Con esa edad tenía yo que ir, era el menor de la casa, a por agua a la fuente de había a las afueras del pueblo porque en Las Hurdes hasta hace nada no había agua corriente ni alcantarillado. Y ay de mí como llegase a casa mi padre o mi madre y no hubiese agua para que bebiesen las bestias o para beber los demás. Me daban unas buenas hostias y corriendo con el cántaro a por agua, fuese de día o de noche, hiciese un calor tórrido o un frío glaciar, lloviese o atronase. Y descalzo. De camino pasaba cerca de las ventanas y oía en el interior de las casas como otros niños jugaban a eso que dices tú de las maquinitas eléctricas. Me los imaginaba felices, en el calor del hogar, con su madre preparándolos una hamburguesa o una pizza y su padre comentándoles los planes para el finde de ir de caza o al fútbol. Cuando llegaba a la fuente y ponía el cántaro en el caño, intentaba llorar, pero no podía porque el manantial de mis ojos estaba seco ya.
Flaco, lanudo y sucio. Con febriles
ansias roe y escarba la basura;
a pesar de sus años juveniles,
despide cierto olor a sepultura.
Cruza siguiendo interminables viajes
los paseos, las plazas y las ferias;
cruza como una sombra los parajes,
recitando un poema de miserias.
Es una larga historia de perezas,
días sin pan y noches sin guarida.
Hay aglomeraciones de tristezas
en sus ojos vidriosos y sin vida.
Y otra visión al pobre no se ofrece
que la que suelen ver sus ojos zarcos;
la estrella compasiva que aparece
en la luz miserable de los charcos.
Cuando a roer mendrugos corrompidos
asoma su miseria, por las casas,
escapa con sus lúgubres aullidos
entre una doble fila de amenazas.
Allá va. Lleva encima algo de abyecto.
Le persigue de insectos un enjambre,
y va su pobre y repugnante aspecto
cantando triste la canción del hambre.
Es frase de dolor. Es una queja
lanzada ha tiempo, pero ya perdida;
es un día de otoño que se aleja
entre la primavera de la vida.
Lleva en su mal la pesadez del plomo.
Nunca la caridad le fue propicia;
no ha sentido jamás sobre su lomo
la suave sensación de una caricia.
Mustio y cansado, sin saber su anhelo,
suele cortar el impensado viaje
y huir despavorido cuando al suelo
caen las hojas secas del ramaje.
Cerca de los lugares donde hay fiestas
suele robar un hueso a otros lebreles,
y gruñir sordamente una protesta
cuando pasa un bull-dog con cascabeles.
En las calles que cruza a paso lento,
buscan sus ojos sin fulgor ni brillo
el rastro de un mendigo macilento
a quien piensa servir de lazarillo.