De Jorge Bustos
La triste cofradía del dedito tieso
Un puñado de admirables campeones no ejercen de símbolos de una turra eterna ni de peones de la guerrita cultural de nadie
Así que ya no te gusta la selección, fatuo progresista. Ahora que esos chicos a los que tanto elogiabas por la mañana no se prestaron por la noche a encarnar dócilmente tus obsesiones ideológicas; ahora que no han rendido la debida pleitesía al oportunismo de tu señor en horas bajas, marido de una imputada por corrupción y tráfico de influencias; ahora que cantan Gibraltar español en vez de llamar genocida a Israel; ahora que vocean estribillos de reguetón macho en vez teñirse el pelo de color lila en señal de sororidad; ahora, vaya por Dios, estos jóvenes han dejado abruptamente de gustarte. Porque ya no te sirven. Tendrás que buscarte a otros héroes más reutilizables, más concernidos por el cambio climático, alguna guerrera racializada estilo Biles que encaje a martillazos en el patrón woke, aunque ella siga prefiriendo ser reconocida por sus inalcanzables hitos de fortaleza y no por sus anecdóticos instantes de debilidad. Porque eso hacen los deportistas de élite desde Píndaro: acercarse a los dioses merced a un esfuerzo sobrehumano y festejarlo luego hasta el amanecer como simples mortales. Así nuestros futbolistas de oro.
"¡España feminista, España antirracista!", tuiteaba Irene Montero antes de la celebración. Ignoro si ya ha borrado el tuit y tampoco me pienso levantar a comprobarlo. El fútbol no es una sábana blanca sobre la que proyectar las mórbidas pesadillas incesantemente fabricadas por el cerebro agusanado de un activista admonitorio, esa psique achicharrada por la ideología donde nada humano queda a cubierto de la instrumentalización política; donde lo personal, si no es político, se tira rápido a la basura como cualquier otra mercancía desechable del capitalismo. Como si el anticapitalismo no fuera un producto más (y especialmente lucrativo) del capitalismo.
Pero resulta que el fútbol es valioso en sí mismo. Resulta que ganar una Eurocopa cifra una épica hermosa de mil madrugones de infancia y mil tardes de adolescencia y mil noches de madurez anticipada por un sueño difícil. Resulta que un puñado de admirables campeones no ejercen de símbolos de una turra eterna ni de peones de la guerrita cultural de nadie sino que encarnan el orgullo de un país entero convertido en familia, que es el ámbito protector donde no se nos valora por lo que pensamos sino por lo que somos. Resulta que solo eran lo que parecían: chavales distintos que se divierten jugando juntos al fútbol y abrazan la bandera y viven su identidad española sin pedir permiso antes al fachómetro que siempre lleva colgando del cuello un tertuliano de Moncloa. Cabe suponer que a ninguno de esos jugadores, que lo han dado todo por el rojo y el gualda, les acabe de gustar la plurinacionalidad sanchista. No se le vio demasiado compungido a Nico cuando presumió de saber "cero" euskera. Y escucha, Rodri: si Pep ahora te plancha la oreja con una de sus homilías, vente al Madrid y deja a los ingleses con el Peñón y sin Eurocopa.
Qué antiguo se está quedando el ceño fruncido de la progresía. Los españoles del futuro se parecen por fortuna mucho más a la espontaneidad vitalista del equipo de Luis de la Fuente que a la triste cofradía del dedito tieso. La venganza de la biología contra estos años de sobredosis ideológica está a punto de estallar, si no lo ha hecho ya. El hartazgo ha cambiado de bando. Son jóvenes sanos y listos, y no les da miedo ni el dictamen de la prensa de progreso ni el desaire a un presidente que les forzó hace un año a componer una ridícula coreografía de ofendidos por un estúpido beso. Morata tuvo que leer un comunicado, y después tuvo que soportar que le acusaran de falta de celo feminista. El mismo Morata que subió al escenario de la gloria a María, una niña de Salamanca con sarcoma de Ewing cuya lucha admira el capitán mucho más de lo que María admira a Morata. Eso es decencia real, querido progresista. Eso es sensibilidad abierta en canal y no el infame postureo que despachas a todas horas en tus redes.
Dicen que los deportistas suelen ser más de derechas que otros gremios, pongamos por caso los actores. Quizá suceda porque el deportista vive de los progresos mensurables de su sacrificio individual: su religión es una callada meritocracia y no tiene tiempo para hacer contactos y atraerse subvenciones con un pico de oro. Ahora bien, cuando ganas una Eurocopa no recibes lecciones de nadie si no es de tus compañeros. De ahí la rebeldía de Carvajal, que podrá no ser educada pero se antoja libérrima en un país de pelotas vergonzantes. Desde luego ese coraje para decir que no le faltó al pobre Barrabés.
En vez de indignarte tanto, risible sanchosférico, pregúntate por qué se les vio tan felices al lado del Rey, que se limita a sufrir y celebrar con ellos como un aficionado arquetípico. A ver si va a resultar que en realidad nunca te gustó el Rey ni el fútbol ni España