con restos seminales y aceites cosméticos era una especie de caldo primigenio, un crisol genésico, una mixtura que resumía la esencia del hombre, su gloria y su destino. En cualquier momento aquel precioso líquido podía entrar en efervescencia y darle la vida a mi mojón, erectarse, saltar del bidé y salir por la puerta de mi casa a conquistar el mundo. Antes de que eso pasara, lo cogí entre mis manos, note su vívido calor, y camine solemnemente hasta al váter. Estuve a punto de llamar a mi mujer para que tocara la corneta mientras le despedíamos. Allí le dejé, desapareciendo entre la espuma del remolino, palpitante, tan lleno de vida y de potencias, tan imponente, y sobre todo, tan MÍO.